—¿Sabes nadar?—me pregunta el chico de las flamas.
—Solo un poco.
—Nosotros los dragones nadamos a muchas profundidades.
La niebla se disipaba lentamente, y el agua fluía con un sonido relajante, como si todo en el mundo se hubiera detenido por un momento.
El hombre, después de haberse sumergido en la fría agua, se había decidido a pescar. De alguna manera, la idea de una pesca de salmón me pareció lo más sencillo, algo que no solía hacer en mi manada porque no nos gusta mucho el agua. Siempre se esperaba que los lobos cazaran presas vivas, pero ahí estaba Dracon, dominando el agua con su fuerza. No pude evitar quedarme observando su destreza mientras se movía por la orilla, con sus brazos fuertes y esos músculos definidos que se marcaban cada vez que el sol tocaba su piel.
Y, bueno, no puedo negar que también observé su... virilidad. Estaba demasiado cerca de mí y, por un instante, mi mente dejó de centrarse en la pesca y comenzó a hacer comparaciones que no quería hacer. Su ropa interior se ajustaba de manera... sorprendente, y me sentí torpe al notar cómo mi cuerpo reaccionaba a esa visión. Nunca había comparado mi cuerpo con el de otro hombre, pero el tamaño de Dracon me dejó en shock.
No pude evitar morderme el labio inferior, y, como un buen tonto, traté de desviar la mirada. Siempre me había sentido algo menos en mi manada, los lobos tienden a ser... más grandes, o al menos, se espera que lo sean. Pero ahora, viendo a Dracon, me sentí aún más pequeño, como si no pudiera competir.
Sacudí la cabeza rápidamente, tratando de desechar esos pensamientos estúpidos. Lo último que necesitaba era pensar en eso. Había otras cosas de las que preocuparme, como el hecho de que ambos estábamos metidos en esta situación absurda, pero aún así, sentía una especie de peso en mi pecho.
El fuego crepitaba alegremente entre nosotros, calentando el aire fresco de la noche y calentando nuestros cuerpos. La cena ya estaba lista, el pescado se cocinaba lentamente sobre las brasas, y el aroma del salmón asado llenaba el aire, mezclándose con el aroma del alcohol.
Aún no podía sacar de mi cabeza la figura de ese chico dragón. Su cuerpo cubierto de escamas, su mirada intensa, esos ojos tan fríos y claros como el hielo, me seguían acechando. Aunque lo veía como un rival de una raza poderosa, no podía dejar de sentir una extraña fascinación hacia él. El calor del alcohol en mi sangre me hizo sentir más relajado, y finalmente, me armé de valor para preguntar lo que había estado pensando todo este tiempo.
—Oye, chico flamas —le dije mientras le pasaba la botella de licor—, ¿cómo te llamas?
Él me miró por un segundo, los ojos chispeando con una mezcla de sorpresa y diversión, pero en lugar de darme una respuesta directa, me sonrió de lado.
—¿Chico flamas? —pregunta con una risa baja—. Bueno, supongo que eso me viene bien. Pero no te preocupes por mi nombre, no es importante. Lo que importa es lo que soy, ¿no? Soy un buen escucha y un buen pescador.
Me sentí un poco incómodo. ¿Qué quería decir con eso? Pero no insistí. Si él no quería compartir su nombre, ¿qué más podía hacer?
Decidí cambiar de tema para no quedarme atrapado en esa incomodidad.
—Bueno, chico flamas,—empecé con tono burlón,—¿qué hacías antes de ser un chico flamas? ¿Alguna vez luchaste contra otros dragones?
Su sonrisa se amplió, y pude ver una chispa de emoción en sus ojos. Algo en su mirada cambió. Había tocado una fibra sensible.
—Luché —responde, con su voz grave y profunda, pero con una mezcla de nostalgia—. Cuando era joven, mi tribu me enviaba a los volcanes para probar mi fuerza. Había clanes de dragones que vivían en las grietas de la tierra, en las zonas más cálidas y volcánicas. Esos clanes eran conocidos por su brutalidad. Peleábamos por territorio, por recursos... y, claro, por honor.
Hizo una pausa, como si reviviera esos momentos en su mente, y por un segundo, pude ver el cambio en su expresión. Había algo en sus ojos que era casi sombrío, como si esas batallas le hubieran dejado cicatrices más profundas de lo que quería admitir.
—Es increíble.
—Recuerdo una vez que luché en el Cráter de Fuego. Un grupo de dragones del clan Inferno me atacó. Tenían una técnica especial: lanzaban lava desde sus bocas, como si el propio volcán fuera su aliado. No sabes lo difícil que es enfrentarse a algo así. Pero al final, logré derribar a su líder con una gran llamarada de fuego. El aire se llenó de humo y cenizas. Fue... épico.
Me quedé en silencio, escuchando sus palabras. La forma en que hablaba, cómo su voz se volvía más fuerte mientras contaba sus historias, me dejó asombrado. Sus labios carnosos se veían apetecibles ¿Cómo podía alguien tan joven para un dragón haber vivido tantas batallas?
—Y otra vez, en las Montañas de Escarlata, tuve que enfrentarme a un dragón de la raza Obsidiana. Este tipo era enorme, con escamas negras que reflejaban la luz como espejos. Cada golpe que nos dábamos hacía que la tierra temblara. Pero lo que más me impresionó fue su habilidad para manipular las sombras. Era como si pudiera fundirse con la oscuridad. Fue un enfrentamiento... extraño. Nunca antes había tenido que luchar contra algo así.
—Eso de seguro que fue épico.
Sentí una mezcla de admiración y temor por él. Este chico, al que había visto como solo un extraño, tenía una vida llena de historias que harían temblar a cualquier guerrero. Pero, por alguna razón, no podía evitar sentir que esas historias, esas batallas, lo habían dejado con algo más que solo cicatrices físicas.
Decidí preguntar algo que llevaba rondando mi cabeza.
—¿No te da miedo todo eso? Esas batallas... esas criaturas. Peleas por el honor y el territorio, ¿y luego qué? ¿Vuelves a tu tribu y todo sigue igual?
Él me miró por un segundo, como si analizara la pregunta. Luego, soltó una risa baja y algo amarga.
—No, chico aullido. No siempre es así. Después de las batallas, la vida no vuelve a ser igual. El honor, el territorio... todo eso se olvida rápidamente cuando ves la verdadera cara de la guerra. Pero los dragones, mi tribu... esperan mucho de mí. Soy el hijo del líder, el futuro de la raza. Todos dependen de mi descendencia. Mi sangre, mi fuerza, todo eso tiene que ser transferido a los siguientes, para asegurar que nuestra especie siga siendo tan poderosa como siempre. Y por eso, me obligan a casarme. No hay opciones, no hay escapatoria.
Me quedé callado. Sabía exactamente cómo se sentía. Mis propios padres querían lo mismo para mí, pero mi tribu no esperaba tanto de mí como lo hacía la suya. Él era el futuro de su raza, y yo solo era un Omega atrapado en una tradición que no entendía del todo.
—No quiero casarme con alguien que no conozco. Quiero tener algo más que una simple unión por deber. Pero, ¿qué puedo hacer? Ellos no me dan otra opción. Tengo que continuar con lo que esperan de mí, aunque no quiera.
El silencio se hizo pesado entre nosotros, interrumpido solo por el crujir del fuego y el sonido del agua cayendo en el río cercano.
Finalmente, cambiamos de tema. Ya no hablábamos de nuestras tribus o del futuro. Comimos el pescado, bebimos un poco más, y antes de que nos diéramos cuenta, la noche había caído completamente. Nos levantamos y comenzamos a prepararnos para irnos.
El chico flamas sonrió y me dio una palmada en la espalda.
—Nos vemos tal vez en un futuro, chico aullido —dijo, con su tono ligero y algo burlón.
—Nos vemos, chico flamas —respondí, sonriendo también.
Con una última mirada al fuego, me alejé en la dirección que me llevaría al campamento central, sin saber qué me depararía el futuro. Pero algo había cambiado entre nosotros. Aunque era un extraño, sentí que, por un breve momento, habíamos compartido algo más que una simple bebida. Algo que ni nuestras tribus, ni nuestros destinos, podían definir. En ese momento escuché una voz detrás de mi.
—Espera...si vas al campamento...te puedo llevar.
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