En un mundo de lujos y secretos,Adeline toma el único trabajo que pudo encontrar para salir adelante: trabaja en un exclusivo bar para millonarios, sirviendo bebidas y entreteniendo a la clientela con su presencia y encanto. Aunque el ambiente opulento y las miradas de los clientes la incomodan, su necesidad de estabilidad económica la obliga a seguir.
Una noche, mientras intenta pasar desapercibida, un hombre misterioso le deja una desproporcionada cantidad de dinero como propina. Atraída por la intriga y por una intuición que no puede ignorar, Adeline a pesar de que aun no tenia el dinero que necesitaba decide permanecer en el trabajo para descubrir quién es realmente este extraño benefactor y qué intenciones tiene. Así, se verá atrapada en un juego de intrigas, secretos y deseos ocultos, donde cada paso la llevará más cerca de descubrir algo que cambiará su vida para siempre.
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Cap 8
La entrada al casino me recibió con una frialdad tangible. Apenas di un paso, los guardias me miraron con sospecha, bloqueándome el paso. Intenté explicarles que venía a devolver algo, pero ellos no parecían dispuestos a escuchar. Quizás esperaban que me rindiera y me diera la vuelta. Sin embargo, ya había llegado hasta allí, y no tenía la menor intención de irme. ¿Por qué habría de importarme lo que pensara un hombre que ni siquiera daba la cara?
Estaba a punto de volver a intentarlo, cuando la figura de alguien emergió de entre las sombras. La reconocí de inmediato: era el hombre de la otra noche, la mano derecha del jefe. Su presencia era suficiente para que los guardias se apartaran sin una sola palabra. En cuanto se dirigió a mí con un simple gesto, supe que tendría que seguirlo. Sin decir nada, me llevó a través de los corredores del casino, un laberinto de luces doradas y alfombras de terciopelo que parecían amortiguar cada paso.
—Aquí tienes —le dije, entregándole el dinero. Mi tono fue frío—. Dile a tu jefe que no necesito verlo para devolverle esto.
—Señorita, ya llego hasta aqui, así que no me haga hacerla seguir a las malas.
Al final del recorrido, llegamos a una gran sala de paredes altas y techos adornados con candelabros. En el centro de la sala, una mesa redonda acogía a un grupo de hombres de traje, cada uno con un semblante serio y cauteloso, como si aquel fuera un lugar sagrado y secreto.
Me miraron de pies a cabeza, con una mezcla de sorpresa e incomodidad. Nadie estaba acostumbrado a que una mujer entrara en un espacio tan reservado, y menos una desconocida. La mano derecha me ofreció una silla, deslizándola hacia atrás de forma cortés. Mi primer impulso fue negarme, pero al ver su expresión imperturbable y su mirada seria, supe que no aceptar un asiento no era una opción.
Me senté, sintiendo el peso de todas las miradas sobre mí. Apenas me acomodé, escuché una voz que reconocí al instante, una voz que se había instalado en mi mente desde el momento en que la escuché detrás de aquella cortina.
—Buenas noches —dijo, con una sonrisa que bordeaba entre la amabilidad y la burla.
El impacto de verlo por primera vez fue casi como un golpe. Ahí estaba, al fin mostrando su rostro. Y era aún más imponente de lo que había imaginado. Cada uno de sus rasgos era increíblemente atractivo, pero no de una forma común. Tenía una intensidad natural, una mezcla entre rudeza y elegancia que no había visto nunca antes. Su cabello oscuro estaba peinado hacia atrás, y su piel morena brillaba bajo la luz de los candelabros, resaltando las líneas definidas de su mandíbula y sus pómulos marcados.
Pero lo que más capturaba mi atención eran sus ojos. Eran oscuros, tan profundos que parecían pozos sin fondo. Y esos ojos no me miraban como los de un simple extraño. Me estudiaban, observándome con un detenimiento que me resultaba perturbador. Parecía como si pudiera ver más allá de mis palabras, de mis pensamientos, como si supiera cosas que yo misma desconocía. Me incomodó darme cuenta de la intensidad de su mirada, de cómo sus labios apenas se curvaban en una sonrisa contenida.
—Así que estás lista para jugar —dijo, sin perder el contacto visual.
Apenas había asimilado su presencia cuando las risas de los otros hombres en la mesa rompieron el momento. Uno de ellos, con una sonrisa burlona, se inclinó hacia mí y comentó:
—¿Qué hace una chica como tú en una mesa de apuestas? Esto no es para ti, pequeña.
Su tono era condescendiente, casi paternalista, y en ese momento algo en mí se encendió. La arrogancia de aquellos hombres, la manera en que me subestimaban, me irritaba profundamente. Sabía que mi presencia les incomodaba, que no encajaba en su mundo. Pero eso solo me daba más fuerzas. Si quería devolver el dinero, lo haría a mi manera. Volví la mirada hacia el asistente, la mano derecha del supuesto hombre que se encontraba frente a mi, y le indiqué con un gesto que pusiera todo el dinero sobre la mesa.
—¿Vamos a apostar? —dije con firmeza—. Pues entonces apostaremos.
Las risas se apagaron de inmediato, y la atención se centró nuevamente en mí. Observé de reojo cómo la sonrisa de mi misterioso anfitrión se ensanchaba, con una expresión que reflejaba tanto sorpresa como diversión. Era obvio que mi respuesta no era lo que esperaban.
—Parece que la señorita ha venido decidida —dijo uno de los hombres, que parecía tener unos cincuenta años. Su tono ahora era mucho más serio, y sus ojos me escudriñaban con detenimiento—. Pero ¿acaso sabe a qué se está enfrentando? Esto no es un juego para principiantes.
—Y menos para chicas como tú —añadió otro hombre, con una sonrisa sardónica.
Sentí la rabia creciendo en mi interior. Estaban acostumbrados a menospreciar a cualquiera que no formara parte de su mundo. No me importaba si pensaban que era solo una chica imprudente. No podía mostrarles inseguridad. Con toda la calma que pude reunir, miré directamente a los ojos del hombre que había permanecido en silencio. Él mantenía su expresión imperturbable, sin dejar de analizarme con esos ojos profundos.
—Si no puedo jugar —dije finalmente, con una sonrisa desafiante—, entonces, ¿por qué no me enseñan? Después de todo, ¿qué tiene de malo un poco de diversión?
Mi comentario pareció desconcertarlos, y pude ver cómo algunos intercambiaban miradas incómodas. Pero aquel hombre, que seguía observándome con ese aire enigmático, se inclinó ligeramente hacia adelante.
—Muy bien —dijo, en tono neutro—. Si quieres jugar, jugaremos. Pero esta apuesta tiene reglas diferentes. Si ganas, puedes quedarte con el dinero. Si pierdes... el ganador tendrá que quedarse contigo.
Su propuesta resonó en mi mente como un desafío. Estaba segura de que aquel hombre estaba poniendo a prueba mis límites. Pero no iba a echarme atrás. Tenía la mirada fija en él, en esos ojos que me desafiaban sin palabras.
Me recosté en la silla, fingiendo una seguridad que en realidad no sentía. Al menos había logrado que me tomaran en serio, y eso era un primer paso.
Con la mirada fija en el, tomé una profunda bocanada de aire, lista para lo que venía. Los hombres a mi alrededor intercambiaron miradas de sorpresa e incomodidad; no se esperaban que fuera a quedarme y menos a desafiarles. Sin embargo, ahí estaba yo, decidida a seguir adelante con esta locura.
La mano de un hombre comenzó a organizar la mesa para el juego, preparando fichas y repartiendo cartas con precisión. Era evidente que aquello no era un simple juego de apuestas, sino una partida de póker en su nivel más alto. Cada ficha representaba una cifra enorme, y el aire se llenó de tensión al instante. Los ojos de los otros jugadores estaban fijos en las cartas y en mí, evaluando cada movimiento que hacía, cada reacción que mostraba.
—¿Estás segura de que quieres hacer esto? —preguntó uno de los hombres, un tipo mayor con una voz rasposa y cejas espesas que me miraba con una mezcla de desprecio y curiosidad.
—Más que segura. Y por cierto, ya no necesito que me enseñen. —respondí con firmeza, evitando darle más importancia de la que merecía.
El hombre sonrió levemente al ver mi respuesta. Al fin empezaron a repartir las cartas, y mi primera mano fue... interesante. A medida que las cartas iban pasando y las apuestas subían, observaba cómo cada uno de los jugadores mostraba un nivel de concentración implacable. Trataban de leerme, de encontrar el más mínimo atisbo de duda en mi rostro. Pero yo mantenía la calma, mi expresión completamente neutral, dispuesta a no dejar que vieran más de lo necesario.
En la primera ronda, logré ganar algunas fichas. Al parecer, mi audacia inicial había funcionado y lograba mantener la ventaja, pero sabía que esto era solo el comienzo. Los jugadores no parecían particularmente impresionados, aunque los vi intercambiar miradas al ver mis movimientos. Me mantenía concentrada en mis cartas y en el jefe, quien observaba la partida con sus ojos oscuros, siguiéndome atentamente, como si tratara de leer algo en mí que no lograba comprender del todo.
Cada mano se volvía más intensa, cada apuesta más alta. Sentía mi corazón latir con fuerza, pero mantenía mis emociones en control. Mis rivales comenzaban a arriesgar más, intentando probarme y, al parecer, tratando de hacer que cometiera algún error. Con cada apuesta que subía, podía sentir la presión aumentando, el peso del dinero sobre la mesa y las miradas de aquellos hombres que querían que fallara.
Llegué a una ronda crítica. Las apuestas eran enormes; estaba casi toda la mesa en juego. Miré mis cartas y, aunque parecían bastante buenas, no tenía certeza de que fueran suficientes. Me decidí a apostar todo, mi mirada fija en el jefe, como si tratara de desafiarlo directamente. Parecía imperturbable, pero noté un destello en sus ojos, algo que reflejaba sorpresa, tal vez admiración, aunque muy bien disimulado.
Finalmente, llegó el momento de mostrar las cartas. La tensión en el aire era casi insoportable; los hombres observaban la mesa con expectación, mientras yo sostenía la respiración. Uno a uno, los jugadores revelaron sus cartas. Un par de ases aquí, una escalera allá. Y luego llegó el turno del jefe. Con un movimiento tranquilo, colocó su mano sobre la mesa: tenía una combinación impresionante, un full de reyes y ases que arrancó murmullos de admiración entre los presentes.
Respiré hondo, tratando de controlar los nervios mientras observaba mi propia mano. Levanté las cartas lentamente y las mostré. Silencio. Un escalofrío recorrió la sala cuando mis cartas revelaron una escalera de color, la jugada ganadora. La reacción fue inmediata; los hombres en la mesa mostraron una mezcla de sorpresa y desconcierto, y el jefe apenas alzó una ceja, su expresión imperturbable mientras observaba la victoria reflejada en mis cartas.
Las fichas se apilaron delante de mí, el equivalente a una pequeña fortuna en una sola partida. Podía ver las miradas de los otros jugadores, un tanto incrédulas, y también las de otros presentes en la sala, tratando de comprender cómo había conseguido vencer a alguien como él. Sentí la adrenalina en todo mi cuerpo, la euforia del triunfo recorriéndome de pies a cabeza. Lo había logrado.
Pero al mirar el dinero, la euforia se desvaneció casi tan rápido como había llegado. Me di cuenta de que esto no significaba nada para mí. Estaba ahí para devolver el dinero, no para ganarlo. Todo esto se había convertido en una prueba de orgullo, en un intento de demostrar que no me podían menospreciar. Pero ¿qué más daba? El orgullo no me importaba. Estaba cansada de esta gente y su arrogancia.
Sin dudar, empujé el montón de fichas hacia el centro de la mesa, hacia el jefe, quien me miró con una expresión que no lograba descifrar.
—Quédese con su maldito dinero —dije con voz firme, ignorando las miradas de los otros hombres—. No necesito nada de esto.
Él me observó por un momento, sus ojos oscuros escudriñándome como si intentara entender mis palabras. Luego, su sonrisa volvió, esa pequeña curva de labios que parecía una mezcla de diversión y respeto.
—Es bastante inusual ver a alguien rechazar tanto dinero —comentó, su voz tranquila y medida—. Aunque debo decir que no me sorprende viniendo de ti.
—Esto no tiene nada que ver conmigo —repliqué, sin poder evitar el tono de irritación en mi voz—. Si vine aquí, fue solo para dejar esto en paz y alejarme de ustedes.
Uno de los hombres en la mesa soltó una carcajada, probablemente divertido por mi osadía, mientras el jefe mantenía su mirada fija en mí, sin perder su expresión de interés.
—¿De verdad crees que las cosas funcionan así? —preguntó el jefe, inclinándose ligeramente hacia adelante. Su tono era desafiante, pero suave, como si disfrutara de este juego psicológico—. Te recuerdo que me arruinaste una misión.
Le sostuve la mirada, con una mezcla de rabia y desafío, negándome a demostrar ninguna clase de miedo. Él parecía estar probando mis límites, tratando de ver hasta dónde podía presionarme antes de que me quebrara.
—Si quiere intimidarme, no lo logrará —contesté con voz firme—. Esto es solo un juego para ustedes, pero no tiene nada que ver conmigo. Ahora que he devuelto el dinero, lo único que quiero es irme y que se alejen de mi.
El jefe se quedó en silencio, evaluando mis palabras, y por un momento temí haber ido demasiado lejos. Pero finalmente, asintió levemente, una expresión de satisfacción en sus ojos, como si hubiera encontrado algo que buscaba.
—No es fácil encontrar a alguien con tanto carácter —murmuró, casi para sí mismo—. Muy bien, te dejaré ir... por ahora.