Casamiento bajo la luna.

El anciano de los rituales aparece entre las sombras del podio, su presencia imponía respeto absoluto.

—Esta noche se celebra la unión entre nuestras tribus. Todos de pie.

Los dragones estaban formados.

Los licántropos, también.

Una a una, las novias de la raza licántropo fueron recibiendo un collar de flores silvestres. No era por adorno.

—Estas flores —dijo el anciano— sellan los aromas… para evitar el descontrol… hasta que el destino haga su trabajo en la intimidad.

A los hombres dragones, por otro lado, les hicieron beber un brebaje espeso, amargo.

Draco lo bebió de un trago, sin protestar, sintiendo el ardor bajarle por la garganta como fuego líquido.

Ese brebaje activaría su instinto… su calor. Porque los dragones solo lo sentían una vez al año, pero en estas bodas sagradas, se forzaba el ciclo.

Era ley.

Era tradición.

Pasaron horas de rituales, cantos, pactos antiguos recitados, levantamiento de las copas unos frentes a otros, separados por unos metros.

Hasta que finalmente, las novias —delicadas, cubiertas por un velo denso— fueron conducidas a las cuevas dentro de la montaña. Lugares sagrados, alejados de las miradas.

Ahí debían esperar.

A solas.

Esperar a sus esposos.

Cuando la luna estuvo más allá de la media noche y la celebración en su apogeo, la mayoria de la multitud ya borracha de vino y mentiras, Draco se levantó con paso firme al escuchar las campanadas.

Su padre lo miró a lo lejos. Draco no giró.

El calor lo estaba empezando a afectar… esa sensación molesta en la piel, el pulso acelerado, el instinto empujando a buscar… a tomar.

Pero Draco no iba con deseos de amar.

Iba con deseos de eliminar.

Iba a terminar lo que su padre le pidió.

Caminó hasta la cueva que le habían asignado.

Cálida. Iluminada con lámparas.

Y ahí estaba.

Su "esposa".

Sentada delicadamente en la cama de pieles, tan frágil, tan silenciosa… con los finos dedos entrelazados sobre su regazo. Con el rostro cubierto.

Draco entrecierra los ojos.

No había error.

Era pequeña.

Débil.

Licántropa.

Perfecta pero no para él.

Tomó un candelabro de metal pesado.

Camina lento, decidido a silenciar esa vida.

Cuando alzó el brazo, listo para descargar el golpe mortal…

Una voz.

Suave.

Dulce.

Inconfundible.

—…¿Eres tú… ? ¿que intentas hacer?

Draco se congela. ¿puede verlo? ¿por qué esa voz le suena conocida?

Su mirada se endureció. El pulso se le detuvo un segundo.

No.

Esa voz.

Esa maldita voz.

Era imposible.

Era la misma voz…

Del omega que había encontrado en la cascada. El Omega al que le robó un beso.

Del chico que había hecho tambalear su mundo por unas horas.

Bajó lentamente el candelabro, como si el peso de la sorpresa fuera más fuerte que su propia rabia.

Y en su garganta, apenas un gruñido bajo, ronco, cargado de confusión:

—…¿Tú…?

Sus ojos azules ardieron… como si, por primera vez, el destino acabara de escupirle en la cara.

—¿Chico Flamas?

Era él.

Su omega.

Y ahora su esposa.

Su maldito destino.

Louve.

Draco avanza.

El candelabro seguía en su mano, el brillo del fuego reflejándose en sus ojos azules, fríos… determinados.

La figura delicada sentada en el borde de la cama parecía tan frágil… tan pequeño… tan fácil de destruir.

Pero entonces… esa voz.

—¿Que diablos?

Draco se detuvo en seco.

Esa voz.

Se gira lentamente, dejando el candelabro a un lado… y sin pensarlo, sus dedos buscaron el borde del velo.

Lo levanta.

Y el mundo, simplemente, dejó de girar.

—Tú… —susurra, apenas con voz—. El de la cascada…

Louve parpadea, confundido, con los ojos cristalinos llenos de desconcierto.

—¿Qué…? ¿Qué haces aquí? —pregunta con el ceño fruncido. ¿Era un candelabro lo que tomó? ¿para que lo tenía?—. Este no es tu lugar… mi esposo va a llegar en cualquier momento… ¡vete!

Intentó apartarse. Quiso huir. ¿acaso quería matarlo por dejarlo de pie antes y darle la espalda?

Pero Draco ya no pensaba.

El brebaje hervía en su sangre, quemaba sus venas, aceleraba su respiración. Pero más allá del calor artificial… el verdadero incendio estaba en ese rostro.

En esos labios.

En ese aroma, que ni las flores podían ocultar.

—No —gruñe Draco, con voz ronca—. No vas a ir a ninguna parte.

De un solo movimiento, lo atrapa contra la cama, aprisionándolo de espaldas bajo su cuerpo enorme, dominante, caliente. El vestido blanco se subió hasta su trasero por el forcejeo mostrando sus piernas.

Louve forcejea más pero en vano.

—¡S-Suéltame! ¡No puedes hacer esto! ¡Mi esposo…! ¡Causarás una desgracia, maldito dragón de mierda!

—¡Tu esposo… soy yo! —susurra Draco contra su oído, ronco, salvaje.

El omega se congela.

Draco, jadeando por el calor insoportable, se deshizo del cinturón, bajó su pantalón con torpeza, dominado por un instinto primitivo que jamás había sentido.

—¿Qué?

Acomodó su cuerpo.

Mordió suavemente el cuello expuesto de Louve, como marcándolo, como advirtiéndole que ya no había vuelta atrás.

—Asi es.

Lentamente, lo invade al echar de lado su ropa interior blanca.

—¡Ahh...duele!

Profundo.

Caliente.

Perfecto.

Draco no sabe porque está tan húmedo allí atrás. ¿Será que se excitó solo de verlo?

Louve tembló, con los ojos abiertos, sin comprender cómo… cómo ese dragón de la cascada… era su esposo.

Cuando Draco estuvo completamente dentro de él, pegado a su espalda, jadeando contra su piel, susurra con una convicción brutal:

—Eres justo… la persona que estuve deseando.

Y no pensaba dejarlo ir.

Jamás.

—Suéltame… —la voz de Louve temblaba, sus lágrimas rodaban libres por sus mejillas mientras pataleaba débilmente bajo el peso brutal de aquel dragón.

Pero Draco… Draco ya no era el mismo.

Su mirada azul profunda estaba nublada, salvaje.

Su respiración era pesada, animal.

Su cuerpo ardía de deseo.

Su mente solo repetía una frase: Es mío. Es mío. ES MÍO.

—No tienes que esperar a nadie más —gruñe con esa voz ronca, cavernosa, que no parecía humana—. Yo soy tu esposo, Louve.

—¡Mentiroso! —solloza el omega, con el corazón desbocado—. ¡Tú… tú solo me quieres humillar… como un enemigo más…!

Pero el olor…

Dioses… ese aroma dulce, cálido, adictivo que escapaba de su cuerpo comenzó a llenar la cueva sin permiso.

Louve sin saberlo… había liberado sus feromonas.

Y eso fue el fin.

Los ojos de Draco brillaron como fuego puro. Su cuerpo tembló por el deseo insano que lo consumía. Su dragón interno, esa bestia primitiva y milenaria, rugía dentro de su pecho, exigiendo lo que le pertenecía.

—Mírame, Louve… —susurra contra su cuello, mientras lo mordía fuerte, marcando su piel—. No hay nadie más… sólo yo.

Desesperado, Draco sale por un momento de él, le quita el vestido, y se termina de quitar las botas la camisa y los pantalones, liberando la parte más caliente y dura de su cuerpo. Frotó con violencia y necesidad contra la entrada estrecha y temblorosa de Louve que ya había sido invadida. El Omega estaba inmóvil. ¿será que aquella mordida tenía alguna especie de sedante? Sus lágrimas caen. Quería salir corriendo y evitar una guerra pero no puede moverse.

—Voy a hacerte mío… completamente —le promete al oído.

Y entonces… lo toma por segunda vez.

Entró lento al principio… profundo… estirando aquel lugar virgen que lo apretaba de una forma deliciosa y dolorosamente dulce.

Louve grita.

Llora de miedo, de pánico, de rabia.

Pero poco a poco…

Su cuerpo empieza a traicionarlo.

Los sollozos se mezclaban con gemidos bajos, cortados, mientras su interior se adaptaba… se rendía y lo apretaba.

Mientras Draco perdía el control.

Mientras el dragón lo embestía cada vez con más fuerza, más posesivo, más necesitado de hundirse hasta lo más profundo de su pequeño omega.

—Shhh… tranquilo —ronronea Draco sobre su piel húmeda de sudor y lágrimas—. Naciste para mí… para este momento. Aceptame.

Y Louve… perdido entre sus feromonas, el calor de aquel cuerpo abrasador, y la vergonzosa sensación de placer que crecía… ya no pudo detener los gemidos dulces que escapaban de sus labios.

Estaba atrapado.

Marcado.

—¡Si...más!—gime el Omega.

Sellado por un dragón que no conocía piedad…

Ni tenía intenciones de dejarlo ir.

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