DESEOS
Cuán oscura era la melancolía de Panamá. La tristeza tétrica escrita en las esquinas y en los rostros cadavéricos y pensativos de los españoles que vagaban como fantasmas por las callejuelas y el muelle. Llevaban impresos en sus aflicciones los deseos de encontrar sus propias huellas, las que perdieron entre fantasías y quejidos, flechas venenosas, heridas y fracasos atrás, en El Darién, donde se encontraba agazapado el dolor con la capa puesta y la espada desenvainada, convertido en filosofía tonta de ignotas razones. En ese vacío iba Cristina. El largo vestido y el abanico que sacudía seduciendo al céfiro que venía del mar y las miradas huecas de los marinos y soldados somnolientos y barbudos pero sedientos de revanchas. Vio la tarde muriendo lentamente, desplomándose sobre el puerto y la pena cabalgando junto al charco, desplazándose tozuda y hambrienta, queriendo enfrentar cualquier lanza para probar fuerzas e ideas. Cristina era como ellos. Quería olvidar su pasado en el villorrio de Puente Azul, silenciar la voz de papá diciéndole que al final se casaría con cualquier bastardo que pisara el bodegón de mamá y era una hembra buena para nada, tan solo para repartir hijos como perra. Su voz la llevaba clavada como daga, un tosco puñal que le abría la espalda y la confundía, peor entre la nostalgia del dique acariciando su cara , pasando las manos por sus piernas , besando sus labios, haciéndola suya. No habían explicaciones ni respuestas ni renglones dónde confesar sus pecados. Nada. Porque todos estaban más confundidos que ella. Los negros encadenados y los aborígenes temerosos, corriendo de un lado a otro. Los soldados al filo del pueblo viendo como gigantesco espectro al Darién y el sueño del oro del sur. Los marinero largos y encorvados y las damas que cubrían su soledad entre sonrisas, las faldas grandes y las heridas de mosquitos. Una conjunción de motivos sin repuestas, de concepciones incomprensibles y consignas intrincadas. No quería volver a Barcelona, tampoco seguir en ese infierno verde, cementerio de aventuras y ridiculeces. Torres o Benalcázar, Almagro y Cortez, La Española o Panamá, se entreveraban en ilusiones y por más que trataba de hallar alguna salida a su encrucijada, no la había. Porque todo era una enredadera de frustraciones que diferían de su idiosincrasia rebelde, audaz, atrevida y absurda a la vez. Viendo las carabelas fondeadas en el puerto, comprendió que ella era igual a la nave que la trajo a esa locura. Una nuez en la inmensa alfombra del océano que se zarandeaba a los caprichos del viento, marioneta de los quejidos y pesares, desengaños y bofetadas, aflicciones y maldiciones y los ríos de sangre que Panamá cubría en su falsa sonrisa. Porque en el camino a la riqueza, se hallaba la locura que todos querían negar y sin embargo cargaban en sus espalda, como el yelmo o la armadura. La muerte.
Al fondo del camino encontró a Ruiz, un viejo marinero que jugaba a los dados. Arrugado y sucio, flaco como palo, quería ganarle sus últimas horas al tiempo, tratando de negar su propia insensatez. La que le hizo perder un ojo y la mitad de su vida por unos duros que ahora se apiñaban regados en el piso junto a las piedras y desventuras.
-¿Acaso no regresas con Almagro?-, preguntó ella.
Ruiz arrugó el rostro e hizo una mueca. Sus heridas habían sanado pero la cicatriz de la cobardía aún sangraba. No quiso morir en ese infierno, tampoco quería volver sin nada a España. Por eso prefirió sepultarse allí, tragado por la tierra, gastando sus monedas en los dados, ansiando coger la peste. Ahogarse en silencio en medio de nada.
-No. Todos allá están chiflados...-, respondió.
Tiró los dados. Rebotaron en las piedras y caracolearon entre ellos. Sacó once.
-Tienes suerte-, dijo Cristina.
-La suerte no existe. Es una invención de los estúpidos para tapar sus errores-
Cristina se alejó sin entender el resentimiento de Ruiz, defraudado de no encontrarse jamás a sí mismo, dejando huir al galope sus sueños de riqueza. Pero tenía razón. Todo se evaporó delante de sus ojos cuando un certero flechazo le arrancó uno de ellos... al darse a la fuga.
Ella sabía que cada paso, cada esquina o las canciones que brotaban de aborígenes y marineros eran melodías de su propio vaivén de temores y verdades. En ese cúmulo de ideas marchitas definió que no debía claudicar ante nadie y desafiar a la muerte. Porque quedarse era morir, contagiarse de la desilusión. De no hallarse nunca ni comprender que en sus venas chapoteaba el orgullo de los parientes que pelearon en Francia e Italia y el abolengo que enfrentó a los moros.
Al fondo del muelle había un negro esclavo comiendo las sobras que le arrimó un marinero. Cristina miraba las olas estrellándose y suspiraba conmovida.
-El mar es malo-, dijo el esclavo.
Cristina se volvió extrañada. - ¿Por qué?-
-Lleva muerte y maldad. A mí me trajeron amarrado como bestia y mataron mi familia. Yo no sé dónde estoy. Solo veo mar. He viajado mucho y siempre estoy encadenado. El mar tiene la culpa. Por allí me trajeron. De allí llegaron. Salieron de sus botes enormes y dispararon sus palos de muerte. Salieron del mar. Es malo. No debe verlo-
-Sí. Eso es...-
-El mar es malo. Se traga los hombres, a mis hermanos los tiraron cuando enfermaron. Los chupó y comió. No volví a verlos. No pueden salir de allí. El mar es malo...-
Cristina se acercó al negro cuando un hombre salió de pronto y ladró enfadado. -¡Váyase!-
-Solo quería hablar con él...-
-Es esclavo...-
Cristina no quiso discutir y se alejó. El negro gritó.
-¡El mar es malo! ¡Allí está la muerte!-
Justo salía una caravana hacia el norte. Entre ellos iba Alonso, el amigo de Benalcázar.
-¡El Rey quiere más tierras y riquezas!-
Cristina se quedó mirándolos partir hasta que se perdieron en el camino. Luego suspiró.
-No. La muerte está en cualquier lado...-
Por la noche, una voz atronó el infinito en la posada donde estaba Cristina. Se oyó como cañonazo en medio del silencio ennegrecido y tupido.
-¡Señora Sotelo! ¡Se le acusa de asesinato!-
Cristina no dormía. Vagaba sus pupilas entre las telarañas del cuarto. Los crines desparramados y la leve sonrisa, tenue y cansada. Se levantó con pereza, estiró los brazos y dio un largo bostezo. Se dirigió lentamente a la ventana, la abrió de golpe y sacó la naricita. Luego dejó caer la cabeza sobre los brazos, coqueta e infantil.
El alguacil vio la imagen de la dama encantada seduciendo y venciendo tenores, pincelada tal como siempre la soñó. Bella, gentil y serena. Los ojos irradiando ternura y la boca roja y carnosa. Era verdad. La amaba. La deseaba. Quería olvidar en ella sus pesares y fracasos. La miró en la fantasía de la hora dormida, cuando las estrellas iluminaban extasiadas su rostro de ángel. Comprendió que había perdido un tiempo valioso porque jamás encontró los placeres y fortunas que ilusionó y se dio cuenta, en su belleza, que el El Darién era otra de sus tantas derrotas. Volvió a verla hermosa, enamorando encantos de la noche, picó al animal y se alejó cabalgando de prisa al pueblo a llorar allí su desventura. El saberse nada en el nuevo mundo.
Cristina corrió hacia el otro cuarto y golpeó varias veces la puerta.
-¡¿Mi señora quiere algo?!-, preguntó Pedro.
-¿Saldrá alguna caravana al otro lado del puerto?-
-Sí. Mañana temprano. Irán al Perú...-
Cristina sonrió. Apretó los puños y levantó la mirada al techo. Su sonrisa iluminada la oscuridad. Un canto de felicidad. Gritó abrumada, apasionada...enamorada.
-¡Allá voy, Sebastián!-
La locura era contagiosa.
*****
Cristina fue hasta el final de la calle. El sombrero elegante, los cabellos rodando sobre los hombros y la pinta de amazona. La mirada altiva y orgullosa. Voltearon los soldados para contemplarla silueteando la mañana. El rostro pálido donde se dibujaban los labios serenos y cautivantes. No era muy alta, sin embargo aparecía como una gigante en los ojos de todo ellos. Un negro corría tras ella con la cara apesadumbrada, gimiendo.
-Doña Cristina se va...-
Ella fue hasta el animal más oscuro que tenía uno de los soldados cogido de las riendas. Un bravucón que renegaba colérico. Cristina llegó desafiante y quiso cogerlo del bozal. El caballo relinchó indignado.
-¿Cómo se llama?-
-"Trueno"-
Cristina le susurró al oído y trató de calmarlo. Había mucho frío y el viento que venía del mar calaba hondo. Tiritaba y sentía que sus huesos se quebraban bajo la piel. De un brinco montó al animal. Intento sublevarse. Giró en torno a una círculo y sopló fuerte. Se oyó una voz.
-No sabe montar. Irá de cabeza al suelo-
Eso la irritó.
Tiró de las riendas, aprisionó los talones y gritó varias cosas en catalán. Al rato el animal trotaba armoniosamente bajo los balcones de las casas donde hacía tamborilear los cascos.
-Nos llevaremos bien, "Trueno"-, declamó ella feliz y orgullosa.
Picó adelantándose soberbia y arrogante a la fila junto a los carromatos donde iban las otras mujeres y los indios que cargaban los pertrechos. Miró sonriente la caravana.
-¡Al sur!-, gritó el capitán.
La columna empezó a moverse lentamente, marchando hacia los misterios del Darién. Hacia esa sombra inmensa que se elevaba como monstruo que había tragado yantas ilusiones, caprichos y desventuras pero que no dejaba de abrir nuevas esperanzas en su sonrisa petulante. Sueños prohibidos y deseos descubiertos, desnudos. De allí salió Cortez. También Pizarro y Benalcázar. Se conquistaron muchos pueblos. Ahora querían el oro del Perú.
*****
La selva es un bosque de miedos. Oscura y lúgubre. Se yergue imponente y amenazante. No hay caminos. Solo los senderos que abren paso las espadas y machetes y señala la brújula de la valentía y el orgullo. Las luces que iluminan los intrincados pasajes brotan de las ilusione y los deseos de no morir. Por allí, Cristina pensaba en lo inútil que era levantar fantasías, pensar en amores o comprar vestidos, porque estaba jugando con la muerte igual a sus parientes en el Pirineo. Cualquier noche, entre aullidos y cacareos de papagayos, podría ser la última. Ruiz se lo advirtió en la mirada de su único ojo. Su voz la escuchaba repicar en los disparos de arcabuces, los ayes de dolor, los chillidos de pájaros y las agonías de los que enfermaban de repente y morían acurrucados, temblando como gelatinas. En el ruido seco de las espadas perforando la carne de los salvajes angustiados pero valientes que se resistían a ver su raza subyugada. En todo.
Su mente aún evocaba otros días de indiferencia, dolida y herida, cuando encontraron a uno de los aborígenes en un paraje, con el hígado perforado por una bala de arcabuz, muriendo lentamente, pidiendo piedad, agonizante. Se conmovió. Se volvió a ver a los soldados y ninguno hizo nada. Lo miraban morir sin importarles, con las sonrisas estúpidas y vacías. Herrera pidió que lo colgaran de los pies para que sirva de escarmiento al resto de naturales. Le dio ira.
-No... ¿Es desgraciado con vuestras venturas!-
Se inclinó para darle de beber agua en sus manos, pero, mirándola inconsolable y sin entender nada, el indio murió igual a un pájaro herido, derrumbado de su propio nido, creyendo en una maldición divina. Cristina se levantó colérica. -Lo dejaron morir-
Herrera barulló. -¡Bah! Llora por mí, cuando muera...-
Un día después, un flechazo se le metió justito entre las orejas a Herrera. Cayó pesado y pataleó un rato, resistiéndose a morir. Corrieron sus amigos pero no pudieron hacer nada. Quedó tendido entre algunas ramas, repitiendo entre lágrimas y angustias, que era un maldito.
Al capitán lo mataron los bichos. Bebió agua de una primorosa fuente y dos noches después era cadáver. A su lugarteniente lo asesinó un cacique de una tribu valiente al sorprenderlo junto a su mujer, haciendo el amor. Contaban después que los aborígenes se lo tragaron, tras partirlo en trozos. A la mujer la violaron tantas veces que murió de asco.
Fue cuando llegaron a una aldea. Manrique había tomado el mando. Miró el descampado y llamó a los soldados.
-Vamos a llevarnos todo. Víveres y mantas. También agua-
Los naturales los vieron saquear sus chozas, sentados en el suelo, deletreándolos con curiosidad. No les importaba. Todas las caravanas que iban al sur pasaban por allí y hacían lo mismo. Robaban sus trapos y cargaban con sus comidas sin pedírselas, encimándoles los caballos o disparando sus palos de muerte. A su cacique lo habían degollado cuando no quiso darle su mujer a Almagro.
Cristina fue a una chocita y encontró al dueño en cuclillas, mirándole con sumisión y atención. -Quiero agua-, le dijo. El indio no contestó. Vio su trasero al inclinarse y soltó una risita con sorna.
-Buen poto-
Ella sonrió y bebió un trago largo. Le gustó la vasija de barro. -Es muy bonita-
El indio no respondió.
Cristina se paseó rebuscando cosas. Tomó penachos, collares, orlas y mantas. También guardó un cuchillo y una daga ceremonial. Cuando salía, el aborigen carraspeó. -Roban. Solo roban y matan-
Cristina tragó saliva.
El hombre siguió mirándole el trasero. -Roban... matan...-
Ella salió apurada de la covacha.
*****
Rodríguez deseaba a Cristina. La noche que acamparon ya muy cerca del puerto, fue hasta ella jadeando con los ojos desorbitados.
-¡Muñeca! ¡Serás mía!-
Quería desfogar sus angustias y la muerte de su compadre Alvarado, por una mordedura de serpiente. Ella era la indicada, pero un patadón en los genitales, lo hizo doblarse de dolor. Cristina estaba prevenida porque Rodríguez se le acercaba siempre y se recostaba a ella, susurrándole palabras de amor. El deseo de poseerla la volvió un botín codiciado. Se puso de pie y sacó un cuchillo. Lo arrinconó a la garganta del soldado.
-Te daré la oportunidad que mueras como un caballero-
Los otros soldados hicieron un círculo. Reían con estrépito.
Chillaron los pájaros y un largo murmullo se apoderó de la selva.
No hubo mucha pelea. Al primer encuentro, Cristina clavó la estocada en medio del corazón de Rodríguez, perforándole sin misericordia, y jalando hacia abajo, dibujando la agonía en el pecho del hombre que cayó en los ramales sin decir palabra, atrapado por la muerte con la capa como mortaja.
-Lástima. Eras un semental-, dijo ella.
Después de eso, la fama de Cristina se hizo grande.
Ya en el barco, al fin, alguien la tomó del brazo.
-¿Por qué lo haces?-
Era Alonso Toro, un soldado de mucho arraigo. Cristina quiso adivinar algo entre sus arrugas y la barba crecida pero no habían repuestas. -Por lo mismo que vos...-
-Yo lo hago por riquezas. Este imperio es muy rico...-
-Es lo que comentáis todos...-
-Pocas mujeres hacen travesía tan difícil. La mayoría se queda en Panamá-
-Soy diferente...-
-Pero al final eres mujer. Las mujeres dais hijos...-
Ese tipo de conversaciones no le agradan. Le recordaban sus temores. Hizo un mohín y fue al camarote. Toro echó a reír de mala gana. -Maldita suerte de Benalcázar...-
*****
San Miguel apareció tras la montaña como un villorrio pobre y despreciable, con algunas banderas que se levantaban enigmáticas entre las covachas de palos y el montón de indios que estaban en la entrada. Sonó un clarín a los lejos. Cristina vio alborotarse a mucha gente bajo la quebrada.
Detuvo al animal y después descendió a todo galope, en medio de la polvareda.
-Dios santo... es una mujer-, dijo uno de los guardias que apuntaba un arcabuz.
Corrieron los hombres, tirando barricadas y carromatos a los lados. "Trueno" cruzó el camino rápido, entrando al pueblo en el embudo que formaban indios y españoles. Apareció un esclavo presuroso, sujetando las riendas del animal.
-¿Quién sos?-, preguntó uno de los soldados.
-Busco a Benalcázar-, dijo ella sudorosa y llena de polvo.
-Partió a Cajamarca. Está con Pizarro...-
Cristina miró el largo infinito de montañas erguidas sobre sus hombros. El encrespado territorio se dibujaba entre los algodones de los cielos y los cerros entreverados en sombras e inmensidades.
-No pensarás ir tras él-, adivinó uno.
Vaya pregunta. Cristina quitó las riendas del negro, picó y salió por el camino a tropel, entre los gritos de los hombres que querían detenerla. Dispararon sus armas al cielo. Escupieron su ira.
-¡Te matarán! ¡Quisquis te degollará!-
Ella no escuchó. Se había perdido en el sendero que dejaba San Miguel, avanzando hacia lo desconocido.
*****
Cristina ya había recorrido gran trecho cuando sorpresivamente "Trueno" se aleonó y la tiró al lado.
-¡Zonzo! ¡No eres más que un zonzo!-, aullaba furiosa.
-Warmi se lastimó-
La voz vino de algún lado. Cristina volteó y un rayo le corrió por la espalda. Sintió que la sangre l llegaba a la cabeza y le pareció reventar de pronto. Delante estaba un indígena, mirándola fijamente. Los ojos agrios y la nariz puntiaguda. La ayudó a levantarse, sujetándole los brazos.
-Warmi se para...-
El alma le volvió al cuerpo. Soltó el aliento y con el sombrero se limpió las calzas.
-Pareces un duende. ¿Tienes nombre?-
-Manuelillo, warmi, Manuelillo me llaman-
El yanacuna corrió hacia San Miguel con la cabeza gacha. Los cabellos largos y los tobillos marcados y deshechos. Tiraba los brazos como si galopara... o soñara quizás montar un caballo. Cristina fue donde "Trueno" que había quedado quieto.
-¡Seremos amigos, Manuelillo!-, gritó ella.
Pero el indio ya se había perdido de vista.
*****
El camino no llevaba a ningún lado. El valle mezclado de interminables cerros, vestidos de verde, confundían a la dama. Ya eran muchos días que iba aburrida por los terrales, sin encontrar alguna huella. Nada. El sol se desplomaba cansado sobre sus hombros, no había viento y sentía la boca cada vez más seca a medida que "Trueno" seguía trepando los escarpados, desesperado igual por la sed. Las sienes de Cristina parecían prensas que la trituraban sobre los pómulos. La candela que brotaba de las narices y el cansancio , la tenían mareada y confundida, montada como idiota sobre el animal. No podía pensar. Entreabría los ojos y temía caerse de la silla y morir allí, en ese ignoto territorio. Además, debía soportar las heladas de las noches, el cuchicheo intenso de los pájaros, los vientos huracanadas y las cortinas de polvo rajándole la cara. En ese infierno, nunca avistó un rostro. Siquiera aborígenes. Era un fantasma vagando por las lomas. En eso vio humo tras un empinado.
-Rayos. Un hijo de perra-, barulló. Probó el último sorbo de agua que llevaba en la bota y remojó sus narices hechas pedazos. Condujo al caballo por un camino que rodeaban los arbustos y oyó risas cerca.
Eran españoles. Uno de ellos la vio venir.
-¡Virgen María!-
El hombre bajó de prisa la pendiente donde hacía guardia y fue a la aldea dando tumbos.
-¡Es ella! ¡Es ella!-, gritaba jalando y tropezándose con su miedo. Algunos compañeros recostados a los piedrones, lo vieron venir. Levantaron los cascos, pasaron las brazos por las barbas y siguieron durmiendo en el desencanto e la tarde. Ya habían librado muchas batallas y no temían morir. Pensaban eran inmortales.
El soldado se metió precipitado a una casucha, buscando apuradamente con los ojos.
-Mi capitán. Es ella. La que mató a Torres. La maldita-
Almendras estaba desnudo y acariciaba con embeleso a la india acostada a su lado. Ella lloraba y sobaba su cuerpo lleno de arañazos, violado sin piedad. El tipo se volvió espacio, aún somnoliento, golpeando los párpados como abanico. Murmuró.
-La maldita, la mujer de Benalcázar...-
Cristina entró a la hilera de covachas a medio galope, contemplando a los lanceros tumbados al suelo, rascándose y ahuyentando a las moscas. Pasó entre los fogones y escuchó los alaridos de las indias angustiadas, barullando mil cosas en su lengua y las risotadas ebrias que atrapaba el eco. También los golpes y los lloriqueos. El sexo violento de gente sedienta de carne. No le extrañó. Muchas veces vio lo mismo. El festín de juntar a la fuerza los cuerpos. Los soldados abusaban de las indias, viejas o jóvenes, aún niñas, a su albedrío, sin distingos probando sus placeres con crueldad, libres de culpas. A eso vinieron. Todo ese tiempo los soldados degustaron la piel ajena como fieras salvajes. Escupió. Esas imágenes de pasión desenfrenada, de obviar pecados y reencontrar vidas extraviadas en encantos prohibidos, los olvidaría el tiempo.
Almendras apareció trastabillante.
-Te creíamos muerta...-
-Mala fama que me han creado-
-Eres una maldita. Cruzaste medio territorio sola pese a Quisquis. ¿Acaso no le gustan las mujeres blancas a ese puerco?-
Cristina coló la mirada en la covacha de donde salió Almendras. Vio a la india llorando encorvada, sujetando sus rodillas. Con los cabellos trataba de cubrir su desnudez. Curar sus heridas.
-Vos sos más puerco que un hombre que defiende su tierra-
-No quiero sermones. Gozo la vida porque en cualquier momento un flechazo me manda al infierno. Allí tragaré la mierda del mundo en trozos...-
-Por eso las violas, entonces, como si fueran putas-
Almendras soltó la risotada. -Ganamos. Pero aún no son cristianas-
-Seguro te crees un macho-
-Veinte indias lo atestiguan-
Cristina sintió asco. -Solo vinieron a matar y violar en el nombre de Dios...-
-Pizarro matará al inca. El imperio será suyo-
Cristina desmontó. -Mi caballo galopa casi muerto. Necesito otro. Voy a Cajamarca-
Almendras estaba insatisfecho. Recorrió la mirada en el rostro de ángel de la dama, los labios y los ojos de ensueño. El cuerpo dibujado al morboso capricho del destino, despertándole el afán de poseerla. Cristina era distinta. Igual a él. Otra alma perdida en ese laberinto de sangre y muerte.
-Primero te acuestas conmigo y luego hablamos del caballo...-
-Mierda...-
Almendras estalló en carcajadas.
-Maldito el hombre que te haga mujer-, ladró y ordenó traer su caballo.
-"Diablo", el mejor alazán del ejército de su majestad...-
Cristina montó el animal con altivez.
-Maldita la mujer que te haga hombre-, repitió ella sin sonreír, mirándole fijamente a los ojos. Picó y se perdió en el camino sin rumbo. Atrás, la aldea volvió a su triste suerte de gritos, humo y sueño, ocultándose en la nada, como rosa marchita en la selva de hierba mala.
Uno de los hombres se acercó a Almendras.
-¿Quién es?
-Una mal parida de mierda...-
Almendras siguió riendo y retornó a la choza. Cuando vio a la mujer arrodillada en el suelo, masculló colérico.
-Mi botín de guerra... para eso venimos-
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