capitulo 4

Sentada en un banco con vista a la fuente en medio de la plaza, la joven bruja no dejaba de admirar todo a su alrededor, curiosa por saber cómo funcionaba cada cosa en ese lugar desconocido y mágico. El agua danzaba suavemente en la fuente, y las luces titilaban con el reflejo de criaturas que cruzaban la plaza en silencio.

—Aquí tienes —le ofreció Ziel, entregándole un batido de frutas. Su cuerpo aún no estaba listo para alimentos sólidos.

—Gracias —respondió ella, tomando el vaso de plástico con ambas manos. Se hizo a un lado para que el zorro pudiera sentarse a su lado.

—¿Está rico?

—Sí… “Aunque me gustaría un poco de sangre.”

—Eso será difícil de conseguir —le respondió Ziel, colocándole una mano cálida sobre la mejilla.

—Lo sé…

—Ven —la acercó suavemente, envolviéndola con su brazo para mantenerla caliente. Su temperatura corporal no había subido ni un poco—. “Si tomas sangre… te sentirías mejor.”

—Es lo que ella tomaba cuando el cuerpo no daba más —murmuró Lilibeth, observando el cuello de Ziel, percibiendo en él un aroma familiar—. Así se mantenía fuerte…

—No recuerdo haberla visto tomar eso… creo —dijo él, pensativo, intentando recuperar fragmentos de recuerdos difusos.

—No tiene que ser mucho —agregó Lilibeth, recostando la cabeza sobre su pecho—. Un pequeño frasco sería suficiente.

—Muy bien… —Ziel se puso de pie, observó el entorno por un momento, luego extendió la mano hacia ella—. Vamos.

Lilibeth, sin saber qué planeaba el zorro, decidió seguirle la corriente. Lo tomó de la mano y lo acompañó mientras se adentraban por los callejones, esta vez hacia una zona más alejada y silenciosa.

Descendieron por unas escaleras húmedas y empinadas, hasta llegar a un pequeño pozo frente a un edificio antiguo, en ruinas. El aire allí era más denso, saturado por la humedad y el abandono. Al entrar, las voces empezaron a filtrarse por las grietas y los pasillos desmoronados.

—Pero qué ruidosa es esta perra… —gruñó uno de los hombres, con tono malhumorado.

—Será mejor que dejes de gritar, o te dolerá más cuando entre —le dijo el otro hombre, con una diversión sádica en la voz.

“Espera aquí.” —le indicó Ziel mentalmente, soltándole la mano con suavidad.

Lilibeth se recostó contra la pared, con el corazón agitado por la tensión del lugar. Observó cómo el zorro entraba en la habitación, enfrentando a esos dos sujetos repugnantes. Tras un breve intercambio de amenazas, se escuchó un fuerte estruendo… seguido del grito desesperado de la mujer.

“Puedes entrar.” —le avisó Ziel desde dentro.

Lilibeth empezó a percibir con mayor intensidad el aroma a sangre. Avanzó hacia la habitación, guiada por el olor, que parecía arrastrarla como una corriente invisible. En el interior, los dos hombres yacían noqueados a un lado del cuarto, mientras Ziel desataba a la mujer.

—Cuando salgas, puedes llamar a la policía —le indicó con firmeza mientras la ayudaba a ponerse de pie—. Mi hermana y yo nos encargaremos de inmovilizar a estos dos para que no escapen.

—Sí… gracias —musitó la mujer con voz temblorosa, alejándose rápidamente hacia la salida.

Lilibeth se hizo a un lado y la observó desaparecer entre las sombras del pasillo.

—Será mejor que te apures, antes de que llegue la policía —dijo Ziel, parándose a su lado con una sonrisa serena—. No te preocupes, están inconscientes.

—Bien… —respondió ella, con voz baja, caminando hacia uno de los hombres. De él emanaba un aroma dulce, cálido, cargado de vida.

Se arrodilló junto a él, levantó con cuidado la manga de su camisa y, sin dudar, mordió la zona sin vello del brazo. La sangre caliente llenó su boca, y con cada gota, sintió cómo su cuerpo se reforzaba, cómo la energía regresaba a sus venas como fuego silencioso.

Luego, lamió la herida con delicadeza, cerrándola sin dejar rastro alguno.

Al ponerse de pie, sintió su cuerpo más ligero, más estable. El color había vuelto a sus labios, y su piel ya no parecía pálida ni quebradiza. Se acercó a Ziel, que vigilaba en la puerta, y tomó su brazo con firmeza.

—Terminé —dijo, con un entusiasmo que lo tranquilizó al instante.

Ziel colocó una mano sobre su frente, sintiendo el calor renovado en su piel.

—Qué bueno… —le sonrió con dulzura—. Es hora de irnos.

—Sí… —miró de reojo a los hombres tirados en el suelo—. ¿No ibas a amarrarlos?

—Cierto —respondió Ziel. Chasqueó los dedos, y dos sogas aparecieron al instante, enrollándose como serpientes vivas alrededor de los cuerpos, cerrando con un nudo firme y mágico.

—Listo..

Tomándola por la cintura, Ziel apareció con ella frente a la plaza comercial, justo cuando las personas comenzaban a retirarse hacia sus hogares.

—Se está haciendo tarde —comentó el zorro, observando a los transeúntes que pasaban a su lado.

—¿A dónde vamos ahora? —preguntó Lilibeth, notando que los locales empezaban a cerrar y guardar sus mercancías.

—Bueno… si no mal recuerdo, la casa fue destruida.

—¡¿Eh?! ¿En serio? ¿Qué pasó?

—Bueno… —la miró fijamente por un momento—. La verdad tampoco lo sé con exactitud. Mientras dormías, escuché a Carlos decir que entre los escombros se encontraron rastros de magia oscura.

—Qué terrible… —dijo bajando la mirada—. Entonces… ¿Dónde estarán viviendo ahora? Hemos caminado bastante por el pueblo y aún no he sentido la presencia de mis hermanos, ni de mi padre, ni de mamá.

—Yo tampoco. Pensé que se habrían instalado en uno de los hoteles locales, pero parece que no.

—Tal vez… mi padre reconstruyó la casa. Es un mago, después de todo…

—Puede ser —respondió Ziel, apretando suavemente su mano mientras miraba hacia la calle que conducía al gremio—. Tal vez esté ahí.

Caminaron por la avenida Elfiria, entrando en un barrio más antiguo donde los edificios estaban construidos en piedra y los caminos eran de ladrillo. El aire tenía aroma a historia.

—Qué bonito… —murmuró Lilibeth cada vez que pasaban frente a un local rústico pero elegante.

—Ya llegamos —dijo Ziel, señalando un edificio de fachada robusta donde colgaba un cartel que decía Klein. Varias figuras inusuales entraban y salían del lugar, y la energía que emanaba del edificio era intensa.

—Ese lugar parece peligroso… —susurró Lilibeth, percibiendo la vibración mágica que lo envolvía.

—Ahí trabaja Erick —respondió Ziel, intentando animarla a seguir adelante.

—¿De verdad? —lo miró con duda, aunque sabiendo que, conociendo a su hermano, no sería extraño encontrarlo en un sitio así.

Siguiendo a Ziel casi a rastras, llegaron a la entrada del gremio. Un aroma familiar la recibió como un susurro cálido, motivándola a entrar. Ya dentro, sintió cómo las miradas de los presentes se posaban sobre ella mientras avanzaban hacia la recepción.

—¡Lilibeth! —la llamó una voz desde el balcón del segundo piso.

—Hola… —respondió ella con una pequeña sonrisa, saludándolo con la mano. Ver el rostro de su hermano fue como romper un nudo interno que llevaba apretado días enteros.

—¿Cómo… cuándo despertaste? —preguntó Erick al bajar por las escaleras, acompañado por Gael y Jonathan.

—Hace poco… Ziel me llevó a caminar por el pueblo. También me alimentó un poco —dijo, apretando la mano que aún sujetaba con cariño el brazo del zorro.

—Ya veo… —fue lo único que pudo decir, sintiendo cómo la garganta se le cerraba.

—Este lugar… este pueblo… es interesante —dijo ella, esforzándose por mantener una sonrisa, aunque su estómago se revolvía de nervios—. Es la primera vez que veo tantas razas conviviendo en paz.

—¿Primera...? —repitió Erick, sintiendo que algo no encajaba—. Dime… ¿Qué es lo último que recuerdas?

—Lo… último… —hizo una pausa, pensando con cuidado qué decir para no preocuparlos aún más—. Fuego.

—¿Fuego?

—Sí… dentro de una bodega.

—¿Te refieres… al incendio en las bodegas Alain? ¿En Suiza?

—Lo siento… —bajó la mirada—. Es lo último que recuerdo.

—Eso fue hace cuatro años… —murmuró Erick, mirando a Ziel, quien solo suspiró con cansancio.

—Parte de sus recuerdos se sellaron después de ceder el control —explicó el zorro—. No me preguntes cómo, porque tampoco lo entiendo del todo.

—Lo entiendo… —Erick se llevó una mano a la cabeza—. Cuando ella apareció… ocurrió lo mismo.

—Lo siento… —susurró Lilibeth, sintiendo su pecho apretarse—. Lo siento mucho…

—No es tu culpa —le dijo su hermano, mirándola sorprendido al ver pequeñas lágrimas brotar de sus ojos. No la veía llorar así desde hacía años.

—Lo sé… pero aun así… yo la dejé salir. Sabía cómo era… sabía lo que podía provocar. Y aun así… lo permití. —Las lágrimas corrían silenciosamente. El miedo de ser rechazada por su hermano era lo que más la aterraba. Él era su ancla, lo único que le daba razones para mantenerse firme en un mundo que tantas veces la quiso romper.

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