Capítulo 3

CUISMANCO

Cristina llevó al caballo por la pendiente arenada, y trató de descender por el escarpado, haciendo eses para no resbalar por entre las enormes rocas y la abundante cantidad de piedras puntiagudas, como clavos, que habían por todo sitio que le impedían movilizarse. El Sol se desplomaba como cascadas sobre ella, y sentía la garganta seca y anudada. Bebió de la bota y trató de otear al fondo del camino, donde los cerros ahuecaban el límpido celeste. No había nada. Solo más polvo y ramales muertos, como sombras agazapadas o embozadas.

-Vamos bonito-, le pidió al caballo, también rendido, fastidiado, sudoroso, vencido por el intenso calor. Las narices de Cristina exhalaban fuego. Las fosas le ardían y sentía la sangre chisporroteando en sus venas. Soplaba llamadas en su aliento cuando vio a los aborígenes mirándola con curiosidad,  subidos a las rocas. No se veían amenazantes. Parecían duendes recreándose con la cara enterrada de Cristina, sus pelos ajados, el sombrero maltrecho, sin plumas, y las ropas rotas.

Cristina quiso hablarles. -Vengo en paz-,  dijo poniendo la mano en el pecho. El eco fue igual a flechazos rebotando en las laderas, multiplicándose como un redoble de tambores, retumbando un rato antes de evaporarse en el silencio.

-En paz-, repitió la estridencia mientras fue quedando tan solo un hilo vacío.

Ella intentó avanzar a paso lento con el caballo, pero surgieron más naturales de entre las ramas muertas y las rocas enormes que le hacían un tosco renglón a lo que parecía un camino lánguido y cansino. Seguían mirándola con curiosidad. No tenían armas tampoco.  Solo sus manos, pero ellas eran tan enormes como mazos. Cristina tuvo miedo.

Uno de los hombres tomó las riendas del caballo y lo llevó  por el enarenado. Cristina parpadeó asustada.

-Quiero hablar con vuestro jefe, tenéis que traerlo-, pidió. No la escucharon, siguieron llevando el caballo sorteando las piedras, pisoteando sus sombras, igual a una larga procesión, en silencio, rodeando a Cristina como hormigas cargando una presa. Eso le pareció a ella.

Allá, en una esquina apartada, subida a una pequeña, loma había una aldea, de unas cuantas casitas y covachas hechas de piedra y palos. Más indios se amontonaban en la entrada y miraban a Cristina entre sorprendidos y atónitos.  Algunos sacaron lanzas y macanas y aguardaban desafiantes delante de las casuchas.

-En paz, vengo en paz-, dijo Cristina cuando se detuvieron delante de la aldea. Vinieron mujeres y niños, todos asombrados, maravillados, absortos y boquiabiertos. Desorbitaban los ojos viendo los estallidos del Sol rebotando en las hebillas de ella. Admiraron sus ojos grandes y el color de la piel, tan blanca y delicada, pero estropeada por los terrales.

Ella bajó del caballo y todos, absolutamente todos, se espantaron. Se alzaron sobrecogidos y zumbaron las huaracas y le apuntaron las lanzas y macanas.  Lloraban los niños.

-Mujer bestia partirse en dos-, dijo uno en culle, alarmado. Cristina no sabía ese dialecto, igual ellos no conocían su idioma.  Ella tocó su pecho y señaló el camino. -Voy a Caxa Marca-, dijo lo que aprendió en San Miguel.

-Caxa Marca es de Atahualpa. Hombre malo-, insistió el mismo sujeto. Le hizo también gestos a Cristina como si talara un árbol, con las manos extendidas.

Quisieron atarle las manos. Cristina se opuso y desenvainó la espada.

Los aborígenes vieron maravillados el acero alzarse en las manos de Cristina, tan o más grande que ella, y se admiraron de su mirada férrea dispuesta a dar combate. Ella se puso en guardia, envolviendo su brazo con la capa.

-No. Batalla no-, siguió haciendo gestos el hombre y la invitó a pasar al pequeño poblado. Cristina tomó las riendas de su caballo y avanzó despacio, siguiendo a la extraña comitiva que murmuraban mil cosas entre ellos, tratando de adivinar quién era, qué buscaba, si era una divinidad de lo que habían prometido los incas cuando llegaron a esas tierras.

-Hija del Sol-

Delante de ella estaba un anciano que sujetaba sus pelos con una vincha donde había un enorme Sol de oro. También tendía pendientes dorados, inmensos y un collar con más oro. Sujetaba un bastón y tenía el rostro ajado por la edad. Miraba sin miedo a Cristina.

-Vengo del mar-, trató de aclarar ella.

-No. Tú, hija del Sol-, insistió en culle el que parecía un sacerdote, quizás un atún curaca. Eso también le explicaron a Cristina. Eran las autoridades de los poblados.

Uno  de los guerreros que tenía una inmensa macana discutió con el atún curaca. -Dios de Cuismanco es Catequil-

  El anciano lo miró fijamente. -Los incas trajeron un nuevo dios, es el Sol, le debemos ahora al Sol. Ella es la hija del Sol-

-Es una mujer. Catequil podría calcinarla con sus rayos-

-Esa mujer es mágica, mira el acero en sus manos. Tiene poder. Es infinitamente poderosa.  Vino de los cerros, bajó de las nubes. La envió su padre el Sol para hacer justicia-

Cristina tenía las quijadas descolgadas, el corazón frenético rebotando en las paredes de su pecho, entumecida y sin reacción.

-Eres la hija del Sol-, volvió el atún curaca a hablarle a ella.

Y entonces de entre las covachas de palos y piedra, trajeron a una mujer con las manos atadas a la espalda y una soga sujetándole el cuello.  La tumbaron a los pies de Cristina. Ella lloraba y tenía los pelos desparramados sobre los hombros. Había sido castigada, además. Tenía muchas heridas abiertas y estaba descalza.

-Mujer mala, traicionó a Corellama. Ella lo entregó a Huáscar y lo degolló-, fue lo que le intentaron explicar a Cristina. Por ella vencieron a los coremarcas, agregó el guerrero.

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