La historia de Zander y Yoriko continúa en esta segunda parte llena de misterios, acción y mucho romance
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Capítulo I
¡Oye, despierta! Es hora de irnos- Kendo sacudió suavemente el hombro de Zander, observando cómo el joven se removía en el suelo. El sol de la tarde comenzaba a descender, tiñendo el cielo con tonalidades de naranja y púrpura que se reflejaban en las hojas de los árboles.
Zander abrió los ojos un poco malhumorado, frotándoselos con el dorso de la mano. ¡Pues claro! ¿A quién podría gustarle que lo despierten repentinamente, especialmente después de una jornada de trabajo extenuante en las minas?
- ¿Qué quieres Kendo?- murmuró Zander, su voz aún ronca por el sueño.
- Creo que ya es hora de volver a la ciudad para encontrarnos con Lord Van. Él nos espera para hablar sobre el trabajo del próximo mes.
Zander se incorporó, bostezando con ganas. La colina donde habían estado descansando era un lugar apartado, a medio camino entre las minas y la ciudad. Era un lugar tranquilo, con un paisaje agreste y un pequeño riachuelo que serpenteaba entre las rocas. Las rocas, grises y cubiertas de musgo, formaban una especie de anfiteatro natural, y la hierba, seca y amarillenta, cubría la ladera como una alfombra gastada.
- Ese viejo cree que por ser pobres, puede tenernos comiendo de su mano -gruñó Zander, mirando con desdén hacia la ciudad, visible al fondo.
- No seas tan pesimista, Zander. Lord Van, si logramos completar la misión, seremos tan ricos como él, debemos ser agradecidos por la oportunidad-
- ¡Bah! Agradecido. Yo solo quiero que nos paguen por nuestro trabajo. Y que no nos trate como si fuéramos unos perros callejeros - replicó Zander, su voz llena de amargura.
Kendo suspiró. Sabía que discutir con Zander sobre Lord Van era un ejercicio inútil. Su amigo era un hombre orgulloso, con una profunda desconfianza hacia los ricos y poderosos. Pero, a pesar de sus diferencias, ambos sabían que tenían que trabajar juntos para sobrevivir en un mundo tan cruel e inclemente.
- Bueno, no importa. Ya es tarde y debemos volver a la ciudad. Levántate y vamos -dijo Kendo, extendiendo una mano para ayudar a Zander a ponerse de pie.
Luego de terminar la conversación, ambos emprendieron viaje hacia la ciudad, el crepúsculo pintando el cielo con tonos rojizos y anaranjados. Zander, con su andar lento y arrastrando los pies, parecía sumido en sus propios pensamientos, la imagen de la colina donde habían descansado aún grabada en su mente. Kendo, con su paso ligero y constante, observaba a su amigo con un dejo de preocupación.
Nuestro complicado personaje se había conocido con el joven Kendo de una forma bastante particular e irónica. Resulta que cuando Zander abandonó su casa para ir a prepararse para el trabajo de su vida, analizaba los riesgos y los beneficios, la responsabilidad que le caía encima y las pocas opciones que tenía. Tantas cosas en su cabeza que a cualquier hombre o mujer hubieran hecho colapsar, pero él era diferente. Su mente, como un volcán en erupción, era un torbellino de pensamientos, una mezcla de incertidumbre y determinación, de miedo y esperanza. Aunque las situaciones parecieran desbordadas, él siempre salía a flote, como un corcho en un mar embravecido.
Después de unos días de deambular por ahí, buscando un destino, Zander estaba bajo un árbol, intentando tomar una decisión, su mente enfrascada en un laberinto de dudas. La sombra del árbol proyectaba un halo misterioso sobre él, como una advertencia de lo que estaba por venir. En ese preciso instante, de la nada, un total desconocido aprovechó su descuido y con un movimiento muy veloz, le arrebató el saco donde estaban sus pocas pertenencias, dejándolo atónito y con una sensación de impotencia.
-¡Ven aquí maldito desgraciado!- El grito de Zander resonó por el campo, un trueno de furia que se elevaba por encima del silbido del viento. La ira lo consumía, un fuego infernal que ardía en sus ojos y le apretaba el pecho con fuerza. La persecución, una danza salvaje entre la furia y la desesperación, se extendía sobre el terreno árido. Cada paso de Zander era un martillazo, cada respiración un rugido de venganza. ¡Que irónico!, un ladrón que fue robado por otro ladrón, un círculo vicioso de necesidad y desesperación.
La distancia se iba haciendo cada vez más corta, la sombra de Zander se extendía sobre el fugitivo como un presagio de lo que le esperaba. Zander ya se iba imaginando las cosas más crueles posibles para hacerle cuando lo agarrara, una visión grotesca alimentada por la rabia y la impotencia. Era una furia desmedida, una sed de justicia que se había convertido en una bestia salvaje.
Y finalmente, inevitablemente, el ladrón, un chico delgado y de mirada atemorizada, tropezó y cayó. Zander se abalanzó sobre él, su puño listo para descargar toda su furia.
- Te vas a arrepentir de haber tocado lo que no te pertenece- le gritó, su voz áspera y llena de odio.
El chico se encogió, temblando de miedo. Sus ojos, hundidos en sus cuencas, suplicaban por clemencia.
- Lo, lo siento, no me golpees, lo hice porque tenía hambre- balbuceó, su voz apenas un susurro.
Zander se detuvo, su mirada fría y penetrante, como un rayo que atraviesa la noche. Él sabía lo que era la necesidad y el haber pasado hambre. Había vagado por las calles sin nada, haciendo lo que fuera para sobrevivir.
- No hacía falta robarme, debías haberme pedido ayuda- dijo Zander, su voz ahora más calmada, pero aún llena de amargura.
- Es que a cada persona que le pedía ayuda me golpeaban o en el mejor de los casos, solo me ignoraban- respondió el chico, con voz quebradiza.
- Deberías de saber elegir a quien acercarte y a quien no- dijo Zander, su tono aún severo.
- Lo siento mucho, no tengo experiencia en esto- replicó el chico, con la mirada llena de culpa.
Zander, conmovido por la desesperación del chico, lo soltó. Un suspiro de alivio escapó de los labios del ladrón.
- Está bien, ya, tranquilo no te haré nada. ¿Cómo te llamas? - preguntó Zander, su tono más suave, casi paternal.
- Me llamo Kendo y ¿Tú?- respondió el chico, su voz aún temblorosa.
- Mi nombre es Zander y estoy corriendo con la misma suerte que tú- dijo Zander, una sonrisa triste se asomó en sus labios.
Zander lo ayudó a levantarse, lo sacudió un poco, le dió agua, un poco de pan que llevaba consigo y lo invitó a acompañarlo en el trabajo que tenía pendiente. En ese momento, Zander no era solo un ladrón; era un hombre que había conocido la desesperación y que ahora se enfrentaba a la difícil decisión de ayudar a alguien que, en sus circunstancias, podría haber sido él mismo.