Fallen Angel - Primera Temporada.
Una noche, Lowen Anderson se encontraba inmerso en una acalorada discusión con su expareja, Victoria Smith, mientras su padre, Antonio Anderson, tomaba la defensa de ella. En el otro extremo, su hermano Gwen lo respaldaba firmemente.
—¿De verdad, papá? ¿Estás tomando partido por esta mujer que me traicionó con otro? — expresó Lowen Anderson, su voz repleta de furia.
—Sí, y te lo mereces. Siempre me incomodó que dedicaras más tiempo a tu hija que a tu pareja — respondió Antonio Anderson con calma.
—Vamos, no puedes estar respaldando a esta mujer despreciable — intervino Ana White, elevando la voz.
—Déjalo estar, mamá. No vale la pena — intercedió Gwen Anderson con un tono sereno.
La tensión alcanzó su punto máximo y Lowen, cegado por la ira, agarró un cuchillo en un arrebato de emociones violentas y apuñaló a su padre sin pensarlo dos veces.
—¡Aahh! ¡¿Qué has hecho?! — exclamó Victoria, horrorizada por la sangrienta escena.
—¡¿Hijo, qué estás haciendo?! ¡No! — gritó Ana White, lleno de desesperación.
—¡Cállate, Victoria! — rugió Lowen, su rostro enrojecido por la rabia.
En ese instante, Victoria tomó su teléfono y llamó a la policía, buscando frenéticamente ayuda ante la tragedia que se desplegaba frente a ella. El caos continuó, y en un intento por proteger a su hermano, Gwen llegó al extremo de quitarle la vida a uno de los oficiales que llegaron al lugar. La situación escaló aún más cuando otro policía llegó en auxilio y finalmente, tanto Lowen como Gwen fueron detenidos y llevados bajo custodia policial.
La oscuridad de la prisión se cernió sobre los hermanos Anderson, sellando sus destinos y marcando el inicio de un nuevo y sombrío capítulo en sus vidas.
Cada prisionero en la oscura prisión portaba en su uniforme un número distintivo, un código silencioso que revelaba la naturaleza de su crimen. Los primeros números, del uno al diez, denotaban delincuentes de menor peligrosidad, individuos que habían cometido actos menos graves y cuyas presencias no generaban mayores preocupaciones. Entre los números once y veinte, se encontraban aquellos de crímenes más comunes, individuos que habían perdido su camino en la sociedad pero aún mantenían un cierto grado de normalidad. Sin embargo, los números del treinta al cuarenta en adelante representaban a los prisioneros más temidos y peligrosos, aquellos cuyos crímenes y comportamientos habían alcanzado niveles alarmantes.
En el interior de sus celdas, los ojos de los prisioneros se dirigieron hacia la entrada cuando vieron a Lowen siendo conducido esposado. Lowen, conocido por su desequilibrio mental, su peligrosidad y sus estallidos de violencia, capturó la atención de todos. En un escalón aún más peligroso se encontraba Gwen, identificado con el número treinta y nueve, mientras que Lowen llevaba el ominoso número cuarenta. Estos números eran una advertencia silenciosa para todos los presentes: estos eran los reclusos más peligrosos, los que habían cruzado límites inimaginables.
Gwen Anderson fue llevado a su celda designada. Dentro de los confines de aquel pequeño espacio, se entregó a su hábito de fumar, dejando que el humo se mezclara con el aire viciado. Sus pensamientos se convirtieron en una tormenta, sus emociones se agitaron en un mar de ira. Las paredes parecían cerrarse a su alrededor, como si la prisión misma quisiera sofocarlo. En su interior, el resentimiento creció, alimentado por las circunstancias que lo habían llevado hasta allí y el deseo ardiente de escapar de esta pesadilla interminable.
Las celdas silenciosas se llenaron con el eco de las vidas rotas y las historias desgarradas, mientras los números en los uniformes de los prisioneros seguían siendo una fría pero reveladora representación de los pecados que habían cometido. Y en medio de todo eso, Gwen Anderson enfrentaba sus propios demonios, envuelto en el humo y el tumulto de sus pensamientos.
—¡Odio esta vida, te juro que si salgo de esta maldita celda los mataré a todos, Lowen! —Gritó Gwen Anderson.
Las palabras de Gwen resonaron en la celda, cargadas de amargura y desesperación. El eco de su grito se perdió entre las frías paredes, una expresión de la intensa frustración que sentía por su situación. La vida en prisión había erosionado su paciencia y había avivado un fuego de ira dentro de él.
Lowen, sentado en la celda contigua, miró a su hermano con una mezcla de preocupación y resignación. Conocía la tormenta que arremolinaba dentro de Gwen, las promesas envenenadas que profería en momentos de rabia. Era un recordatorio constante de la furia y el deseo de venganza que vivían en ese entorno opresivo.
—Gwen, tranquilo. Sabes que estas paredes escuchan más de lo que crees. No te dejes consumir por la ira —Lowen respondió con una voz cargada de cansancio, como un intento de disuadir a su hermano de sus impulsos destructivos.
Gwen dejó escapar un suspiro pesado, su mirada clavada en el suelo. Las palabras de Lowen eran una dosis de realidad en medio de la tormenta emocional que lo abrazaba. Sabía que sucumbir al odio y la violencia solo lo mantendría prisionero de sus propios demonios, perpetuando el ciclo de dolor en el que se encontraba atrapado.
La prisión había arrebatado mucho de lo que eran, pero Gwen y Lowen todavía se aferraban a los fragmentos de su conexión fraternal. En un lugar donde la violencia y la oscuridad eran moneda corriente, encontrar una manera de mantener su humanidad intacta se volvía cada vez más desafiante. Sin embargo, en medio de la penumbra, existía la posibilidad de encontrar una chispa de redención, de resistir contra la marea de odio que amenazaba con arrastrarlos por completo.
—Ya cállense y hagan silencio —dijo el oficial Murphy Walls.
La voz del oficial Murphy Walls resonó en el corredor de celdas, poniendo fin a la tensión que había llenado el aire. Su tono autoritario no dejaba lugar a dudas: era el encargado de mantener el orden en ese lugar sombrío.
Las palabras de Walls eran una advertencia clara para todos los reclusos, recordándoles su posición y la autoridad que él representaba. En medio de ese mundo de desesperación y confinamiento, los guardias eran las figuras que imponían su voluntad, estableciendo las reglas que todos debían obedecer.
Gwen y Lowen intercambiaron una mirada fugaz, una pausa en su conversación cargada de emociones. Aunque las palabras del oficial Walls eran abruptas, también eran un recordatorio de la dura realidad que enfrentaban día a día. La vida en prisión estaba marcada por la constante lucha por el control y la supervivencia, y las palabras del oficial eran un eco constante de esa lucha.
En ese instante, el silencio descendió sobre las celdas, un recordatorio silencioso de que, en ese mundo de sombras, las voces individuales se perdían ante el poder de las autoridades y las circunstancias. Cada prisionero regresó a sus propios pensamientos, sumergiéndose en sus reflexiones mientras el eco de las palabras del oficial Walls se desvanecía en el aire.
Alison y Gabriela, con los números once y uno respectivamente, compartían una amistad que se había forjado desde sus días de infancia. A pesar de sus circunstancias sombrías, habían encontrado consuelo y compañía en la presencia una de la otra. Los números que llevaban en sus uniformes eran una marca visible de los crímenes que habían cometido y las vidas que habían sido alteradas para siempre.
Gabriela, con su triste historia de abandono y crimen involuntario, tenía el peso de la fatalidad sobre sus hombros. El crimen que había cometido había arrebatado la vida de un oficial, y su falta de padres la dejaba aún más vulnerable en ese entorno despiadado. Su hermana, Melanie Moon, compartía el mismo destino en celdas separadas, ambos arrastrados por las sombras de sus acciones pasadas.
Alison, el número once, también llevaba la carga de sus decisiones. Había participado en un robo y, en medio del caos, había tomado una vida. El arrepentimiento la perseguía, tejiendo una tristeza profunda en su ser. Aunque sus crímenes los habían unido, la culpa y el deseo de enmendar sus acciones también los diferenciaban.
En ese oscuro entorno, las voces de Alison y Gabriela rompieron el silencio de sus celdas, compartiendo pensamientos mundanos sobre el hambre que sentían. A medida que sus palabras flotaban en el aire, el oficial Murphy Walls interrumpió con su característica dureza, recordándoles que estaban sometidos a un rígido horario y controlados por su autoridad.
La relación entre los prisioneros y los oficiales era una danza delicada, una lucha constante por la dignidad y la supervivencia en un mundo donde el poder estaba desequilibrado. Las voces de Alison y Gabriela se acallaron, sus palabras reemplazadas por la sombría realidad que enfrentaban día tras día.
Ellas dos también estaban huérfanas, al igual que Melanie, cuyo número era veintiuno. Había cometido un crimen en defensa propia al matar a un ladrón, pero había sido enviada a prisión debido a la indiferencia de los oficiales hacia su justificación.
Mia, con el número ocho en su uniforme por su delito de robo, inició la conversación:
—¿Sabías que a los recién llegados les hacen una entrevista? — preguntó Mia Petters.
—Sí, lo sabía —respondió Melanie Moon.
En ese momento, el oficial John se acercó a Lowen:
—Oye, Lowen, ven. Te llevaremos a una entrevista —dijo el oficial John.
Dos policías lo escoltaron con las esposas puestas. Lowen, un individuo con tendencias sociópatas y comportamiento errático, inicialmente respondió de manera insolente.
—Aquí estamos —dijo el oficial Kelly Wang.
—Váyanse al infierno —respondió Lowen Anderson.
—Cállate, no seas insolente —intervino Murphy Walls.
Durante la entrevista con otro policía, Óscar Bells, la situación se tornó tensa:
—Te haré unas preguntas, ¿entendido? —dijo Óscar Bells.
Lowen le escupió en la cara, lo que provocó una bofetada por parte del oficial.
—Vuelve a hacer eso y verás lo que pasa. Responde adecuadamente, imbécil —advirtió Murphy Walls.
—Idiota —masculló Lowen Anderson.
—Ya deja de responder de manera inapropiada y coopera —añadió Óscar Bells.
—Está bien, está bien, responderé tus estúpidas preguntas —se rindió Lowen Anderson.
La entrevista comenzó finalmente:
—De acuerdo, empecemos de una vez. ¿Por qué estás aquí?
—Tuve un altercado con mi ex Victoria, mi padre intervino para defenderla y me llené de rabia, así que lo asesiné. Fue un impulso —confesó Lowen.
—¿Y tu hermano Gwen? ¿Por qué está aquí? —indagó Óscar Bells.
—Él fue cómplice en mi crimen y también asesinó a un oficial —respondió Lowen Anderson.
Óscar continuó con sus preguntas:
— ¿Y tu ex y tu padre? ¿Cuáles son sus nombres?
—Victoria Smith y... Antonio Anderson.
—Está bien, ¿cuántos años tienes? —preguntó Óscar Bells.
—Tengo veinticuatro años y mi hermano tiene veintidós —contestó Lowen Anderson.
— ¿Y la edad de tu ex? ¿Y la de tu padre?
—Victoria tiene veintitrés años y mi padre cuarenta y ocho —respondió Lowen Anderson.
— ¿Y tu madre?
—En casa, ella es Ana White y tiene cuarenta y siete años.
—Bien, eso es suficiente. Puedes regresar a tu celda.
Lowen fue llevado de vuelta a su celda.
Más tarde, durante la hora libre...
—Ese tipo no va a arrebatar mi posición de liderazgo aquí —declaró Sky Black, avanzando hacia Lowen.
—Oye, ¿a dónde crees que vas? —preguntó Luz Brown.
Luz, con el número veinticinco en su uniforme debido al oscuro episodio en el que mató a sus padres que la maltrataban, y Sky, cuyo número treinta y cinco denotaba la violencia en su historial de crímenes, intervinieron en la escena.
—Voy a hablar con ese recién llegado —respondió Sky Black. Se aproximó a Lowen y lo empujó por detrás.
—¿Qué te pasa, idiota? —exclamó Lowen Anderson.
—No te atrevas a usurpar mi posición de liderazgo aquí. Desprecio a los novatos —advirtió Sky Black.
—Y si lo hago, ¿qué?
—Entonces tendrás problemas conmigo.
Los dos hombres se enfrentaron cara a cara.
—¿Ah, en serio? Hazlo, te desafío —respondió Lowen.
Sky le propinó una cachetada a Lowen, quien respondió con un golpe, desencadenando una pelea en el suelo.
—¡Eh, deténganse! —intervino Oliver Charles, otro oficial.
—¡Tranquilos, basta ya! —añadió el oficial Aiden Kelly.
Finalmente, lograron separarlos y los contuvieron.
—¡Si vuelves a tocarme, juro que te mataré! —gritó Lowen, lleno de rabia.
—¡Idiota! —respondió Sky Black.
—¡Ya es suficiente! —exclamó Aiden Kelly.
—¡La hora libre ha terminado! Vayan a cenar —anunció Óscar Walls.
La tensión que se había acumulado en ese enfrentamiento se dispersó conforme los oficiales intervenían y ponían fin a la pelea. Los reclusos regresaron a la realidad opresiva de la prisión, recordando que, incluso en momentos de supuesta libertad, estaban atrapados en un mundo donde la violencia y la autoridad siempre estaban presentes.
Después de eso...
—Esta comida no es de mi agrado —comentó Jackson Henderson.
—Lo sé, pero es lo que hay —respondió Nick Collins.
—Sí, es verdad.
Jackson y Nick formaban una pareja homosexual. Sin embargo, debido a las restricciones de la prisión, evitaban mostrar su relación en público y rara vez usaban términos cariñosos entre ellos en ese entorno. La prisión no permitía que se expresaran como pareja, al menos no en público. Solo encontraban consuelo en su celda, donde podían ser auténticos. La tragedia que los había llevado hasta allí había sido un acto de defensa en el que, sin intención, habían tomado la vida de dos personas mientras intentaban protegerse de un ladrón.
—¿Has visto la pelea? —preguntó Alison Morgan.
—Sí, la vi —respondió Gabriela Moon.
En el mismo entorno, Lowen compartió sus pensamientos:
—Ese idiota comenzó la pelea, por eso me involucré —dijo Lowen.
—No le prestes atención —aconsejó Gwen—. Bueno, nos vemos luego.
Lowen se sentó solo en una mesa mientras comía, su expresión seria y perturbada.
—Hola —saludó Leo Roberts.
Lowen levantó la mirada.
—Hola —respondió con desgano.
—Soy Leo, Leo Roberts.
—Y yo soy Lowen Anderson.
—Si te molestan, no les prestes atención.
—Está bien —contestó Lowen.
Leo, al igual que los demás, tenía su propia historia en la prisión debido a un trágico incidente:
Leo explicó su situación:
—Oye, ¿por qué estás aquí?
—Atropellé accidentalmente a una persona y murió. Me arrepiento profundamente, pero preferiría no hablar de eso —dijo Leo Roberts.
—Vaya, qué terrible situación.
Más tarde, Lowen se encontraba profundamente dormido en su celda, ajeno a lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Mientras tanto, una pelea estallaba entre Sky y Gwen. Sky, con una navaja en mano, enfrentaba a Gwen, rodeados por los demás reclusos que observaban la escena con una mezcla de excitación y temor.
—Oye, estúpido, ¿de dónde sacaste esa navaja? —le preguntó Gwen, su tono lleno de indignación.
—Sé que eres el hermano del otro idiota —respondió Sky Black con una sonrisa desafiante.
—¡Oye, baja esa navaja! —intervino Gabriela Moon.
—¡Ya es suficiente, Sky! —exclamó Alison Morgan.
—Ni se te ocurra, idiota —advirtió Gwen Anderson.
—¡Baja eso, estás loco! —exclamó Nick Collins.
Los gritos de "pelea, pelea" resonaban en el pasillo, atrayendo la atención de los reclusos circundantes.
—¿Qué es todo ese ruido? —se preguntó el oficial Kelly.
—No lo sé, pero vamos a averiguarlo —respondió el oficial Murphy Walls.
En medio del caos, Luz Brown exclamó:
—¡Sky, baja esa navaja, por favor!
En ese momento, Lowen se despertó y se dirigió al pasillo, donde vio a su hermano en peligro.
—¿Qué está pasando aquí? —inquirió Lowen.
—¿De dónde sacaste esa navaja, Sky? —dijo Murphy Walls, preocupado.
—¡Te mataré! —gritó Sky Black, furioso.
Gwen logró conectar un golpe en el rostro de Sky, pero en su intento de defenderse, Sky hirió el brazo de Gwen con la navaja, causándole un corte. El dolor se apoderó de Gwen, quien sostuvo su brazo herido. Mia, desde atrás, rápidamente le arrebató la navaja a Sky, sin que él lo notara. Al ver la situación, Lowen se llenó de rabia.
—Maldito, ¿no tienes nada mejor que hacer? —dijo Lowen, su enojo evidente.
—¡No, idiota! —gritó Sky como respuesta.
Lowen respondió con dos golpes, y el oficial Kelly se acercó para intervenir. Aunque los detuvieron, Lowen hizo un último intento por liberarse y atacar de nuevo.
Murphy Walls agarró a Lowen con una expresión de furia en su rostro.
—¡Si te vuelves a meter con Gwen, te arrepentirás! ¡Con mi hermano no te metes!
La situación se caldeó mientras los oficiales intentaban controlar la situación y restaurar el orden. Finalmente, volvieron a sus celdas, pero esta vez, separados como castigo por la pelea.
—Maldito loco, ¿de dónde sacaste esa navaja? —dijo Gwen, aún enojado.
—¡Ya es suficiente, cállense y vuelvan a sus celdas! —ordenó Murphy Walls.
La violencia había desencadenado una serie de eventos que resultaron en el aislamiento de los involucrados en sus celdas, obligados a enfrentar las consecuencias de sus acciones.
—Vaya, es increíble... —comentó Mia Petters, todavía impactada por lo ocurrido.
—Sí, es verdad —respondió Alison Morgan, reflexiva.
—¿Qué acaba de pasar? —exclamó Leo Roberts, desconcertado por la pelea.
—Realmente fue una pelea intensa, ¿no crees? —añadió Jackson, sorprendido.
Unos días más tarde, llegaron dos nuevas personas a la prisión: Victoria y Miley Petters, la hermana de Mia.
Victoria, la madre de la hija de Lowen, nunca había tenido un vínculo afectivo con su hija y nunca había mostrado amor hacia ella.
—Mamá, mamá, quiero ver a papá —insistía Liza Anderson, la hija de Lowen y Victoria.
—Cállate, deja de molestarme. No vamos a ver a ese idiota, aléjate de mí —respondió Victoria Smith, con desdén hacia su propia hija.
A pesar de las súplicas de Liza, Victoria perdió la paciencia y tomó un cuchillo, clavándoselo en el hombro. Liza soltó un grito de dolor y cayó al suelo, la sangre brotando enseguida.
—¡Lizaaaa! ¡No, por favor! ¡Maldita sea! —gritó Ana White, la madre de Lowen, desesperada.
Liza fue llevada al hospital y quedó en estado de coma. El acto de violencia de Victoria la había dejado gravemente herida. Como resultado, Victoria fue condenada y enviada a prisión por intento de asesinato.
La tragedia en la vida de Liza y la brutalidad de las acciones de Victoria ejemplificaban la oscuridad y el dolor que habitaban en esa prisión, una comunidad donde las historias de sufrimiento y violencia se entrelazaban en un tejido complejo y sombrío.
—¿Qué hace ella aquí? —dijo Lowen Anderson.
—¡¿Hermana?! —exclamó Mia Petters, sorprendida.
Miley, la hermana mayor de Mia, estaba entre las recién llegadas. Miley, con el número treinta en su uniforme, tenía un oscuro historial: había asesinado a varias personas en un asalto.
—¿Son nuevas aquí? —preguntó Gabriela.
—Sí —respondió Kelly Wang.
—Una cometió homicidio durante un robo y la otra intentó asesinar a su hija, Liza, la que tiene con Lowen —dijo John.
La noticia llegó a Lowen, desencadenando una reacción de locura. Gritó y se descontroló, haciendo un escándalo en su celda.
—¡¿Qué?! ¡¿Qué hizo?! ¡Maldita! ¡Maldita! —Gritó Lowen, furioso, desde su celda. Quería salir, gritaba y golpeaba las paredes, mostrando signos de locura.
—¡Hey, tranquilízate! —dijo el oficial John, tratando de calmarlo.
—¡¿Qué le hiciste a nuestra hija?! ¡Me pagarás por esto! ¡Bastarda! —Gritó Lowen, completamente enloquecido.
—¡Cálmate de una vez!
Los oficiales abrieron la celda y llevaron a Lowen a otra, sosteniéndolo entre dos oficiales mientras él continuaba gritando.
—¡¿Por qué mi hija?! ¡No a mi hija! ¡Sueltenme! —Golpeó a los policías y se lanzó furioso hacia Victoria. Otro oficial se interpuso para detenerlo.
De nuevo en una nueva celda, Lowen seguía gritando.
—¡Sáquenme de aquí! ¡Quiero a mi hija! ¡Hijos de puta! —Gritó Lowen, expresando su rabia y desesperación. Finalmente, arrojó un objeto de vidrio, rompiéndolo. Abatido, se hundió en un rincón de la celda, donde lloró en silencio. No había nada que deseara más que estar con su hija.
Horas después, llegó el momento de la hora libre. Los reclusos podían salir de sus celdas, interactuar con otros prisioneros y visitarlos, excepto Victoria, quien estaba siendo castigada.
Lowen permanecía sentado en su cama, sumido en la tristeza. Gabriela fue a visitarlo, y así se conocieron.
—Hola —dijo Gabriela Moon—. Me enteré de lo que pasó. Lo siento mucho. Soy Gabriela Moon.
—Ah... hola, soy Lowen Anderson.
—No puedo creer que Victoria haya intentado matar a nuestra hija, es una verdadera maldita.
Gabriela, con su naturaleza tierna y amable, obedecía y se comportaba adecuadamente, por lo que los oficiales rara vez le reprendían.
—Toma, aquí tienes un pañuelo para secar tus lágrimas —ofreció Gabriela Moon.
—Gracias, es muy amable de tu parte.
Gabriela le sonrió.
—No es nada. Espero que ella pague por lo que hizo —dijo Gabriela, dándole palmaditas en la espalda—. Bien, nos vemos después —y se fue.
—Es una chica realmente amable... —pensó Lowen.
Mientras tanto, Nick acompañaba a Gwen, quien tenía el brazo vendado por la herida causada por la navaja de Sky.
—Ese idiota, ya verá lo que le espera —dijo Gwen Anderson.
—Es lamentable lo de Sky, ¿verdad? —comentó Nick Collins.
—"Lamentable" es como lo dejaré yo.
—Vamos, tranquilo.
El oficial Kelly se encargó de llevar a las nuevas reclusas a la entrevista que se realizaba a los recién llegados. Victoria fue la primera en ser entrevistada. Lowen, lleno de furia, intentó dirigirse hacia ella, pero Murphy Walls lo detuvo.
—¡Déjenme! ¡Suéltenme! —gritó Lowen, desesperado.
—Ya es suficiente, cálmate —lo detuvo Murphy Walls.
—¡Maldita, eres una perra! —gritó Lowen, furioso.
—¡Cálmate ya! O te llevaré de vuelta a tu celda —amenazó Murphy.
La prisión era un lugar de emociones intensas y conflictos latentes, donde las acciones pasadas seguían afectando el presente de los reclusos, alimentando sus impulsos y enfrentamientos.
En la entrevista...
—Bien, Victoria, ¿puedes explicar lo que sucedió? Cuéntame —dijo Kelly, adoptando un papel dual de policía y psicólogo.
—Bueno, después de lo ocurrido con Antonio y Lowen, porque yo lo engañé... estaba de mal humor —suspiró—. Mi hija... no dejaba de insistir en ver a su padre y... la apuñalé en el hombro. Fue un arrebato de emoción violenta, fue un accidente —dijo Victoria Smith, falseando los hechos. No quería admitir su falta de amor hacia su hija.
—Entiendo. Pero sabes que ese tipo de acciones no son aceptables, ¿verdad? —preguntó Kelly.
—Lo sé, no era mi intención. Estoy profundamente arrepentida.
—Muy bien. ¿Cuántos años tiene tu hija?
—Ella tiene ocho años.
—De acuerdo, eso será todo. Traeré a Miley, puedes retirarte.
Con Miley...
—Ahora es tu turno. Cuéntame, ¿cómo sucedió todo?
—Robé un banco porque necesitaba el dinero, estaba en una situación desesperada... y sé que dirán que eso no justifica robar, pero... lo siento, no tenía otra opción —dijo Miley Petters.
—¿Por qué mataste a esas personas? —preguntó Kelly.
—Eran policías, me sentí amenazada y creí que iban a atacarme. Todo sucedió después de lo que le pasó a mi hermana Mia —explicó Miley Petters.
—Entiendo. ¿Y cuántos años tienes?
—Tengo veintiún años.
—Entendido, ya puedes retirarte.
Dentro de la prisión, Victoria era objeto de rechazo y hostigamiento por parte de los demás reclusos debido a sus acciones. En los momentos de la hora libre, recibía insultos y burlas de los demás prisioneros.
En la prisión también había niños pequeños que acompañaban a los prisioneros. Eran hijos de los reclusos menores de edad, quienes podían permanecer en la prisión hasta los cinco años.
En un instante, Victoria se encontraba en su celda cuando Lowen aprovechó la oportunidad para acercarse.
—¿Qué demonios le hiciste a mi hija? Estúpida.
—Fue un accidente —respondió Victoria.
—Claro, un accidente. Ojalá te pudras aquí.
—Vete al infierno, Lowen.
—Lowen, por favor, déjala, será mejor si la ignoras —intervino Leo, tratando de evitar una confrontación.
Lowen golpeó la celda de Victoria con furia.
—¡Te odio, te odio! —gritó, volviéndose frenético mientras Leo trataba de contenerlo.
—¡Suéltame! ¡Maldita, pagarás por esto! ¡Suéltame!
Lowen le dio un puñetazo a un oficial y fue llevado de regreso a su celda.
—¡Sáquenme de aquí! ¡Los mataré a todos! ¡Hijos de su madre! ¡Sáquenme de aquí! —gritó Lowen desde su celda.
—Mañana será finalmente sábado —comentó Jackson.
—Sí, el mejor día para descansar, ¿no crees? —respondió Nick Collins.
—Exacto, por fin.
—Aún no puedo creer que Victoria haya intentado matar a su propia hija —dijo Gabriela Moon.
—Es una maldita, en serio —afirmó Alison.
—Es increíble lo que sucedió —añadió Melanie Moon.
—¿Por qué le hiciste eso a tu propia hija? —preguntó Miley a Victoria.
—No fue mi intención, fue un error y me arrepiento... —respondió Victoria.
—Eres una idiota —replicó Miley Petters, visiblemente enojada.
—Gabriela es tan presumida y empalagosa, no la soporto. Ella es la "buenita" de la cárcel —dijo Luz.
—Simplemente ignórala, tanto ella como Lowen son un par de idiotas —comentó Sky.
—Tienes razón —respondió Luz Brown.
Gwen dormía en su celda cuando Mia pasó cerca. Gwen se cayó de la cama y Mia fue a ayudarla.
—¿Estás bien? ¿Necesitas ayuda? —preguntó Mia.
—Sí, gracias. Me duele un poco.
—Hola, soy Mia Petters.
—Yo soy Gwen Anderson, un placer Mia.
—El placer es mío —dijo Mia con una sonrisa.
—¿Te gustaría venir a mi celda a leer algo? Tengo algunos libros —ofreció Gwen.
—Claro, suena bien.
Al día siguiente, que era sábado y hora libre, todos estaban fuera de sus celdas excepto Victoria, que estaba castigada.
—Lowen, ¿puedes barrer el comedor? Toma la escoba y ayúdame —dijo John Adels, otro oficial.
—Está bien.
Mientras Lowen barría, Sky aprovechó para molestarlo.
—Aquí tenemos al inútil de siempre —dijo Sky black
Lowen levantó la mirada al escucharlo.
—¿Otra vez tú? Eres un cobarde. Deja de molestar —dijo Lowen, persiguiendo a Sky con la escoba y golpeándolo de paso—. Ven aquí, cobarde.
—No, no, espera —dijo Sky, escapando de la escoba.
—Ven, ¿vas a huir como un cobarde?
Lowen continuó persiguiendo a Sky hasta que finalmente Ski se alejó.
—Estúpido, no estoy de humor —dijo Lowen, volviendo a barrer.
—Hola, Lowen —lo saludó Gabriela, sonriente.
—Hola, Gabriela.
—Oh, disculpa, estás ocupado barriendo.
—No te preocupes, está bien.
—Supongo que debes sentirte mal.
—Sí, me enoja mucho lo que pasó con mi hija —respondió Lowen, apretando la escoba con fuerza mientras recordaba lo que Victoria había hecho.
Mientras Lowen y Gabriela conversaban, Sky regresó acompañado por Luz para molestarlos.
—Miren a Lowensito, protegido por esta tonta —dijo Sky black.
—Déjala tranquila, idiota. No te metas en conversaciones ajenas —respondió Lowen, frunciendo el ceño.
—Tranquilo, yo me encargo —dijo Gabriela Moon—. ¿Quién es el estúpido que se entromete en conversaciones ajenas porque no tiene nada mejor que hacer?
—Es tan tierno que sepa defenderse solo —comentó Sky black.
—Sí, ¿y qué? —respondió Gabriela, enfrentándolo.
—Si sigues molestando, te golpearé, idiota —advirtió Lowen.
—¿De verdad? Me gustaría verte intentarlo.
Enfadado, Lowen estuvo a punto de golpear a Sky, pero Gabriela lo detuvo poniéndose frente a él y colocando sus manos en su pecho.
—Tranquilo, no le hagas caso —le dijo Gabriela.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó el oficial Kelly.
—Estos dos idiotas están molestando de nuevo —contestó Lowen, mirando a Sky—. Si Gabriela no me hubiera detenido, ya lo habría golpeado.
—Cálmate, Lowen, y tú, madura de una vez, Sky. Vayan a sus celdas, en un rato todos deben ir a ducharse —ordenó el oficial Kelly.
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