Cristina envainó su espada, se arrodilló y arregló los pelos de la mujer, intentó levantarla, pero ella estaba entumecida, sin dejar de llorar, hecha un ovillo. Con su capa cubrió su desnudez.
-¿Qué hizo para que la castiguen?-, preguntó haciendo señas.
-Es la esposa de Corellama. Cuando vino Huáscar a conquistar a los coremarcas, ella lo entregó a los incas. Huáscar le cortó la garganta-, intentaron explicarle a ella.
-¿Eso es cierto, mujer?-, trató Cristina de hablarle a la prisionera.
No dejaba de llorar y retorcerse tumbada en la tierra. El Sol continuaba encendido como una ardiente antorcha en medio del cielo. Cristina tenía la cara duchada de sudor y las botas le ardían igual a enormes teas. Seguía respirando fuego.
-Los incas amenazaron matar a mis hijos, dijo al fin la mujer, en culle, Catequil es testigo de lo que afirmo-
El atún curaca llevó a Cristina hacia la covacha de ella, en la entrada de la aldea, allí, en pacas rodeadas de trapos y mantas, de vasijas y ramitas verdes, estaban los hijos de ella y Corellama, eran tres bebés hermosos, riendo y golpeando los jarrones.
Eran ellos o Corellama.
Los incas habían vencido a los coremarcas en una intensa batalla en los llanos del pueblo. Los guerreros de Corellama murieron peleando, defendiendo sus tierras pero el mayor número de los agresores y sus mejores terminó por vencerlos. Fue un sangriento combate de muchas horas, sin tregua. Corellama se refugió en la casa de su amada.
-Vienen por mí, mujer. Llévate a los bebés-, le ordenó.
Ella cargó con sus tres retoños y se refugió en la covacha donde estaban las ofrendas a Catequil. Imaginó que no osarían atacar allí y que su dios los salvaría a los cuatro.
Huáscar, sin embargo, entró con su ejército a la aldea y buscó a Corellama. -¡Traed a su mujer!-, ordenó.
Ella lloró, suplicó piedad, dijo que no sabía dónde estaba Corellama.
-¡Matad a los bebés!-, ordenó Huáscar. La mujer rompió en llanto, se tumbó a los pies del soberano, le suplicó por su piedad.
-Mátame a mí, es lo que vosotros buscáis-, apareció, enorme como un castillo, Corellama.
Huáscar dijo a sus guerreros que lo degollaran. Perdonó a la mujer y sus bebés. Se llevó a los pocos hombres que sobrevivían y le puso Caxa Marca a esa zona del valle.
Cristina mordió sus labios.
-No más sangre en Cuismanco-, dijo ella y cortó las cuerdas que maltrataban las delicadas muñecas de la mujer. Ella besó sus pies y corrió en busca de sus bebés.
-Eres hija del Sol. Tu palabra es ley-, dijo finalmente el atún curaca. Cabizbajos, como sombras resignadas, se marcharon todos los aborígenes. Solo quedó Cristina en medio de esa extraña aldea de casuchas de palos y piedras, en medio del intenso polvo y el fuego solar, calcinándola, debajo de su inclemencia.
Fue donde su caballo. Lo montó entre extrañada y estupefacta. Lo hizo a un lado y cruzó la ladera suavemente. El guerrero gigante la esperaba en el escarpado, con su enorme macana apoyada en su hombro.
-No ser mujer bestia, ser hija del Sol, mujer es sabia-, sonrió largo.
-Voy a Caxa Marca-, dijo ella, tratando de hacerse entender.
-Atahualpa mató a Huáscar porque pactó con hombres venidos del mar-, le relató. Eso lo sabía Cristina.
-Esta hermosa tierra se llenará de sangre. Que ya no sea más con la vuestra-, le pidió ella.
Cuando Cristina reanudó su marcha en busca de Benalcázar, el guerrero se subió a la roca más alta y desde allí le gritó fuerte y sonoro, remeciendo los Andes:
-Hija del Sol ha hablado. Cuismanco obedece-
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