CAPÍTULO CUATRO

07 del Mes de Maerythys, Diosa del Agua

Día del Olvido, Ciclo III

Año del Fénix Dorado 113 del Imperio de Valtheria

CATHANNA

—Iremos con tu tía Drícela.

—¿Con esa bruja malvada? —solté sin pudor, rodando los ojos—. Ya sabía que algo tenías en mente para que viniera contigo.

—No hables así de tu tía. Ella te quiere mucho.

—¿Quererme? —bufé, cruzándome de brazos—. Madre, esa mujer literalmente quiere que su hija sea una copia de mí. ¡Tienes que verlo! No me parece justo eso. Sé que soy… perfecta, pero no quiero tener una imitación de mí en Valtheria.

—Ni una palabra más. Vamos a ir, le darás la mejor sonrisa que tienes y te comportarás como te he enseñado todo este tiempo: como una señorita educada. Sin reproches, nada de cosas extrañas… Ya sabes a lo que me refiero. —Me señaló con uno de sus dedos, entrecerrando los ojos—. ¿Entendido, Cathanna D’Allessandre?

—Tampoco fue para tanto. —Desvié la mirada.

—Incendiaste su cabello. ¿Eso no es tanto para ti?

—¡Fue un accidente! —Me justifiqué, aunque quería soltar una carcajada cuando el recuerdo aterrizó en mi mente—. Además, solo a ella se le ocurre poner una vela ahí. Fue su culpa, no mía, madre.

—Cathanna… —Su mirada fría fue suficiente para que apretara los labios con fuerza, rodando los ojos otra vez.

—Ya, madre. Bien. Nada de cosas raras. —Levanté ambas manos en son de paz—. Lo juro por todos los dioses.

La tarde llegó y, con ella, mi llegada a la casa de la tía Drícela, una mujer gorda de mirada rígida que vivía justo en el centro de la ciudad. Su casa de piedra de dos pisos estaba adornada con flores en cada pared, pero nada de eso la hacía acogedora a mis ojos. Bajé del carruaje con fastidio. Odiaba venir aquí. Mi tía era la mujer más malvada que había conocido, y sus gatos… esos condenados animales salvajes parecían querer devorarme con la mirada cada vez que ponía un pie en su territorio. También los odiaba con mi vida.

Entramos cuando las puertas fueron abiertas desde adentro por absolutamente nadie. Las escaleras eran circulares, de metal, frías y poco cómodas para subir. Cuando finalmente alcanzamos la planta superior, una sensación de incomodidad me invadió todo el cuerpo. Los gatos estaban por todas partes. Nueve en total, todos observándome con esa misma mirada inescrutable y poco amigable que me hacía estremecer. Volví a rodar los ojos, acomodando mi bolso en mi brazo, donde solo tenía varias monedas y brillos labiales.

—Madre —comencé, poniéndome detrás de ella—. Esos gatos otra vez. Siento que en cualquier momento se lanzarán sobre mí para devorar mi hermoso rostro. No creo que quieras eso para mí.

Mi madre me miró molesta.

—Son simples gatos, Cathanna, por los dioses —dijo con un tono duro, tomándome del brazo para ponerme a su lado—. Compórtate como una señorita. No estamos aquí para que llames la atención. ¿Lo entiendes? Siempre con tus cosas raras.

—Solo hago eso, comportarme cómo una niña buena, madre —respondí con sarcasmo, mirando a todas partes menos a esos gatos.

Mi tía Drícela llegó con nosotras y nos indicó que nos sentáramos en ese feo sofá, donde segundos antes habían estado sus gatos. Llevé una mano a mi boca, disimulada, tratando de impedir que el vómito saliera. Respiré hondo y me senté, bastante incómoda. No entendía como esa bendita mujer no era capaz de cambiarlos por unos nuevos y acordes a la época.  Miré los cuadros grandes y poco estéticos en las paredes. Además de ser una mujer malvada, tenía pésimos gustos decorativos. Sí que necesitaba ayuda urgentemente.

—¿Y dónde se encuentra tu hijo, Drícela? —Mi madre rompió el silencio, acomodando sus piernas con ese gesto elegante que yo debía imitar de inmediato—. Pensé en traer a Cedrix para que jugara con él. Pero mi niño se enfermó de una manera horrible desde ayer.

—Está en la escuela primaria —respondió con ese tono que me hacía estremecer, sonriendo—. Es un chico muy juicioso. Me hace sentir muy orgullosa. Y Amy está en su habitación, como siempre. Es una chica muy rara. No entiendo por qué no quiere hablar conmigo.

En eso tenía muchísima razón. Mi primo, Steve, era la persona más inteligente que había conocido en mis diecinueve años de vida. Una vez redactó un libro completo de más de mil páginas. Amy, por otro lado, me caía bien, aunque no teníamos personalidades parecidas. Ella era espontánea, alegre y sus comentarios, si bien, no eran algo que yo pudiera decir, me divertían de vez en cuando.

—Ya sabes como son los jóvenes de hoy en día —dijo mi madre, viéndome—. Siempre tan rebeldes. Se encierran en su propio mundo y no hay ser capaz de sacarlos de ahí. Me parece muy terrible.

—Es porque ya no se les pone mano dura. Crearon personalidades tan frágiles como el cristal. Ya no se les puede decir nada sin que empiecen a llorar. —Negó con la cabeza—. Por cierto, querida, ¿qué novedades tienes sobre lo que ya sabes?

Fruncí el ceño.

—Mi marido me dice que están haciendo tratados y que posiblemente las cosas tomen otro rumbo, aunque no estaría muy segura. No después del ataque que hicieron a Nueva sangre. —Le dio un sorbo a la taza de café que una de las empleadas de servicio había traído para nosotras—. Nuestro emperador es muy vengativo. No creo que quede impune aquel ataque. Solo espero que nada malo pase.

—Pero realizar uno hacia ese imperio sería iniciar una guerra —agregó mi tía, dando igualmente un sorbo a su taza—. Aunque tampoco es como que debamos preocuparnos. Nuestro imperio nunca ha perdido ninguna guerra. Valtheria es muy fuerte en ese aspecto.

Sabía que una ciudad de la provincia de Varethent había sido atacada hace pocas semanas, pero desconocía cuál en específico hasta ahora. Afortunadamente, no muchos resultaron heridos. Sin embargo, no significaba que las personas que vivían ahí estuvieran contentas. La furia que tenían era tanta que, según el periódico, ellos habían enviado muchas cartas al castillo para que respondieran al ataque.

—Las guerras nunca traen nada bueno para las personas. —Me atreví a decir, mirando la taza de café en mis manos. Sentí la mirada de ambas posarse en mí como cuchillos—. Es mucha sangre derramada sin ningún sentido. Que estemos en el centro del imperio no debería hacernos menos sensibles a quienes no están tan a salvo.

—¿Y qué sabes tú de las guerras? —preguntó mi madre, con desdén en la voz, dejando la taza en la mesa de cristal—. Hasta donde sé, casi nunca lees de política, y cuando lo haces es porque tu padre te obliga. Por gusto, lo único que hojeas son historias de dragones. Y aunque te tragaras todos los libros sobre el imperio, no tendrías idea de lo que realmente se esconde detrás de una guerra, hija.

—No necesito leer sobre guerras para saber lo que traen consigo, madre —repliqué, intentando mantener mi voz serena, sin levantar la vista—. Solo traen muerte, hambre y destrucción a ambos territorios. Y no me subestimes mucho; mi padre me ha enseñado muy bien sobre la política, batallas y las guerras. Sé muchas cosas.

Mi madre suspiró de manera dramática, negando con la cabeza, como si hablara con una niña caprichosa que no sabía ni la mitad de las cosas que posiblemente ella sí. Además de odiar que yo tuviera autonomía para elegir, ella odiaba cuando me expresaba de aquella manera. Básicamente, odiaba todo de mí, aunque no lo dijera.

—Las guerras son inevitables, Cathanna, ¿lo entiendes? —Su tono salió demasiado seco, como si la paciencia se le estuviera agotando—. No se trata solo de espadas y sangre, como puede que lo estés creyendo en este momento, sino de poder, de supervivencia. De algo mucho más grande que nosotras. Crees que es simple porque nunca has tenido que tomar decisiones difíciles para lograr algo.

—¿Difícil? —solté una risa amarga, muy baja, para que no me escucharan—. Lo difícil es ser la persona que sufre las consecuencias sin haber tenido voz en ellas. No se puede simplemente permitir guerras solo por poder, sin pensar en todas las vidas que se perderán en ella. Además, no se puede estar seguras de que Valtheria vencerá.

—Estás hablando como alguien que no entiende su lugar, hija.

Rodé los ojos por milésima vez. Mi madre siempre volvía a eso. Respiré hondo, tragándome la respuesta que realmente quería darle. Porque no importaba lo que dijera, siempre sería vista como la niña que no entendía el mundo. Pero lo entendía mejor de lo que creía. No era solo una “princesa”. Era una persona que sabía muchas cosas, aunque no fuera apasionada por comerme libros enteros como otros.

—Y ¿cómo van las cosas con el pretendiente de tu hija, Anne? —preguntó mi tía, cambiando rápido de tema, mirándome sería.

—Oh, Drícela, déjame decirte que la persona que escogimos para ella es verdaderamente encantadora —respondió con emoción, con una sonrisa orgullosa en los labios, mirándome de reojo—. Es un hombre muy apuesto, y estoy segura de que sus hijos heredarán tanto la belleza de mi Cathanna como la de él. Es el tipo de hombre que muchas desearían. Definitivamente, mi hija se llevó el primer lugar.

Sentí mi estómago revolverse.

—Eres una afortunada, hermana. Tu hija tendrá una vida digna. —Sonrió, con una expresión tan falsa como sus palabras—. ¿Cuándo piensas casarla? Ya sabes lo que decía nuestra difunta madre: “entre más rápido, mejor”. No queremos que eso suceda. ¿Ya le ha propuesto matrimonio públicamente?

—Eso es lo de menos, Drícela —habló, sin dejar de sonreír—. Ya estamos planeando todo para que salga de la mejor forma posible.

Drícela dejó su taza de café en la mesa de cristal con un leve golpeteo, suspirando con fingida resignación. La miré un poquito mal. Esa mujer era tan fingida como la elegancia que creía tener.

—Qué suerte tienes, Annelisa. —Se removió en su asiento—. Estuve pensando en casar a Amy, pero es una rebelde sin oficio. No sabe ni lavar un plato, no quiero ni imaginar qué hará cuando se case. Los hombres se aburren de las mujeres que no son serviciales con ellos. No se que hare con esa niña. Me saca de quicio.

—Los hombres también pueden ser serviciales —agregué, dejando que mi espalda tocara el sofá, tratando de no hacer movimientos bruscos—. No es algo demasiado difícil de hacer.

Mi tía Drícela soltó una risa suave, como si mi comentario fuera el más ingenuo que había escuchado en mucho tiempo.

—Lo son —dijo, con la seguridad de alguien que creía conocer todas las reglas del mundo—. Llevando el dinero a casa todos los días, comprando el pan para alimentarnos, los vestidos que usamos, los zapatos, las joyas de oro que brillan como el sol. —Sonrió, tomando mi mano—. Ese es el trabajo de un hombre: proveer. Y nosotras, las mujeres, debemos complacerlos en todo lo que piden. Si quieren que cocinemos, lo hacemos. Si quieren que callemos, callamos. Porque ese es nuestro deber: ser complacientes siempre. ¿Comprendes, niña?

—Lo entiendo —dije con resignación—. Sé que mi papel ante la sociedad es ser la esposa perfecta y la madre que adora a sus hijos.

Ella rió, satisfecha con mi respuesta.

—Hablando de hijos… —Volvió a acomodarse en su sitio, recorriéndome con la mirada—.  ¿Cuántos les darás al joven?

Mi madre siempre me había dicho que los hijos eran un regalo que los dioses nos mandaban por ser buenas con nuestros maridos. Nunca le tuve miedo a la maternidad. De hecho, lo anhelaba mucho, pero no me veía teniendo hijos solo por una obligación. Solo… no.

—No es algo que pueda decir en este momento, tía —respondí, muy incómoda—. Considero que ese es un tema para tratar entre mi marido y yo cuando llegue el momento preciso.

—Mi Cathanna, desde el momento en que te cases, debes hacer lo posible por quedar embarazada. No importa nada más —continuó Drícela, con ese tono condescendiente que me hacía rechinar los dientes—. La fertilidad de una mujer es como una vela en medio de una tempestad; en cualquier momento puede apagarse. Y entre más rápido le des hijos a tu marido, más aseguras tu lugar en su casa.

Hablaba con la certeza de alguien que veía la maternidad no como una elección, sino como un deber que sí o sí debíamos cumplir todas las mujeres. Como si mi único propósito en la vida fuera el de traer hijos al mundo, como si mi valor dependiera únicamente de eso.

Asentí.

—Lo sé, tía. —Le di la más grande de mis sonrisas—. Y créeme que tendré tantos hijos como sea posible.

Ellas siguieron hablando de cosas a las que hice oídos sordos y me escabullí hacia el piso de abajo, que era más siniestro que estar arriba con esos gatos rondando de un lado al otro. Caminé hacia el pasillo que apenas estaba iluminado por unas velas casi derretidas. Había una puerta al final que nunca pude abrir a pesar de tener tanta curiosidad por saber lo que había ahí dentro: un cadáver en descomposición, hechizado para que no dejara escapar ningún mal olor, una persona secuestrada, o solo licor, pues mi tía era una bebedora empedernida. No entendía cómo un humano era capaz de meter tanto licor a un cuerpo sin morirse de una sobredosis.

—¿Qué haces aquí?

Aquella voz me hizo saltar sobre mi lugar. Llevé mi mano a mi pecho mientras me giraba para encontrarme con la señora del aseo. Era un duende. Sus orejas puntiagudas eran largas y de un tono verdoso, al igual que su viscosa piel. Nunca sonreía. Ni por error.

—Me asustó, señora Bruce.

—Me alegra que mi presencia sea lo suficientemente aterradora, señorita D'Allessandre. —Empezaba a creer que había puesto pegamento en su rostro para tener la misma expresión siempre—. Esa puerta no es para visitas. Usted ya lo sabe muy bien.

—¿Qué hay detrás? —pregunté con curiosidad.

—No es algo de su incumbencia, señorita D'Allessandre.

—¿Por qué tanto misterio con una puerta? No es como que sea un cuarto de tortura, ¿o sí? Con mi tía podría esperar cualquier cosa.

—No es algo de su incumbencia, señorita D'Allessandre —repitió lentamente, sin dejar de mirarme—. Vuelva arriba, con su madre, ya mismo. Ella querrá más de su presencia que lo que se encuentra detrás de la puerta, señorita D'Allessandre.

Asentí rápidamente.

—La chica del palacio de los malditos está aquí.

Llevé la mirada a la escalera, donde mi prima Amy se encontraba, recostada en la pared con aires de despreocupación. Negué con la cabeza, yendo en su dirección. No me gustaba para nada que ella llamara de esa forma al palacio de Valtheria, puesto a que eso se decía entre ciudadanos rebeldes del imperio, y que tenía una pena de hasta cuarenta años en una cárcel de máxima seguridad.

—¿Nunca dejarás de decirle así?

—Nunca, primis. —Se burló, llevando un mechón de su cabello castaño detrás de la oreja—. Tu madre te quiere arriba ya mismo.

—Mi madre es una mujer demasiado intensa —dije, subiendo las escaleras, casi arrastrando los pies—. Solo quiere hablar de maridos. —Respiré pesado, y formé una sonrisa al llegar al piso de arriba—. Quería tomar un respiro, madre. —Me senté, con Amy a mi lado, quien solo se dejó caer como si fuera un hombre.

—Tía Annelisa —empezó Amy, acomodándose en la silla—. ¿Puedo salir con Cathanna? Será solo un rato, y no iremos muy lejos.

—¿Salir con Cathanna? —Mi madre arqueó una ceja, dejando la taza de café que estaba llena nuevamente a medio camino de sus labios—. ¿Para qué quieres tu salir con ella? No tienes una buena reputación, y Cathanna debe cuidar de la suya a como dé lugar.

—No es como que fuera una vendedora de órganos —dijo Amy, acomodándose los lentes sobre su nariz—. No haremos nada malo. Solo compraremos cosas de mujeres jóvenes, como vestidos. Esas cosas que se usan en esta época. Ya sabes, para estar a la moda.

Mi madre soltó una risa baja, mientras mi tía negaba con la cabeza y yo abría los ojos de sorpresa, ya que Amy no era precisamente una mujer interesada en la moda, como yo. Se vestía con ropas anchas, de colores que me resultaban espantosos, pero guardé silencio, llevando la mirada a mi madre, que la escaneó de arriba abajo como si dudara. Al final suspiró con pesadez y desvió la vista hacia mi tía, que se encogió de hombros antes de darle un sorbo fuerte a su café.

Amy me sonrió y, sin darme tiempo a reaccionar, me tomó del brazo y me arrastró hacia el primer piso. No me negaría a salir; quería comprar vestidos, a pesar de tener mi closet tan lleno que no recordaba cuáles eran los que tenía ahí dentro.

Pensé que subiríamos al carruaje, pero Amy lo esquivó rápido y seguimos en otra dirección, con dos guardias siguiéndonos de manera disimulada. Yo casi no salía del castillo, por una simple razón: lo tenía casi prohibido, a menos que saliera con alguno de mis familiares, con un pelotón detrás que nos limitaba muchas cosas. Solo deseaba conocer una cafetería común, no esas extravagantes a las que ya estaba acostumbrada y amaba. Pero que las amara no significaba que no estuviera aburrida de recurrir únicamente a ellas.

—¿A dónde vamos, Amy? —pregunté, mirando todo con curiosidad. De vez en cuando, mis ojos se encontraban con los de algunas personas que me observaban como si fuera algo de otro mundo, y no sabía cómo sentirme al respecto—. Llevamos varios minutos caminando. Por si no recuerdas, tengo tacones. —Levanté un poco mi vestido, dejando ver mis zapatos claros—. Me duelen los pies.

—Mantén la calma —dijo, sin soltar mi mano. Elevó un brazo, señalando con el dedo una tienda llena de vestidos hermosos—. Vamos a ese lugar. Solo miraremos uno que otro. Es mejor que estar encerrada con mi madre y tu madre hablándote del matrimonio, ¿no lo crees, primis? Estoy siendo muy amable hoy. —Sonrió, y yo asentí.

Llegamos a la tienda y una mujer bien vestida se nos acercó enseguida. Hizo una reverencia, luego miró a Amy de una manera despectiva y a mí me dedicó una sonrisa cortés. Curvé una ceja, relajando mis brazos. Las apariencias sí que hacían una diferencia enorme entre dos personas, y para cuando quise ponerle frente a la mujer, Amy ya se encontraba inclinada sobre uno de los vestidos, mirándolo con curiosidad, y por un instante, me imaginé lo hermosa que se vería con el puesto. Sin embargo, sabía que no le gustaban, y aunque quisiera comprárselo, lo rechazaría sin pensarlo dos veces.

Torcí los labios y llevé la mano a un vestido largo, de un tono pastel que me resultó muy encantador. Había varios vestidos así, y muchos otros que iban por encima de las rodillas a los que ni siquiera me acercaría, pues no me sentiría a gusto con ninguno de ellos, aunque debía admitir que tenían un diseño más que hermoso.

Le indiqué a la mujer que me apartara ese vestido de inmediato y luego recorrí el lugar, hasta que mis ojos se detuvieron en varios pares de zapatos. Entrecerré los ojos, encantada con lo que veía. Tomé unos y se los mostré a Amy, quien ladeó la cabeza, como si analizara cada detalle, y después asintió con una sonrisa pequeña.

Se los pasé a la mujer, junto con otros cuantos que eran igual de brillantes, como los cristales, y con el sol que hacía, se veían deslumbrantes. Sabía que estaba siendo consumista, pero también sabía que la vida era para aprovecharla, al igual que el dinero que me daban todo el tiempo. Me llevé un dedo a la boca, mordiéndome levemente la uña de un largo normal, y entonces tomé el vestido que Amy había estado mirando minutos antes y se lo entregué a la mujer.

—En total son ciento cuarenta pesos en oro, señorita —dijo la mujer de la caja registradora, con una sonrisa, mientras otra dejaba las bolsas con lo que había comprado a un lado de ella.

—¿En serio? Pensé que sería mucho más caro —respondí mientras abría mi bolso. Removí entre mis cosas hasta sacar una bolsa con monedas Valtherianas en oro, grabadas con el emblema de la Reina Roja, la primera embarcación en pisar estas tierras hacía muchísimos años—. Muy amable de su parte —añadí con una sonrisa, pasándole la bolsa en la que había más de doscientas monedas. No me pondría a contarlas: me parecía de mal gusto hacerlo.

Mi mirada se dirigió rápido hacia afuera de la tienda, donde reinaba un gran escándalo que me hizo fruncir el ceño, pero le resté importancia, haciendo una seña a los guardias para que entraran y recogieran cada una de las bolsas. Ellos se miraron con asombro, pero enseguida comenzaron a cargarlas en sus manos.

Las mujeres me observaron más tiempo del necesario, quizá reconociendo mi linaje, pues el uniforme de los guardias llevaba en el pecho el emblema de mi familia, demasiado visible como para pasar desapercibido. Les regalé nuevamente una sonrisa y tomé el brazo de Amy para sacarla de la tienda. Ella me miraba con los ojos en grande.

—¿De verdad te compraste tantas cosas como si nada? —Llevó la mirada por arriba de sus hombros, mirando a los guardias—. ¿No te parece que te excediste cuando ya tienes muchas cosas, Cathanna?

—No es para tanto, Amy —dije mientras acomodaba la falda de mi vestido—. Además, todo eso no es solo para mí. Sé que odias los vestidos, pero te compré varias cositas que, estoy segura, se te verían increíbles. —Sonreí de forma pícara, dándole un pequeño empujón.

—Estás loca si crees que voy a aceptar esas cosas.

—No seas aburrida, Amy.

—Amo parecer hombre. Estoy muy bien así.

Rodé los ojos, sin intención de discutir más sobre el asunto. Sabía que no se los pondría, pero al menos quería que los tuviera en su cuarto, por si algún día se daba la oportunidad. La miré de reojo, notando cómo su pequeña nariz se fruncía por culpa del polvo. No era demasiado, pero ella era tan enfermiza que cualquier cosa podía postrarla en su cama durante varias semanas.

De pronto sentí un golpe fuerte que casi me hizo caer, aunque gracias a Amy logré mantener el equilibrio, porque me había tomado del brazo con fuerza. Aquella persona ni siquiera tuvo la decencia de detenerse a pedirme perdón. Lo miré correr detrás de alguien, como si su vida dependiera de ello. ¿Qué les sucede a las personas de aquí?

—Los cazadores se creen los dueños del imperio —dijo Amy, soltándome despacio—. Les enseñan de todo menos a pedir disculpas.

En cuanto asentí con la cabeza, percibí un fuerte olor a jazmín mezclado con naranja y otros olores que no supe reconocer. Fruncí el ceño de inmediato, escaneando el lugar con la mirada. Dos niñas jugaban a la cuerda despreocupadas, una pareja discutía bajo un árbol y, en una banca cercana, una mujer leía el periódico con absoluta tranquilidad. Nadie más parecía percatarse de aquel aroma invasivo.

—¿Hueles eso, Amy? —Arrugué la nariz.

—¿Qué cosa? —Me miró, con un gesto de confusión.

—Un olor demasiado fuerte. A muchas cosas juntas.

—No huelo nada, primis. Tal vez es solo tu imaginación.

Fruncí el ceño otra vez, alejándome unos pasos de ella. No estaba segura de que fuera solo mi imaginación, ya que ese olor era demasiado fuerte, como para haber nacido en mi cabeza. Observé a mi alrededor una vez más en busca del origen de aquel aroma perturbador: la gente iba y venía, las niñas seguían jugando, la pareja discutiendo, y la mujer del periódico no había cambiado de postura.

Entonces sentí una mirada clavarse en mi cuerpo y el corazón saltó de golpe en mi pecho. Me giré lentamente y, en la esquina más oscura de todo ese bendito lugar, había una silueta femenina cubierta de pies a cabezas con un vestido negro que se mecía con el viento.

—Dioses —susurré sin apartar la mirada.

—¿Qué sucede?

—Solo… caminemos rápido.

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Comments

Rubí Jane

Rubí Jane

las mujeres no nacimos para parir 😭

2025-10-09

0

Rubí Jane

Rubí Jane

eso mami, calla a esas mujeres

2025-10-09

0

Rubí Jane

Rubí Jane

anne cállate mil años

2025-10-09

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