Alejandro y Helena caminan por las concurridas calles del pueblo de Aldenar.
—Para una misión tan importante, nosotros dos no bastamos —dijo Alejandro, con una expresión de preocupación.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Helena, frunciendo el ceño.
—Que necesitamos ayuda extra. Si Arlo quiere ojos y oídos, debemos encontrar los nuestros —respondió Alejandro, su mirada firme.
—Arlo dijo que no involucremos a nadie —señaló Helena, reprochando con un tono cauteloso.
—No lo haremos. Solo usaremos a alguien sin que sepa —aseguró Alejandro, con una sonrisa cómplice.
—¿A quién? —preguntó Helena, intrigada.
—Ya verás. Sígueme —dijo Alejandro, con un guiño.
Ambos llegaron a la plaza, que estaba abarrotada de gente.
Entre la multitud que compraba fruta, se encontraba Sam. La plaza estaba llena de coloridos puestos repletos de frutas y verduras frescas. La gente transitaba entre ellos, regateando ruidosamente los precios. Sam atendía diligente su puesto de manzanas rojas y brillantes. Llevaba una camisa blanca de lino con las mangas recogidas y un delantal de cuero atado a la cintura. Sus rizos rubios caían desordenadamente sobre su frente mientras acomodaba las manzanas en pirámides perfectas. Sus ojos azules destellaban cuando sonreía a los clientes.
Helena se ruboriza al verlo, escondiéndose tras su hermano.
—Vamos, Helena, no seas tímida. Solo es Sam —dijo Alejandro con burla.
Ella negó frenéticamente con la cabeza, evitando la mirada del apuesto joven.
Alejandro rodó los ojos y la tomó del brazo, arrastrándola entre la multitud. Helena tropezó, intentando soltarse, muerta de vergüenza.
Finalmente, llegaron al puesto de Sam. Él alzó la vista y les sonrió cálidamente. Helena se paralizó, con el rostro encendido.
—Hola, Sam. ¿Cómo estás? —saludó Alejandro.
—¡Alejandro, Helena! Me alegra verlos. ¿Desean unas manzanas? —preguntó Sam, su voz amigable.
Alejandro intercambió una mirada cómplice con su hermana.
—No vinimos por manzanas. Queremos hablar contigo sobre un asunto secreto —dijo Alejandro, manteniendo un tono serio.
Sam atendió a un cliente, le entregó una bolsa de manzanas y se despidió. Luego, volvió su atención a los hermanos.
—¿Qué clase de asunto secreto? —preguntó Sam, curioso.
—Una misión urgente. Necesitamos tus conocimientos del pueblo y sus habitantes —respondió Alejandro, con firmeza.
—Escuchen, estoy muy ocupado. Espérenme hasta que termine de trabajar —dijo Sam, dudoso.
—No podemos esperar tanto. Te requerimos ahora —insistió Alejandro, impaciente.
Sam suspiró, resignado.
—Está bien, durante mi hora de almuerzo hablaré con ustedes —dijo Sam.
—Perfecto, estaremos aquí puntuales —dijo Alejandro, complacido.
Alejandro tomó a Helena de la mano; ella evitó mirar a Sam, visiblemente sonrojada.
—Hasta luego, Helena —dijo Sam, sonriendo.
Ella alzó tímidamente la mano en señal de despedida mientras se alejaban.
Alejandro y Helena esperaron hasta que Sam terminó de atender a sus clientes. Colgó su delantal y un hombre lo reemplazó en el puesto.
Sam se acercó a los hermanos, sacudiéndose las manos.
—Listo, pueden contarme todo mientras almuerzo —dijo Sam, sonriendo.
Saca una bolsa con pan relleno y se sienta. Helena se esconde tímidamente tras Alejandro.
—Sam, ¿has notado algo extraño últimamente en el pueblo? ¿Algún forastero o actividad sospechosa? —preguntó Alejandro.
—Nada fuera de lo normal que yo haya visto —respondió Sam, mientras masticaba.
—¿Ninguna persona que parezca esconder algo? —preguntó Helena, insegura.
—Mmm... aunque ayer vi a un tipo que no conocía con el Sr. Jur en su bodega. Nunca lo había visto —dijo Sam, pensativo.
Los ojos de Alejandro y Helena se iluminaron de esperanza.
—¿Puedes describirlo? ¿Dónde exactamente los viste? —preguntó Alejandro, ansioso.
—Era alto y fornido, con cabello gris. Los vi conversando cuando fui a hacer una entrega cerca de la bodega. Probablemente sea algún familiar que no conozca —dijo Sam, encogiéndose de hombros.
Alejandro y Helena intercambiaron una mirada cómplice. Quizás esto era una pista.
Ambos agradecieron efusivamente a Sam por la información. Se despidieron rápidamente y partieron hacia la bodega del Sr. Jur.
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La bodega del Señor Jur se encuentra bañada por los cálidos tonos del atardecer. Al llegar, los niños realizan una meticulosa inspección del área, desentrañando cada detalle con la agudeza de sus jóvenes mentes. La estructura de la bodega se yergue ante ellos, mostrando signos de antigüedad en cada grieta y enredadera que adorna sus paredes de piedra.
Al acercarse a la entrada principal, los hermanos notan la presencia de tres hombres robustos, guardianes de la puerta, absortos en una charla informal. Sus ropajes livianos ondean con la brisa, y uno de ellos empuña una espada corta, proyectando una imagen amenazadora. La mirada de los niños no pasa desapercibida para los guardianes, quienes, al percatarse, endurecen sus expresiones, creando un ambiente de tensión palpable.
Alejandro, en un susurro preocupado, rompe el silencio.
—Eso estuvo feo —murmuró Alejandro, su voz apenas audible.
Helena, observando detenidamente, agrega con cautela.
—Tres hombres en la entrada —señaló Helena, su tono grave.
Alejandro conecta las piezas del rompecabezas.
—Este es el lugar donde el extraño se reunió con el Señor Jur —dijo Alejandro, con una mezcla de inquietud y determinación.
Helena reflexiona sobre las posibilidades.
—Podría ser el espía, o incluso el propio Señor Jur podría estar filtrando información a extraños —dijo Helena, levantando una ceja, intrigada por la idea.
Alejandro, cuestionando la premisa, sugiere otra opción.
—¿Y si el extraño es solo un familiar, como había dicho Sam? —propuso Alejandro, su mente tratando de abarcar todas las posibilidades.
Helena, sin descartar su teoría inicial, responde con astucia.
—La percepción de Sam sobre el hombre extraño nos lleva a pensar lo contrario —respondió Helena, considerando la información que habían recibido.
Alejandro, meditando sobre las opciones, propone una estrategia.
—Intentemos esperar hasta que oscurezca. Volvamos más tarde y evaluemos la situación. Pero primero, debemos llevarle comida a papá. Usemos el oro de Arlo —dijo Alejandro, determinado a mantener su enfoque.
Los niños se retiran del área, dejando atrás la inquietante presencia de los guardianes. La bodega, iluminada por la luz tenue del atardecer, se convierte en un escenario de misterio, un enigma que espera ser resuelto.
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Alejandro y Helena pasean por el animado mercado del pueblo Aldenar, sumidos en la tarea de seleccionar los ingredientes adecuados para preparar una comida reconfortante para su padre convaleciente.
—Vamos donde Sam —sugirió Alejandro.
—Lo siento, pero no —respondió Helena, su voz llena de aprehensión.
—Vamos, hermanita. No puedes ponerte nerviosa cada vez que lo ves —insistió Alejandro, tratando de animarla.
—Lo siento, pero no puedo controlarlo. Me paralizo cuando lo veo —admitió Helena, con la mirada baja.
Una expresión de frustración cruzó el rostro de Alejandro, pero pronto llegaron a un puesto donde un vendedor amable les ofrecía una variedad de frutas y verduras frescas. Helena se acercó y seleccionó los tomates más jugosos con destreza.
—¿Qué harás? —preguntó Alejandro, curioso.
—Sopa de tomate —respondió Helena, sonriendo con satisfacción mientras elegía los mejores.
Alejandro asintió, compartiendo su aprobación.
—Vale —dijo, satisfecho con la elección.
Los jóvenes rebuscaron en sus bolsillos en busca del oro que Arlo les había proporcionado anteriormente.
—Uy, casi no lo encuentro —murmuró Alejandro, revolviendo con ansias.
—Yo no sé dónde están los míos. ¿Podrías pagar tú? —preguntó Helena, un poco apenada.
Aunque Alejandro se molestó un poco, decidió ceder ante la situación.
—Solo porque es para papá —dijo, resignado pero con una sonrisa comprensiva.
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Alejandro y Helena llegan a su hogar con los ingredientes, encontrando a su padre, Bran, descansando en un sillón de cuero gastado.
Helena se dirige decidida a la pequeña cocina de madera y piedra. Con movimientos diestros y coordinados, como si fuera una danza, comienza a preparar la sopa. Cada corte, cada ingrediente es escogido con sumo cuidado y amor.
El aroma del tomate fresco y las hierbas inunda el lugar, creando una atmósfera reconfortante. El suave golpeteo del cucharón contra la cazuela de barro resuena como una nana familiar. Alejandro se acerca a la mesa rústica y acomoda los utensilios. Luego se dirige a Bran, aún adormilado.
—Padre, la comida está casi lista. Ven —dijo Alejandro en un tono suave.
Ayudando a Bran a levantarse, lo lleva hasta la mesa, donde lo sienta y acomoda su plato y cubiertos.
Helena llega con la humeante sopa, de un rojo brillante, en tazones de madera. El vapor se eleva, formando un manto protector.
—Padre, ¿cómo te sientes? —preguntó Helena dulcemente.
—Mejor con ustedes, mis tesoros —respondió Bran debilmente.
Comparten la comida en armonía, el amor de Helena emanando en cada porción y la devoción de Alejandro reflejada en cada detalle. La familia reunida encuentra consuelo en la comida y en la compañía mutua.
HORAS DESPUÉS…
La casa de Bran se sumerge en un silencio sereno, iluminada solo por la luz de la luna que entra a través de las ventanas. Después de la comida, Helena y Alejandro han acomodado a Bran en su cama; tras charlar con ellos, él ya se encuentra agotado.
Helena se queda a su lado, acariciando su cabello canoso y susurrándole palabras de cariño. Bran le sonríe con ternura y le agradece por todo lo que ha hecho por él. Luego, cierra los ojos y se queda dormido profundamente.
Alejandro espera afuera de la casa, apoyado en la pared. Después de unos momentos, Helena sale y cierra la puerta con cuidado, dirigiéndose hacia él.
—¿Se quedó dormido? —preguntó Alejandro.
—Como un bebé —respondió Helena, aliviada.
—Bien. ¿Qué haremos entonces? —dijo Alejandro.
—Ver si podemos entrar a la bodega a investigar —propuso Helena.
—Y quizás encontrar al hombre que mencionó Sam. Aunque… —dijo Alejandro, pensativo.
Helena lo mira con curiosidad.
—¿Crees que sea Arlo? —preguntó Helena.
—¡Sí! Quizás Arlo sea el hombre extraño que vio Sam, ya que no es de este pueblo —afirmó Alejandro con entusiasmo.
—Hablando de Arlo, ¿no lo has visto? —preguntó Helena.
—Está buscando pistas al igual que nosotros —respondió Alejandro.
—Mmm. Bueno, pongámonos en marcha —decidió Helena.
Los dos salen de la casa y se dirigen hacia la bodega, con el corazón latiendo al compás de la aventura que les espera.
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Alejandro y Helena caminaban por el pueblo, que se asemejaba a un pueblo fantasma. No había nadie en las calles, ni una sola luz encendida en las casas. Solo había silencio, interrumpido por el sonido de sus pisadas sobre la tierra seca.
—Una vez que lleguemos, busquemos alguna apertura por detrás —dijo Alejandro, con determinación.
—¿Y si no hay ninguna? —respondió Helena, preocupada.
—Tendremos que entrar por el frente —replicó Alejandro, confiado.
—¿Y cómo haremos eso? —inquirió Helena, aún insegura.
—Ya se nos ocurrirá algo —contestó Alejandro, animándola.
Siguieron avanzando hasta llegar a la bodega, que se alzaba como una sombra amenazante en la oscuridad. Ambos se detuvieron a una distancia prudente de la entrada, aguardando con la esperanza de encontrar al hombre misterioso. Observaban con atención, buscando algún movimiento o señal de vida.
—Quédate aquí y yo miraré de cerca. Si no hay guardias, te avisaré con un silbido. Si están, simplemente regresaré a decirte —indicó Alejandro, decidido.
—Muy bien, aquí te espero —respondió Helena, nerviosa pero dispuesta.
Alejandro se acercó sigilosamente a la bodega, mientras Helena permanecía en su lugar, tensa y expectante. Al llegar a la entrada, se escondió detrás de unos barriles. Desde allí, pudo ver a tres hombres que custodiaban la puerta; uno de ellos empuñaba una espada. Se dio cuenta de que no podría entrar sin llamar su atención.
—Maldición, están los tres. Tengo que pensar en algo rápido —murmuró Alejandro, cavilando.
Regresó rápidamente hacia donde estaba Helena, que lo esperaba impaciente.
—¿Qué pasó? ¿Están los guardias? —preguntó Helena, ansiosa.
—Sí, están los tres. Y no parecen muy amigables —respondió Alejandro, frunciendo el ceño.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Helena, alarmada.
—Tengo una idea, pero necesito tu ayuda —dijo Alejandro, un destello de ingenio en sus ojos.
—¿Qué idea? —interrogó Helena, intrigada.
—Tú vas a distraerlos, mientras yo me escabullo para entrar —explicó Alejandro, confiado.
—¿Qué? ¿Estás loco? ¿Cómo voy a distraerlos? —protestó Helena, horrorizada.
—No sé, invéntate algo. Diles que eres una vendedora ambulante, que necesitas ayuda, que te perdiste, lo que sea. Lo importante es que los alejes de la puerta —insistió Alejandro.
—¿Y si no me creen? ¿Y si me hacen algo? —dijo Helena, temerosa.
—No te preocupes, yo estaré cerca. Y si algo sale mal, grita y yo vendré a salvarte —aseguró Alejandro, con confianza.
—¿Y si tú no puedes entrar? ¿Y si te atrapan? —preguntó Helena, con los ojos llenos de preocupación.
—Confía en mí, hermanita. Todo saldrá bien —dijo Alejandro, dándole un beso en la frente y empujándola suavemente hacia la entrada de la bodega.
Helena se acercó con paso tembloroso, mientras Alejandro se escondía detrás de otro barril.
—Disculpen, señores. ¿Podrían ayudarme? —dijo Helena, con la voz temblorosa.
Los tres hombres se giraron, sus miradas una mezcla de sorpresa y desconfianza.
—¿Qué quieres, niña? —preguntó uno de los guardias, frunciendo el ceño.
—Verán, estoy buscando a mi padre. Es un comerciante que llegó a este pueblo para vender sus mercancías. Se ha demorado, y me quedé esperándolo en la posada. Al salir a buscarlo, me perdí. ¡Ahora no sé dónde está! Tengo miedo —explicó Helena, echándose a llorar, tratando de parecer desesperada.
—¿Tu padre es un comerciante? ¿Qué vende? —interrogó otro guardia, escudriñándola.
—Pues… vende… —balbuceó Helena, sintiendo que su mente se quedaba en blanco.
—¿Vende qué, niña? ¿No será que nos estás mintiendo? —dijo otro guardia, cada vez más impaciente.
—No, no les miento. Es que… es que… —tartamudeó Helena, atrapada en la desesperación.
—Ya lo sé. Tu padre es el que nos trajo el cargamento de vino. El que está dentro de la bodega —dijo uno de los guardias, mirándola con desdén.
—¿Vino? ¿Qué vino? —replicó Helena, tratando de ganar tiempo.
—No te hagas la tonta. Sabemos que eres una espía —dijo uno de los guardias, perdiendo la paciencia.
—¿Yo? ¿Una espía? —se defendió Helena, asustada.
—No te hagas la inocente —insistió el guardia.
—No sé de qué me hablan. Solo quiero encontrar a mi padre —exclamó Helena, suplicante.
—Basta de mentiras, niña. Vamos a llevarte con nuestro jefe. Él sabrá qué hacer contigo —dijo uno de los guardias, avanzando hacia ella.
Uno de los tres guardias se acercó a Helena, agarrándola del brazo con fuerza. Ella se asustó y gritó.
—¡Suéltenme! ¡Suéltenme! ¡Ayuda! —clamó Helena, su voz llena de terror.
Alejandro escuchó el grito de su hermana y salió de su escondite, observando al guardia que la tenía atrapada, mientras los otros dos lo miraban con furia.
—¡Suéltenla! ¡Suéltenla! ¡Ella no tiene nada que ver! —gritó Alejandro, con la mirada firme.
—¡Mira, otro espía! ¡Agárrenlo! —gritó uno de los guardias.
Uno de ellos sacó su espada mientras otro se lanzaba contra Alejandro. Este levantó los puños, preparándose para defenderse.
—¡Helena, corre! —gritó Alejandro.
—¡Alejandro, cuidado! —advirtió Helena, alarmada.
La pelea estalló. Helena forcejeaba para soltarse del guardia que la sujetaba con fuerza. Alejandro esquivaba hábilmente los golpes del guardia que lo atacaba, mientras el que empuñaba la espada se acercaba blandiéndola. La situación parecía desesperada, hasta que, de repente, una voz resonó en el aire.
—¡Alto! ¡Alto! ¡Dejen a esos niños en paz! —gritó Arlo, apareciendo en escena con su bastón adornado con inscripciones.
Todos se detuvieron y dirigieron la mirada hacia él.
—¿Qué creen que están haciendo? ¿No tienen vergüenza de atacar a unos niños indefensos? —preguntó Arlo, su tono firme.
—Tú de nuevo. No te metas en nuestros asuntos —dijo uno de los guardias, desafiándolo.
—Vengo a poner orden en este lugar —declaró Arlo, elevando su bastón.
Recitando palabras mágicas, Arlo desató una luz azul intensa que iluminó el lugar. Cada runa en su bastón se encendió, desde la base hasta la punta, destellando con intensidad. La luz penetró en los ojos de los tres guardias, dejándolos momentáneamente ciegos. Aprovechando la confusión, Arlo se movió con destreza hacia el guardia que sostenía a Helena, quien también se veía afectada por la brillantez del bastón.
El guardia, desorientado, lanzó puños al aire mientras intentaba recuperar la visión; sin embargo, Arlo esquivó con agilidad los golpes y, con su bastón, propinó un fuerte golpe en la cabeza del guardia, dejándolo noqueado al instante. Arlo se acercó a Helena, alejándola del peligro, y se enfrentó al otro guardia que empezaba a recuperar la vista. Con rapidez, Arlo anticipó el movimiento del guardia que venía con puños al aire. Con su bastón, hizo chocar los puños del hombre, causándole un intenso dolor, y luego lo golpeó en la cabeza, dejándolo fuera de combate.
El último guardia, que ya había recuperado la visión, se preparaba con su espada. Arlo, paciente, aguardaba su ataque. El guardia se lanzó rápidamente hacia él, blandiendo la espada, pero antes de que pudiera acercarse, Arlo pronunció:
—¡KON!
Una pequeña burbuja emergió de la punta de su bastón. Su movimiento lento captó la atención del guardia, quien la observaba, incrédulo.
—Qué magia tan estúpida —dijo el guardia, burlón.
Con su espada, el guardia corto la burbuja, que explotó en una sutil pero letal explosión, arrojándolo al suelo, noqueado.
Arlo exhala, apoyándose en su bastón, mostrando signos de fatiga.
—Ufff, ya estoy muy viejo para esto —dice Arlo, con una ligera sonrisa, intentando aligerar el ambiente.
Se inclina frente a los niños, colocando una mano sobre cada uno, y sus ojos, aunque cansados, irradian calidez.
—¿Están bien? —les pregunta, con preocupación en su voz.
Alejandro y Helena parpadean, confundidos al principio, pero luego una amplia sonrisa ilumina sus rostros.
—¡ESO FUE INCREÍBLE! —exclaman Alejandro y Helena al unísono, sus ojos brillando de emoción.
Arlo se sorprende ante el repentino cambio de ánimo de los niños.
—¿Gracias? Supongo —responde, un tanto aturdido.
—¿Cómo aprendiste esas técnicas? —pregunta Alejandro, embelesado por la magia de Arlo.
—¡La burbuja que hizo boom! Fue genial —añade Helena, maravillada.
Arlo se levanta trabajosamente, su mirada aguda a pesar de la fatiga.
—Parece que están bien. ¿Qué estaban tratando de hacer aquí? —pregunta Arlo, frunciendo el ceño.
—Buscamos pistas —responde Helena.
—Tal como te dije que haríamos. Sospechamos que hay cosas ocultas aquí —añade Alejandro.
—Estuve dentro. Tuve una reunión aquí —comenta Arlo, reflexionando.
—¡Ves! —dice Helena, mirando a Alejandro con entusiasmo—. Es Arlo a quien Sam vio.
—Mmm, puede que sí. En todo caso, ¿podemos entrar a echar un vistazo? —pregunta Alejandro, con esperanza.
—Vine por lo mismo, y justo me encuentro con ustedes tres montando un alboroto —responde Arlo, sonriendo.
Alejandro toma la mano de Helena con decisión, fijando su mirada en Arlo.
—Entraremos contigo —afirma Alejandro.
Arlo asiente, sus ojos cansados pero compasivos.
—De acuerdo, investiguemos juntos —dice, caminando hacia la entrada con un leve cojear, señalando la cerradura con su bastón.
—Es mejor no hacer ruido. Podrías llamar la atención —advierte Helena, con preocupación.
—Tiene razón, señor Arlo —añade Alejandro, mirando al mago.
Arlo medita por un momento, luego dirige una mirada humorística hacia los jóvenes.
—Cierto, cierto. Busquemos una llave —responde, con un guiño.
Revisan a los guardias con cuidado, y Alejandro jadea emocionado.
—¡Aquí está! —exclama, sosteniendo la llave con orgullo.
Corre hacia la puerta, mientras Arlo lo sigue lentamente, una sonrisa iluminando su rostro.
—Tranquilo, joven amigo. Dejemos que un viejo se encargue —dice Arlo, con un tono de sabiduría.
Alejandro se sonroja, pero se hace a un lado con respeto. Arlo gira la llave con calma. Helena y Alejandro observan, llenos de curiosidad.
La puerta se traba un poco. Arlo hace un esfuerzo, pero le cuesta abrirla. Alejandro señala a Helena que se una para ayudarlo. Juntos, ejercen presión sobre la puerta hasta que finalmente logran abrirla.
—Cuando vine, no costaba tanto abrirla —dice Arlo, jadeando levemente.
Los tres avanzan, pero la oscuridad los envuelve, impidiéndoles ver algo.
—¿Tienes algún hechizo para iluminar? —pregunta Alejandro, inquieto.
—Por supuesto —afirma Arlo, confiado.
—¡Lánzalo! —exclama Helena, con entusiasmo.
Arlo levanta su bastón y recita:
—¡ILUMINEM!
Su bastón comienza a brillar intensamente, revelando completamente el lugar en el que se encuentran.
—Ahora podemos ver dónde vamos —comenta Arlo, satisfecho.
Alejandro toma la delantera con decisión.
—¡Vamos! —dice, avanzando con determinación.
Los tres se adentran en la inmensa bodega del Señor Jur, cada paso resonando en el eco de lo desconocido.
---
Arlo avanzó en silencio, sus pasos resonando en el oscuro y vasto espacio. Helena y Alejandro lo seguían, sus ojos atentos a cada rincón apenas iluminado por la débil luz de su bastón.
Frente a ellos, una mesa solitaria surgía en medio de un haz de luz lunar. La escena emanaba un aura de secretismo y corrupción.
—Tanto espacio solo para una mesa... —murmuró Helena.
—¿Qué clase de cosas hará Jur aquí? —susurró Alejandro, desconfiado.
—Es su centro de operaciones —confirmó Arlo, acercándose a la mesa y pasando una mano por su superficie gastada. Sus ojos reflejaban una amarga nostalgia—. Aquí intenté advertirles sobre el peligro, pero prefirieron seguir sus intereses codiciosos.
Recordando aquella frustrante reunión, Arlo golpeó la mesa con un puño, aunque el sonido de su enojo se perdió en la insondable oscuridad.
—Deberíamos dividirnos y buscar pistas. Es extraño que haya tres guardias para proteger solo una mesa —sugirió Helena, con un susurro cauteloso.
—Tiene razón, Arlo. ¿Tienes más de esas varitas lumínicas? —preguntó Alejandro.
—No será necesario —respondió Arlo, alzando su bastón y agitándolo suavemente hacia el techo. La luz en la punta comenzó a brillar con más intensidad y ascendió, bañando cada rincón de la bodega hasta que todo quedó perfectamente iluminado.
—Y se hizo la luz —comentó Arlo, con una sonrisa serena.
Helena lo miró, fascinada por la habilidad que demostraba con cada movimiento. De repente, Alejandro empujó a Helena y salió corriendo hacia una esquina en busca de alguna puerta oculta.
—¡Oye! —exclamó Helena, irritada, mientras se apresuraba a seguirlo.
Arlo soltó un suspiro y sacudió la cabeza, entre divertido e incrédulo por la impulsividad de ambos. Luego, tomó su propio camino, explorando con calma cada rincón de la bodega.
Se adentró en un pasillo que había permanecido oculto en la penumbra. La construcción de piedra permitía que corrientes de aire fluyeran por pequeñas aberturas, susurrando antiguos secretos en cada ráfaga. Al final del corredor, una grieta grande dejaba entrever una puerta trasera. Sin dudar, Arlo preparó su bastón y conjuró un hechizo de transformación, convirtiéndose en una niebla ligera que se deslizó a través de la abertura.
Al otro lado de la grieta encontró una oficina pequeña y desordenada. Una mesa de madera sostenía un caos de pergaminos y papeles que detallaban movimientos sospechosos. Arlo tomó los documentos, los guardó en un saco encantado con una capacidad infinita y luego, con un último vistazo, volvió a transformarse en niebla para salir por donde había entrado.
Regresó al salón principal, donde la imponente mesa de reuniones se mantenía en un silencio perpetuo. Al no ver a los niños, comenzó a llamarlos, su voz resonando en el eco de las antiguas paredes.
—Alejandro, Helena, ¡debemos irnos!
Su llamado quedó sin respuesta mientras recorría el espacio. Al fin, encontró a los dos en medio de una discusión acalorada.
—¡Yo lo vi primero! —reclamó Alejandro, frustrado.
—¡No, fui yo! —respondió Helena, enojada.
Al notar a Arlo, ambos exclamaron a la vez:
—¡Arlo! ¡Encontré algo!
Se miraron, molestos por haber hablado al unísono. Arlo sonrió con paciencia y se acercó.
—Estoy seguro de que ambos contribuyeron —dijo, conciliador.
En el centro de sus miradas se encontraba un pequeño cofre de madera, decorado con intrincados detalles dorados.
—¿Qué tenemos aquí? —musitó Arlo, inclinándose para examinar el objeto. Lo movió suavemente, tanteando su peso y contenido.
Decidido, conjuró una ilusión idéntica al cofre original y lo guardó en su saco sin fondo. Los niños observaban con curiosidad mientras Arlo evaluaba su obra.
—¿Se darán cuenta? —preguntó Helena, con el ceño fruncido.
—Compruébalo tú misma —dijo Arlo.
Helena tocó la ilusión y, para su sorpresa, la sensación era completamente real.
—¡Increíble! —exclamó Alejandro, maravillado.
—La ilusión no durará mucho. Debemos irnos antes de que se disipe —advirtió Arlo.
—¿Y los guardias? Nos vieron entrar... —dijo Helena, su voz temblando ligeramente.
Arlo suspiró, reflexionando. —Podría borrarles la memoria... aunque es un riesgo.
—¿Qué puede salir mal? —preguntó Alejandro con despreocupación.
—La última vez alguien olvidó por completo su identidad... —respondió Arlo sombríamente.
Los niños se miraron, inquietos. Helena bajó la vista, compasiva.
—Solo cumplían órdenes. No merecen eso —susurró.
Arlo la observó, sintiendo la misma aflicción.
—Es la única salida que veo... —admitió, con voz resignada.
FIN CAPITULO 5
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