CAPITULO UNO

01 del Mes de Maerythys, Diosa del Agua

Día de Lluvia, Ciclo III

Año del Fénix Dorado 113 del Imperio de Valtheria

CATHANNA

Cuando vendieron mi cuerpo, no derramé ni una sola lágrima, no pataleé, ni hice el más mínimo reclamo, porque sabía, desde el momento en el que tomé conciencia, que mi alma sería comprada con muchísimo oro. Solo me pregunté cuántas partes de mi cuerpo aguantarían los golpes violentos que él me daría cuando me atreviera a desobedecer su mandato. Así como mi padre con mi santísima madre. Mi abuelo con mi abuela y mis tíos con sus esposas.

¿Por qué habría de idealizar mi destino de otra manera, si al final me casaría con un hombre de este imperio, criado bajo las mismas tradiciones que históricamente habían ocasionado la muerte de muchas mujeres Valtherianas como si fuera algo demasiado normal?

En mi familia —y en la mayoría de este imperio— el amor nunca era una opción viable. Eran solo órdenes y obediencia sin decir ni una palabra audible. Sin embargo, yo no ambicionaba solo eso. Anhelaba ese amor sincero. Ese que me protegería de todo lo malo que el mundo me estuviera guardando, con tal de no ver nunca mis lágrimas de dolor.

Pero sería una necia completa si creyera que allá afuera existiría alguien capaz de amarme de verdad, con intensidad, sin hacerme daño. Pero lo sabía: nadie me amaría cómo yo quería que lo hicieran. Y eso me hacía querer meterme un hoyo sin escuchar a nadie.

—La familia de Orpheus me ha informado que desean consagrar el matrimonio entre nuestras casas en el Templo de los Dioses —comunicó mi madre, con una ligera sonrisa que dejaban ver sus peculiares hoyuelos en forma de corazón—, en el próximo Maerythys. Me parece una idea espectacular, de hecho. Tendremos tiempo para planear la ceremonia y que salga todo perfecto.

—¿De verdad crees prudente esperar un año para el matrimonio, Annelisa? —examinó mi tía Dalia, mientras se acomodaba un mechón de su cabello rubio detrás de la oreja—. Es mucho tiempo, especialmente considerando que en nuestra familia ninguna mujer se ha casado después de los diecinueve. Cathanna está a meses de cumplir veinte años. Si se casa hasta entonces, estaría rompiendo una tradición que ha perdurado por muchas eras.

—Ya hablé con mi señor esposo sobre eso, Dalia. No ha puesto ningún problema, como pensaba que lo haría por la petición de ellos —respondió mi madre con una sonrisa que no le llegaba a los ojos—. Los Daverin insisten en que sus hijos se casen en Maerythys. No puedo ir en contra cuando ya dieron la ofrenda de oro por Cathanna.

—Sigo pensando que es una muy mala idea —expresó Dalia nuevamente, negando de un lado al otro con la cabeza—. ¿Qué opinarán nuestros antepasados sobre esto? Es una locura romper nuestra tradición, solo por lo que ellos quieran, Annelisa.

—Dalia, realmente lo importante es asegurarnos de que Cathanna sea fértil para cuando esté casada —dijo, trayendo su mirada hacia mí, como si tratara de escanearme. Por último, su mirada terminó en mi vientre plano, tal vez imaginándome con su bendito nieto dentro—. Su lindo cuerpo no puede negarle hijos a su marido. Nunca en la vida. Eso sí sería una deshonra para nuestra familia y para nuestros ancestros. No creo que romper la tradición, aunque sea una sola vez, vaya a despertar la furia de los difuntos.

Solté un suspiro disimulado, sin levantar la mirada al escucharla decir eso. Estaba más que acostumbrada a esas frases tan llenas de condescendencia, pues en cada conversación que teníamos en privado me repetía una y otra vez que debía rogar a la Diosa de la vida y la fertilidad: Janesys, para que me brindara muchos hijos.

Sin embargo, por alguna extraña razón... la incomodidad se apoderó de mí cuando esas palabras se acomodaron en mi cabeza, como si no estuviera bien que ella hablara de esa manera para referirse a su hija, a quien debería respetar y valorar hasta la muerte.

—¿Se imaginan que nuestra tan querida Cathanna no pueda dar ni un solo hijo a su marido? —agregó Abigaíl, mi prima, con ese tono burlón que siempre usaba cuando se trataba de mí, acariciando su abultado vientre a punto de reventar—. Apuesto a que ese hombre la botaría de la casa del, tal cual basura a la calle. Sería muy chistoso.

—Me imagino la noticia en los periódicos de todo el imperio: “la tan hermosa Cathanna D’Allessandre, no sirve para parir herederos” —sumó Celeste, su hermana, con el mismo tono, elevando las manos de manera dramática—. Seríamos la burla de todo Valtheria. Cathanna terminaría sin ni un peso. Qué vergüenza eso, prima.

—¿“Su casa”, fue lo que dijiste, prima? —examiné, sintiendo el enojo crecer dentro de mi cuerpo. Relamí mis labios, acomodándome en la silla, con la mirada puesta en ella.

El resto de lo que dijo se volvió un ruido de fondo, insignificante para mí. Igual que la forma en que acariciaba su vientre con aires de grandeza, como si ese niño en su cuerpo fuera otro accesorio de lujo, uno más en su desfile de arrogancia, diseñado solo para hacerme sentir miserable. Pero eso de que la casa era solo de él, sí que me encendió la sangre instantáneamente.

Me dieron ganas de romperle la cara a golpes hasta que quedara irreconocible. No me importaba que estuviera embarazada. En ese momento, habría sido capaz de arrancarle al crío de las entrañas, solo por borrarle esa maldita sonrisa de vanidad del rostro.

—¿No debería ser nuestra casa, acaso? —continué, sintiendo todas las miradas clavarse en mí, como si no fuera más que un ratón rodeado de gatos hambrientos—. Porque si vamos a casarnos, a formar una familia como dictaminan nuestros dioses, o el destino, eso implica compartirlo todo. Incluidas nuestras posesiones. —Entrecerré los ojos—. ¿O acaso me estoy equivocando al asumir eso, prima?

—Podría decir que has leído muchos libros sobre ficción, mi niña hermosa —dijo mi madre, soltando una risa delicada. El leve movimiento de su cabeza hizo que su cabello azulado se deslizara hacia adelante, ocultando por un instante sus ojos claros—. Nada es realmente de nosotras, cariño. Tampoco lo necesitamos. Solo debemos atender el hogar si no hay servidumbre que lo haga por nosotras. Las cosas de tu marido serán tuyas, solo cuando él muera —dijo como si fuera la única verdad—. Si es que él decide ponerlas a tu nombre. Algo que es muy poco probable. Los hombres nunca ponen sus cosas a nombres de mujeres, querida. Pensé que ya lo sabías.

—Eso es tan injusto, madre. —Relajé mis hombros, llena de frustración. Quise girar los ojos, pero me contuve. No era el momento—. Yo también puedo heredar tanto la fortuna de mi esposo, como la de mi padre, así como lo harán mis hermanos en unos años.

—¿Por qué sería injusto, Cathanna? —Ella me miró con los ojos entrecerrados—. ¿Para qué quieres tú una casa? ¿Para qué quieres una fortuna, Cathanna? Ni siquiera sabrías cómo llevar las riendas de una. No sirves para esas cosas. Deja esos pensamientos de lado. Solo provocarás que te vean como una demente. No eres un hombre. Eres mujer. Una mujer.

Jamás se me cruzó por la cabeza la posibilidad de ser un hombre. Solo deseaba que me trataran como a uno de los suyos: con admiración, como algo valioso... no como un defecto que había que corregir a cada rato. Pero, dioses, sabía que eso era imposible cuando las mujeres no teníamos las mismas cualidades que hacían a un varón, justamente eso: un bendito varón. No me refería únicamente a lo que les colgaba entre las piernas, sino a algo más que aún no adivinaba.

—No sé llevar las riendas de uno porque nunca me lo han enseñado. —Recorrí cada rostro serio en la mesa hasta terminar nuevamente en mi madre, quien parecía sentir mucha decepción de mí—. Te apuesto, a que, si lo hicieran, sería diferente —continué, con un sentimiento de opresión en el pecho—. Podría hacer más cosas que solo sentarme y ser bonita, esperando que un varón resuelva todos los males a mi alrededor. Yo también puedo hacerlo. Sé que tengo la capacidad... Solo necesito que me lo permitan. Solo eso quiero.

—Cathanna... —empezó mi abuela. Llevé la mirada a ella—. No considero que tú estés pensando con claridad en este momento. Tú…

—No hace falta que te enseñemos nada de eso, Cathanna —intervino Efraím, mi abuelo, con un tono arisco.

Un escalofrío me recorrió toda la espalda, haciéndome tragar con demasiada fuerza, mirándolo fijamente.

—No eres un hombre para tomar esos roles —siguió, sin quitarme los ojos de encima—. Debes comportarte como una mujer, una señorita decente y no como una marimacha sin remedio. No voy a permitir que mi familia sea la burla de los Siems solo porque tú quieres demostrar estupideces. ¿Acaso saber mantener las cuentas de una fortuna te ayudará a ser una buena esposa, una buena madre, quizás? Por los dioses, Cathanna. No me hagas reír. Eres tan incrédula.

Apreté los dientes con fuerza, evitando mirarlo con desprecio. Cada que podía sacaba a relucir el nombre de los Siems, las cincuenta familias más importantes y poderosas del imperio. La S era por Soberanos, pues poseían un poder increíble en la política desde siempre, debido a que muchos de sus miembros estaban ligados con la realeza, ya fuera como mi padre, uno de los más leales consejeros del monarca, o como mi abuelo, que antes de que su enfermedad llegara a obligarlo a quedarse en el castillo, ocupaba el título de Magistrado de la traición, encargado de juzgar los crímenes más graves contra la corona y, por supuesto, contra el imperio.

La I era por Iluminados, pues se creía que todos nosotros habíamos sido tocados por los dioses. La E era por Eternos, porque el origen de nuestras casas se remontaba a tiempos incluso anteriores a la llegada de la corona a estas tierras. La M por Mandatarios, ya que en las provincias y ciudades donde un Siems residía, su palabra era la ley, y pocos se atrevían a contradecirla. Y la última S, por sagrados.

Sin embargo, no bastaba con que una familia tuviera mucho poder para ser considerado un Siems, como muchas personas creían: hacía falta una línea de sangre inmensa, un linaje que pudiera sostener su peso. Nos respetaban tanto como nos aborrecían.

—Pero abuelo, no digo que sea un hombre. No me interesa serlo, solo... —Las palabras se atascaron en mi garganta cuando la mano de mi abuelo impactó contra la mesa con tal fuerza que el ambiente cambió de inmediato, poniéndose incómodo. Apreté los parpados, volviendo a pasar saliva por mi garganta, asustada.

—Empieza a llenar esa linda boca de comida ahora mismo. —Su mirada se volvió aún más roja. No podía identificar si era por su don de controlar el fuego, o por el enojo que le producía escucharme hablar de esta manera—. No quiero más palabras aquí de nadie, menos de ti, Cathanna. ¿Lo entiendes o toca a las malas?

—Discúlpame por mi desobediencia. Juro que no volverá a suceder. —Mi cabeza se inclinó tanto que mi frente rozó la madera de la mesa. Los labios me temblaban con fuerza, desesperados por hablar, por rebelarse contra el mandato de ese hombre, pero sabía que, si lo hacía, vendría un golpe violento que me reventaría la mejilla.

Ya me lo había enseñado muchas veces a lo largo de mi vida. Y la verdad, no quería sentir otra vez el ardor de su mano marcándome la piel. Porque en esos momentos de desesperación, un solo mantra rugía en mi cabeza: “No le temo a ningún dios que exista; le temo a cada hombre de este imperio, porque sé que sus manos son más letales que la ira de todos nuestros dioses juntos”. Podría sonar exagerado, lo sabía muy bien, pero era la única realidad que existía en mi mente.

—No entiendo qué pasa contigo, muchachita —soltó mi abuelo, sin quitarme la vista de encima, como si quisiera levantarse de la silla y arrastrarme junto a él—. Parece que a tu madre le quedó grande enseñarte a no decir estupideces. No sabes ni cómo agarrar una escoba, como lavar un simple plato, ni hablar de planchar tu propia ropa, y ahora vienes con que quieres liderar una fortuna inmensa.

—Disculpa por no haber hecho lo suficiente —dijo mi madre, bajando la cabeza en una reverencia temblorosa—. Juro que Cathanna no volverá a decir semejantes cosas que puedan ponernos en vergüenza. La corregiré como los dioses mandan, mi señor suegro.

Apreté el cuchillo con fuerza antes de comenzar a partir la carne que me llevaría a la boca, manteniendo la mirada baja. No quería levantarla. No quería ver a mi madre con su maldita sumisión. Ni a mi abuelo con esa mirada de enojo hacia mí. Mucho menos al resto de la mesa, como si lo que yo había dicho fuera un disparate.

No debía hacerlo tampoco, porque sabía que, si lo hacía, mi autocontrol se iría por la borda a un precipicio sin salida. Y este cuchillo —el mismo que ahora cortaba la carne de una forma torpe— acabaría enterrado en sus gargantas. Solo para callarlos. Para siempre. Para recuperar la paz que me robaron desde antes de que pudiera distinguir el bien del mal. Para dejar de sentirme como la oveja blanca en una familia donde cada alma ya estaba corrompida por el poder.

—Eso espero, Annelisa. Porque si tú no la corriges cuanto antes... lo haré yo. Y te aseguro por todos los dioses, que no te va a gustar mi manera —concluyó él, con un tono que me erizó la piel.

—Lo entiendo, mi señor suegro.

¿Y si en serio lo hacía? ¿Y si la sangre sobre esta mesa llena de comida exquisita fuera la mía, gracias al cuchillo que cortó mis venas... o la de todos ellos, por mi enojo? ¿Sería tan terrible matar a mi propia familia, aun si eso me hiciera quedar como una demente ante el mundo ahí afuera? Pero... ¿Por qué estoy pensando en asesinar si jamás tendría la fuerza para hacerlo? ¿O… si sería capaz de aquello?

La cena no tardó en terminar. Apoyé las manos en los brazos de la silla, intentando no apretar con fuerza, y me puse de pie en silencio. Mi habitación estaba en la torre sur del castillo, así que tenía que caminar varios minutos para llegar. Aun así, no tenía prisa.

Mientras caminaba, los pensamientos seguían ahí, martillando en mi cabeza con una fuerza bastante abrumadora. ¿De dónde habían salido? No me sentía bien con eso, no cuando amaba la vida. No cuando ni en mis peores pesadillas me gustaría cortarme las venas... y mucho menos asesinar a mi familia. Entonces... ¿Por qué mi mente insistía en pintarlos cubiertos de sangre, como si fuera la mayor obra de arte a realizar en la historia humana? No se si sea normal.

—Cada día estás más loca, Cathanna —murmuré para mí misma, mientras seguía avanzando por aquel pasillo de piedra, apenas iluminado por unas antorchas parpadeantes en cada pared—. No puedes andar pensando ese tipo de cosas... ¿y si alguien te lee la mente? Capaz y terminas en la hoguera al ser considerada una bruja.

—¿Con quién hablas, hermana mayor?

Di un solo salto en mi lugar antes de voltear hacia él, con la mano en el pecho. Ahí estaba mi hermano menor, Cedrix, acomodándose sus lentes redondos con ese aire de niño obediente, aunque la verdad era un monstruo disfrazado de humanillo.

—¿Qué te he dicho sobre aparecer de la nada? —solté, respirando hondo para no darle el gusto de verme alterada—. Que seas un Erranthe no significa que debas estar usando tu poder dentro del castillo. Nuestros padres te van a regañar en cualquier momento.

—Nuestros padres no están en casa, hermana mayor—respondió con una sonrisita, arreglando la falda de mi vestido que no había notado que estaba arrugada—. Papá sigue en el castillo, como ya debes saberlo, y mamá se fue con la abuela hace poquito a Aureum. Así que... técnicamente, no hay nadie para regañarme, que no sea nuestro abuelo, pero él no me dirá nada malo. Lo sé muy bien.

—Vete ya a tu habitación, Cedrix. Es demasiado tarde para que andes fuera de la cama —le dije, cruzándome de brazo—. Ya mismo, pequeño. Debes dormir bien para ser un hombre fuerte en el futuro.

—Cada vez más amargada, hermana mayor —murmuró, llevando las manos detrás de la espalda mientras se alejaba tranquilamente hacia su habitación, tres puertas más allá de la mía—. Descansa, hermana mayor. Mañana jugaremos en el patio.

—Tú también descansa, Cedrix. —Sonreí.

Entré en mi habitación arrastrando los pies, y me dejé caer sobre el banco acolchado donde solía desplomarme cada noche después de la cena. Mis ojos se clavaron en el espejo ovalado, que mostraba una imagen hermosa: una piel sin imperfecciones, labios teñidos de un rojo líquido y sombras sutiles en los párpados.

No había salido del castillo, ni había llegado alguna visita que pudiera juzgar mi apariencia, pero, aun así, siempre debía mantenerme como una mujer agraciada a los ojos de mi familia. No le veía nada de malo, pero a veces, solo a veces, era muy agotador esto.

—¿Puedes creer que me trajeron la ofrenda de oro? —dije, haciendo girar un frasco de perfume entre mis dedos—. Y no es cualquier cosa: es una Perla del Destino. Pero, claro, mi madre ni siquiera me dejó verla. Dice que es “solo para el día de la boda”. Como si no tuviera derecho a mirar lo que, en teoría, ya me corresponde.

Las Perlas del Destino eran joyas de oro adornadas con pequeños diamantes azules en cada borde, entregadas como ofrenda cuando una familia poderosa pedía la mano de la hija de otra. Se decía que traían suerte, abundancia y fertilidad a ambos clanes, como una especie de bendición mágica que prometía demasiado. Ciertamente, esperaba que fuera de esa manera y no una trágica, como la suerte de mi madre. No digo que su vida sea tan horrible, pero no la quería.

—Es una completa estupidez. —Dejé escapar un bufido—. Pero tampoco voy a arruinar mi suerte al verla en el momento incorrecto.

Llevé las manos a mi cabeza y solté los palillos que sostenían mi cabello. Desde pequeña habían sido mi fascinación. Recordaba con claridad la primera vez que los vi: mi padre me había llevado a una pequeña reunión en casa de uno de sus grandes amigos, y allí estaba una mujer de otro imperio luciendo un peinado elegante adornado con ellos. Quedé tan maravillada que no dejé de rogarle a mi padre hasta que me compró unos idénticos. Desde entonces se convirtieron en mi accesorio favorito y no podía estar sin ellos. Me sentía incompleta.

La puerta sonó dos veces antes de abrirse, revelando a Celanina, una mujer que, a pesar de su edad avanzada, conservaba un físico que muchos aún consideraban atractivo, aunque no como las damas del castillo, moldeadas con una perfección tan artificial que parecían esculpidas por alguien incapaz de soportarlas al natural.

—Celanina, un gusto verte. —Le regalé una sonrisa leve.

—Igualmente, señorita Cathanna —respondió con esa voz monótona, tan característica de ella, situándose detrás de mí, analizando mi rostro a través del espejo—. He escuchado que será oficial su matrimonio con el joven hijo del magistrado Daverin. Supongo, mi niña Cathanna, estás feliz de tener ya a un hombre para ti, ¿verdad? —Sonrió de manera leve, llevando la mano a su hombro y tomó el mechón de cabello rubio para tirarlo sobre su espalda.

—Por supuesto que lo estoy, Celanina. —Sonreí con falsedad, mirándola a través del espejo—. Estuve esperando esto durante muchísimo tiempo. Solo espero que él sea como imaginé a mi esposo: tan... guapo, elegante, amable y muy adinerado. Un caballero en pocas palabras. —La sonrisa en mi rostro se convirtió en una mueca en segundos—. ¿Quién no estaría feliz por algo como esto?

—Un matrimonio es una de las mayores bendiciones para las mujeres, Cathanna —dijo, dándome un apretón en los hombros—. Siempre debes ser fiel a tu esposo, no importa que suceda. Sírvele como es debido. Y, sobre todo, nunca lo desobedezcas. Podrías terminar como yo, sin una pierna. Y es muy vergonzoso esto.

—Eso es demasiado horrible, Celanina. —Un saborcillo amargo se me instaló en la garganta, torciendo los labios—. No logro entender como han normalizado tanto maltrato hacia nosotras por cosas sin relevancia. ¿Por qué tiene que ser así y no de otra manera? ¿No sería más apropiado que nos mataran con flores y no con golpes?

—No te asustes, mi niña. Es normal que una mujer pague caro cuando se atreve a desobedecer. Ya lo entenderás cuando te vayas con tu esposo. Quizá tengas más suerte que yo. El tuyo es rico, ¿no? Eso ya es ganancia. Muchas darían lo que fuera por tener un hombre que al menos pueda comprar el silencio con joyas.

—¿Y es que acaso el dinero es capaz de comprar mi silencio? —Relamí mis labios—. Además, ¿por qué te has casado con aquel hombre si no puede brindarte fortuna? Eso es muy patético.

—Porque lo amaba, Cathanna. —Nuestras miradas se volvieron una, a través del espejo—. Me cautivó con sus bellas palabras y su toque, cuyo tacto podría asemejarse al pétalo de una flor. No me arrepiento de unirme en matrimonio con él, aunque no me haya dado riquezas. Porque cuando hay amor, no importa lo demás.

Levanté una ceja, conteniéndome para no soltar una risa sarcástica que pudiera herirla. ¿De qué estaba hablando esa mujer? Para mí, el dinero era lo único que realmente importaba en el mundo. Si alguien no podía ofrecerme el mismo estilo de vida que mi familia, entonces no tenía cabida a mi lado. No me serviría como pareja, ni como alguien con quien formar una familia. No me servía para nada.

El amor siempre sería algo necesario, no me atrevería a negarlo porque lo deseaba mucho, pero no dejaba de ser un lujo que pocas almas podían darse, a diferencia del dinero, que era algo necesario para vivir cómodamente hasta que la muerte llegara.

—El amor no puede darte todo, Celanina —opiné, cruzándome de brazos, evitando soltar una carcajada sonora—. Se necesita dinero para comprar joyas, zapatos, vestidos enormes. Para sostener una familia. Para tener un castillo como hogar. —Me giré para verla con claridad—. Para ser más que una simple pobretona toda tu vida. ¿Cómo podrías obtener todo eso si tu esposo no tiene una fortuna de monedas de oro? ¿Acaso el amor es más importante que el dinero que nos da de comer?

—El amor es lo más fundamental en el mundo, Cathanna —dijo, llevando mi cabeza nuevamente frente al espejo—. Ni todas las joyas podrían asemejarse a ese bello sentimiento. Te falta mucho por conocer aún, mi niña. Cuando te enamores, entenderás lo que digo.

—Eso me lo han dicho toda la vida, Celanina. A este paso, moriré sin saber ni la mitad de las cosas. —Moví el cuello de un lado al otro, soltando la tensión acumulada durante el día—. Qué conveniente para el mundo que las mujeres no sepamos nada. Y, sobre todo: no saber nada para mantener a los machitos felices. Porque, claro, no importa que tengamos cerebros, solo importa que estemos calladas y bonitas, ¿verdad? Si no es para servirles, entonces ni siquiera deberíamos existir.

—¿Qué sucede contigo, Cathanna? —Me miró con incredulidad, dejando sus manos quietas—. ¿Por qué de la nada hablas de esa manera tan horrible? No es propio de señoritas decentes como tú. Déjaselo a las brujas rebeldes esas. Tú no eres así.

—Discúlpame, Celanina —dije entre dientes, sin arrepentimientos—. No fue mi intención incomodar con mis palabras. No volverá a suceder. Prometido. —Sonreí, pero parecía más una mueca que una sonrisa sincera—. He tenido muchas cosas en la mente.

—Le diré a Azlieh que te corte el cabello —soltó, pasando el peine por mis mechones rizados con movimientos duros, que me hicieron soltar gemidos pequeños—. No entiendo por qué crece tanto.

—¿Podrías tener más cuidado con mi cabeza? —La miré de reojo, enojada—. No soy una muñeca de trapo que puedes tratar a tu antojo. ¿Lo entiendes? Trátame con la delicadeza que requiero.

Celanina me quitó el maquillaje en silencio. Después, la puerta se abrió nuevamente, permitiendo que cinco mujeres se adentraran. Todas eran bellas, eso no podía ser negado, pero una destacaba por encima de las otras, debido a ese rostro tan hermoso que poseía. Era como una flor en plena primavera. Exquisita. Pero sin duda, lo que más me fascinaba de ella era ese delicioso olor que emanaba: azahar. Desde el momento en que llegó al castillo, su fragancia me envolvió con una intensidad inusual. Era extraño. Solo me pasaba con ella.

Azlieh no me miró ni una sola vez; nunca lo hacía, realmente. No entendía el motivo y tampoco me atrevía a preguntarle. Prefería creer que mi mirada era intimidante y que por eso me esquivaba de esa forma, aunque en el fondo supiera que era una completa ridiculez.

A pesar de eso, en ese momento, yo estaba tan pendiente a cada uno de sus movimientos, fingiendo que solo era una muchacha más que servía para mí, pero era tan jodidamente difícil cuando solo quería arrancarle la ropa, aunque esos pensamientos estaban mal porque las mujeres no podíamos desear ni ser deseadas por alguna otra mujer. O eso era lo que me habían incrustado en la cabeza desde la niñez; que no era más que un pecado asqueroso. Algo tan sucio que la única manera de purgarlo era con la bendita muerte.

Aun así, tenían algo que me hacía sentir diferente. No lo entendía. Tampoco quería entenderlo. Me solía repetir cada noche que se trataba de admiración, que era normal ver belleza en otras, que no podía ser deseo carnal y emocional. Porque si lo era, entonces, ¿qué me esperaba a mí el día de rendirle cuenta a los dioses?

Los hombres no despertaban nada en mí como se suponía que debía ser. Me parecían seres tan ordinarios. Tan básicos. Era una emoción insólita, como si debiera mantenerlos lejos de mi cuerpo, de mi mente. De todo que fuera mío. Sin embargo, sabía muy bien que tenía que ser uno quien llevará mi vida, quien me tomará como suya. No una mujer. Jamás una mujer. Porque eso sería desagradable, ¿no?

Pero cuando la veía a ella, a Azlieh, cuando estaba cerca de mí, cuando sus manos tocaban alguna parte de mi cuerpo para ponerme bella, cuando percibía con fuerza su aroma, mi corazón latía con ese miedo que no sentía por ningún hombre. Esa debilidad que me hacía querer esconderme bajo la cama temblando de miedo y no salir nunca.

—Podrías dejarlo hasta la mitad de la espalda —le indicó Celanina a la mujer que sostenía las tijeras detrás de mí, sin molestarse en mirarla—. Y, por favor, hazlo muy parejo. Ah, y arregla también el fleco. Déjalo justo a la mitad de sus ojos. Pero primero, ponlo lacio. El cabello rizado no se ve nada elegante en mujeres como Cathanna. La hace ver demasiado desaliñada.

Azlieh se situó detrás de mí, ocasionando que mi respiración se detuviera por unos segundos y mis manos temblaran bajo el tocador. Me obligué a tomar aire y después soltarlo lentamente.

Si esto era considerado un pecado por los grandes dioses, entonces que me castigaran como anhelaran. Que me quemaran, que me arrancaran la piel lentamente, que me borraran el alma si hacía falta, que maldijeran mi existencia en todos los idiomas existentes... solo si así lograsen salvarme de esta mente mía, tan loca.

Comenzó a pasar la plancha por mis mechones, dejándolos completamente lisos. No me disgustaba, aunque amara los rizos en mi cabello, pues sentía que tenían vida. Después, pasó la tijera con delicadeza. Su rostro estaba más que tenso, como si el simple acto de tocar mis mechones con el objeto filoso fuera un pecado irremediable, una violación silenciosa que le quemaba todos los órganos por dentro.

—¿Sabía usted, señorita Cathanna, que para las brujas el cabello es lo más sagrado que poseen? —susurró en mi oído, procurando que ninguna de las otras en la habitación la oyera—. Ellas jamás lo cortan, no importa que suceda, solo lo ocultan entre su propia melena. Y aunque usted no sea una bruja, debería impedir que se lo corten. Su cabello tiene un color que no pertenece a este mundo... azul oscuro, como las estrellas muertas. Es realmente hermoso, señorita.

—He escuchado que las brujas tienen muchas tradiciones que para nosotros son irrelevantes —susurré, sintiendo aún la calidez de su aliento en mi mejilla—. Pero nunca sobre su cabello. Es curioso.

Su mano rozó la parte baja de mi cuello mientras dividía el cabello en tres secciones. No fue un roce intencional, lo sabía, pero me dolió de tan placentero que se sintió. Y por un segundo… un solo segundo, deseé que no terminara nunca. Que las demás salieran y ella, solo ella se quedara conmigo hasta que la mañana llegara.

Cuando acabó, ató el final de la trenza con una cinta oscura y se quedó detrás de mí, en silencio, mirándome a través del espejo.

—Buenas noches, señorita —susurró finalmente, haciendo una reverencia—. Espero que descanse muy bien hoy.

—Buenas noches, Azlieh. —Sonreí leve.

Me metí entre las sábanas de seda. La lluvia caía con fuerza fuera del castillo, acompañada de truenos que me asustaban desde que era muy pequeña. Pero solo podía mirarla a ella: cómo su cabello rizado y negro se movía con cada paso que daba, cómo sus manos delgadas terminaban de cubrir la ventana. Cómo sus pies la llevaron justo hasta la lámpara para encenderla, y luego apagar las demás.

Agité la cabeza, intentando alejar todos esos pensamientos pecaminosos. Tomé un libro aburrido de política y empecé a leerlo sin ganas. La lectura me parecía insoportable. No podía entender, aunque lo intentara, a esas personas que pueden pasarse horas enteras con un libro entre las manos. ¿No tenían nada más interesante que hacer?

Las hojas hablaban de las tantísimas leyes, decretos y resoluciones que regían el imperio, que realmente solo lograba entender pocas de ellas. Aun así, me obligué a almacenarlas en algún rincón de mi cabeza, donde pudiera encontrarlas en caso de llegarlas a necesitar, lo que creía poco probable. Tal vez para mi hermano mayor eran muy útiles, ya que estudiaba para ser artillero militar, y claramente no podía usar el armamento con libre albedrío. Pero yo no.

—Si explicaran qué es paria, todo sería mucho más sencillo, ¿no lo creen, redactores ineptos, sin cerebro? —Leí en voz baja, arrugando la frente—. Claro, escriben veinte páginas para describir la importancia de las tierras, pero no para explicar términos tan… raros como eso. Incluso suena al nacimiento de un panda. —Rodé los ojos.

En ese momento, percibí un aroma fuerte a pan recién horneado. Levanté la cabeza, aspirando el aire como si pudiera atrapar el olor en mi nariz. Entonces, por la ventana, alcancé a ver una cabellera dorada desvaneciéndose. Me puse de pie de inmediato y corrí hacia ella, pero al asomarme, no había nada ni nadie.

Cerré la ventana rápido y volví a meterme en la cama, tomando el libro grueso, cuya textura me parecía horrible, pero cada vez que intentaba concentrarme en la lectura, ese aroma volvía a colarse en mi nariz hasta llegar a un punto donde me resultó imposible seguir oliéndolo sin más. Llevé la mirada a la ventana; no había nada ahí.

—¿Estoy loca, acaso?

Más populares

Comments

Rubí Jane

Rubí Jane

ojala te caiga fuego en la cabeza, desgraciada

2025-10-08

0

Total

descargar

¿Te gustó esta historia? Descarga la APP para mantener tu historial de lectura
descargar

Beneficios

Nuevos usuarios que descargaron la APP, pueden leer hasta 10 capítulos gratis

Recibir
NovelToon
Step Into A Different WORLD!
Download MangaToon APP on App Store and Google Play