Cristina, Una Historia De Amor Y Muerte
AMOR
Villa Cristina no era la misma. En su pena se agazapaba la muerte y la tarde arrastraba su mortaja ente los matorrales y el polvo. lloraban los pájaros al fondo del cañón, donde Cristina tenía sus siembras e iban a rebuznar los caballos cuando los llevaba Manuelillo. Lo conocía dese San Miguel, Siempre alegre y divertido, saltando como conejo. Ahora el indio miraba desconcertado el camino y no sabía qué decirle a la dama. Se contagió del lagrimeo de ella y los gemidos del ventarrón.
-Doña Cristina no hace más que llorar-, masculló apenado.
Cristina no quiso contestarle. Sacudió los crines y oyó truenos cerca del arroyo. Abrió sus ojazos y sus manos temblaron.
-¿Son los cañones? ¿Los escuchas?-
Volvió apurada hacia la casa, jalando su largo vestido mientras Manuelillo iba tras ella, persiguiendo su sombra culebreándose en el terral. Cristina lloraba. Comprendía que todo había sido una locura. Desde su llegada a Panamá, cuando encontró a un viejo que le sonrió con galantería. Allí empezó la historia. Después e hizo una cascada de vicisitudes que la llevaron por recónditos lugares y caminos atravesados, arriesgando por gusto su vida. Hoy estaba sepultada en Guamanga, encadenada a la casita que levantaron los muchachos antes que fueran a Charcas.
Aquel vejete era Benalcázar.
-"Villano" no ha comido, Manuelillo...-, dijo ella. El indio corrió dando brincos a la caballeriza, cuando Cristina volvió a escuchar los cañones. No lo eran. Los estallidos eran los recuerdos que se precipitaban en su memoria. Reconoció la voz de Pizarro, despidiéndola de Lima.
-No morirás...-
Le pareció una ironía.
Abelardo la vio entrar como un fantasma, despeinada y vacía.
-¿Qué fue de la diosa de Olimpo que decía don Pedro?-, rezongó. Cristina sonrió con la mirada donde brillaban las lágrimas.
-El griego es un embustero con las chicas-
-Don Gonzalo también le pondrá "Villano" a su caballo-
-Vive enamorado de mi pura sangre...-
Abelardo no aguantó más la tristeza y melancolía de ella. Se enojó. Tiró la armadura que sacudía y colgó las botas. Salió descalzo de la casa, mascando un sin fin de cosas. Cuánto tiempo con ella y jamás pudo entender u nostalgia. Por eso pegó el portazo. A Cristina no le importó. Fue al cuarto y se recostó en la cama. El viento rebotaba en los ventanales y en su cabeza seguían explotando los arcabuces. Todos decían que era la espada más linda que había llegado al Perú. Esa tarde, el arma estaba tirada en el piso, llenándose de polvo. Ya no quería verla. Le daba náusea.
-Dios ¿qué hago aquí?-, balbuceó en medio de la tristeza.
Lloró y cerró los ojos queriendo olvidar su presente y aferrarse a un pasado inútil. En esa tela oscura que la envolvía asfixiante y nostálgica, oyó una voz escapando apurada del estallido de los trabucos: -Estás loca...-
Evocó la ocasión perfectamente. Ella montaba un espléndido potrillo de crines sedosos. Las botas ajustadas y las calzas brillantes que reemplazaron a la molesta y pesada falda que trajo de Panamá y dejó en el barco. Allí todo era inmenso. Los escarpados, el cielo teñido de azul y la soledad cada vez más larga.
Los soldados se apearon en el camino y uno corrió presuroso hasta la lomita que cubrían los ramales. Se agazapó y levantó la cabeza, oteando el infinito. El sol caía como cataratas sobre los casos y la tierra quemaba como el infierno. Cristina pasó el pañuelo por el sudor.
-¿A qué imbécil se le ocurriría hacer una ciudad en este arenal?-
Bartolo se enderezó para responder pero Cristina no lo dejó. -Sí, ya lo sé, Benalcázar...-
Bartolo sonrió. -No. Fue Pizarro...-
Ya llevaban varios minutos aguardando la señal del vigía, cuando Cristina se hartó de esperar. Galopó hasta donde estaba el soldado. -Vos no servís para conquistar nuevas tierras-, le recriminó y echó a correr por el camino. Bartolo gritó indignado.
-¡Por Dios, loca, te matarán¡-
Cristina siguió cabalgando acalorada, perdiéndose en la ruta que iba a San Miguel, golpeando al animal con el sombrero, sin oír los gritos de los demás.
-Está desquiciada. No lo dudes-.
Los soldados se quedaron sujetando sus lanzas, recostados a los caballos, viéndola en el filo del horizonte, imaginando tener en sus brazos una hembra así que rompiese costumbres y fuera rebelde como un potrillo.
Ahora los gritos de los soldados, se habían vuelto un horrible eco rebotando en los rincones del cuartucho, igual a los arcabuces estallando su pólvora. -Loca... loca... loca-
*****
María del Pilar Cristina González Sotelo y Solano no había pensado esa mañana que llegó a Panamá encontrar tantos soldados arremolinados en el puerto. Un marinero sin muelas le dijo que aguardaban noticias de España. - No quieren que Pizarro vaya al sur. Es una locura-, escupía en su rostro. Ella alzó su falda divertida. -Pues cada loco con su tema. A mí, el sur me importa un bledo...-
-No hables así. Dicen que el oro brilla más que el sol y no conocen la noche...-
Cristina dejó al marinero metiendo la nariz en la montonera de soldados mientras el capitán gritaba que no había llegado ninguna comunicación, que quizás vendría en otro barco. Ella se fue junto al dique buscando algún rostro amigo. Pero era difícil. El puerto estaba lleno de gente presurosa que daba tumbos y rebuznaba enojada.
El único que aparecía sereno era un viejo montado en un brioso caballo. Seguía con despreocupación el laberinto y se burlaba de la chusma apretujada en torno al capitán. Reía con sorna. Cristina se acercó coqueta.
-Perdón, busco a Pedrarias. Es mi tío. Hermano de mi abuela...-
Benalcázar no se sorprendió. Miró con idéntica indiferencia a la mujer y se deleitó un rato con sus ojos. Después suspiró.
-Pedrarias murió hace tiempo. Era mi amigo...-
Cristina ya lo sabía. Por eso estaba allí. La fortuna e Pedro Arias le pertenecía a su familia, pensaba, y era hora de reclamarla antes que se gastara en alguna aventura estúpida al Darién.
-¡Oh! Me duele saberlo. ¿Y quién es vuestra merced?-
Benalcázar le sonrió con galantería. -Moyano. Sebastián Moyano. Regidor de Santiago de León. Y mi bella señora, imagino, tendrá nombre-
-Soy Cristina Sotelo-, dijo ella, esbozando una risita pícara y traviesa. Los dientecitos de marfil y la mirada tierna que traslucía el alma juguetona de la jovenzuela. El viaje, sin embargo, la había echado a perder. Ahora era un costal de huesos que el viento prometía arrancar del suelo, apenas se estrellaran las olas en la playa.
-¿Acaso vuestra madre os dio permiso venir a Panamá?-
-No. ¡Fugué de casa! Oí decir a mi padre que el tío agonizaba y alguien debía venir a las Indias. Me adelanté. ¿No le hace gracia?-
-No...-
El puerto no era lo que esperaba Cristina tras los largos meses de travesía. Dos casuchas se alineaban cerca al dique y numerosos negros esclavos estaban en cuclillas, pegados a las sogas. Los soldados corrían cargando sacos y bajaban algunos caballos de los botes mientras los aborígenes se cruzaban en el camino, intempestivos y perdidos, tropezando con los marineros. Parecía un mercado. Se recreó un rato viendo a lo naturales y les resultó graciosos por sus arreglos y pinturas, también los collares, los penachos y las miradas asombradas.
Benalcázar interrumpió su mutismo.
-Esos marineros pudieron haber abusado contigo. Son varios meses en el mar-
-Pero en el barco habían indias...-
-No es lo mismo-
-Para ellos, sí...-
-También habrían indios-
Cristina asintió.
-¿Y vos usó alguno?-
-Pues... pasé la lengua por las piernas de uno grandote-
Sebastián echó a reír y desmontó. Vio ensimismado la boquita chiquita, la más deseada de Barcelona, y leyó en sus ojos que la codiciaban todos los capitanes y caballeros de la comarca. Por eso huyó. Porque en cada mirada siempre había deseo y sexo y no quería terminar como su prima. Se casó a los 17 y al cumplir veintiséis ya tenía ocho hijos e iba para el noveno. Le indignaba.
-¿No tienes dónde vivir?-
-Espero no incomodar a vuestra señoría...-
-Yo no hablé que te quedaras conmigo...-
Cristina tomó el brazo de Benalcázar. -Es lo menos que puedes hacer con la sobrina predilecta de mi tío abuelo...-
-Sabes lo que quieres-, sentenció finalmente el viejo y fueron juntos por una calle estrecha, hacia el solar de Pedro donde Benalcázar pasaba las noches y le servía de alojamiento.
-En el próximo barco te irás. El Darién no es ningún juego-, barulló molesto.
Cristina solo respondió con una sonrisa.
-Vivirá aquí-, le dijo Benalcázar a Pedro. El hombre afiló los ojos y arrugó la nariz con desencanto.
-Pues mejor hubiera traído a la abuela que a la nieta, Adelantado. Es muy joven para vos...-
-No hables tonterías y alístale un cuarto. Yo saldré y regresaré luego. Mas vale que no escuche quejas de la señora...-
Cristina subió los peldaños de la escalera con cuidado. Vio salir a Benalcázar entre enfadado y nervioso. Después perdió su sombra en el estrecho pasadizo que separaba los cuartos.
*****
Benalcázar llegó tarde a la posada, ladrando su ira. Tiró la puerta de su cuarto y encendió una lámpara que tenía cerca. -Mierda, que me importa San Sebastián-, chilló iracundo. Fue a otro cuarto y cogió unas frutas apiñadas en un cesto. Entonces reparó que había una silueta junto a la mesa. Se extrañó y pasó el lumbre con cuidado. Era Cristina.
El viejo quedó hipnotizado. Su belleza aparecía enigmática y sedienta, en el velo de la oscuridad, provocativa y sublime, como pincelada en un lienzo dorado. Vio sus ojos y encontró el sexo y deseo impresos en ternura. Estaba hermosa. No supo qué decirle.
-¿Qué ocurre en San Sebastián, señoría?-
Cuán delicada le pareció la voz. Huérfana de cariño, deliciosa y sutil, como canción de musa. Le susurró al oído y suavizó su alma cicatrizada de él, arrugada por desilusiones y engaños. Pensó entonces en un ángel que le encadenaba al amor, al tormento del poema gentil y el verso alocado que sufragaba su corazón.
-Nada que a vos importe-, dijo sin despegar la mirada de sus ojos.
-Pareciera haber visto un fantasma, mi señor Moyano...-
-Sí. El más lindo de todos-
Cristina había preparado algunas carnes y separó las frutas. Le sirvió y sonrió con encanto.
-Ojalá no sufra una indigestión...-
Benalcázar sonrió y se deleitó con las frituras.
-Jamás había probado mejor carne, mi señora Sotelo-
-Es lo mejor que podría hacer por vos-
Cristina le contó que le pareció triste y caótico el puerto. Que hubiera esperado ver soldados marchando al Darién y le preguntó quién era Pizarro.
-Es un loco que quiere encontrar oro en el sur-
-Dicen que hay mucho oro-
-Es un pueblo virgen...-
-¿No os parece que es robar las riquezas de gente inocente?-
Era cierto. El mismo sentía esa duda martillando su cabeza. Le horrorizaba ver capitanes y políticos hartados de oro mientras los naturales seguían encadenados como bestias. Le daba asco.
-No son cristianos-, dijo al último. Se levantó y se despidió de la dama, besándole la mano.
-No es una excusa convincente-, insistió Cristina.
-Díselo a Colón-, carraspeó él y se retiró a dormir.
A partir de entonces, Cristina empezó a a prepararle las comidas a Benalcázar. Para él fue una bendición porque Pedro, el dueño de la posada, lo estaba matando con sus exóticos platos que inventaba juntando cualquier menjurje en la olla.
-Debe ser horrible morir de cólicos-, le barullaba mientras el tipo seguía con sus alocados menús en el afán de convertirse en el mejor cocinero de Panamá. Su obsesión no tenía medidas.
-Luego, por las tardes, iban por el puerto mirando las olas y los barcos balanceándose entre las olas. Escuchaban a los marineros contando lo que ocurría en El Darién . A Cristina le divertía oír a los curtido marinos relatando odiseas y muertes horrendas , atravesados por flechas y lanzas ponzoñosas.
-No es divertido morir envenenado, mi señora Sotelo-, decía Benalcázar.
Cristina reía. -Los muchachos me enseñaron a manejar la espada en Barcelona. Soy muy diestra-
-¡Y yo soy Calígula!-
Al llegar la noche, Cristina le recitaba los poemas que aprendió de su hermano. A Benalcázar le encantaba verla en el porche, admirando sus ojos, embelesándose con su juvenil belleza, oyendo esa vocecita suave y delicada. Extasiado contemplaba su rostro y lo comparaba con otros amores. Quedaba rendido de Cristina.
-Le complacen los poemas...-, decía ella al verlo ensimismado, recostado en su hamaca.
-Me complace vos-
Una noche encontró a Cristina mirando las estrellas repartidas en el horizonte, deleitándose con sus fantasías y suspirando enamorada y gentil.
-Las estrellas no se comparan contigo, Cristina...-
Ella se volvió y le sonrió con coquetería. Benalcázar la tomó de los hombros y no soportó más el suplicio de verla tan hermosa y radiante, profanando su espíritu guerrero, hartado de combates, cuajado y remendado de heridas y decepciones. La besó apasionadamente, probando el elixir fresco de la dama, hasta envenenar su alma carcomida de pasión, necesitada de cariño, cansada de soledad. Ella se resistió al principio , pero luego cayó vencida ante el ímpetu del viejo y apretó su cuerpo a él para contagiarse de sus temores y aflicciones, de sus angustias y sueños prohibidos.
Se quedaron abrazados, refrescándose en los amores puros perfilados a la luna , sin más idea de quererse en plenitud.
Pero Cristina esperó vanamente en la cama a Benalcázar. El soldado, después de la inolvidable noche bajo las estrellas, le pidió que lo aguardara en su cuarto, sin embargo a escondidas salió del solar, montó su caballo y partió al pueblo. Allí hizo el amor con una india hasta la madrugada.
En la mañana, Cristina vio venir a Benalcázar cansado y los ojos legañosos. No era difícil imaginar dónde había pasado la noche.
-Le asusto, acaso, mi señor Benalcázar...-
El viejo la miró y en su mente afloraron los recuerdos de la noche anterior, los besos apasionados y el deleite de los senos redondos y fuertes, como melones, acariciadas por sus manos. Las piernas tersas y finas, suaves como capullos. No dijo palabra. Tomó el desayuno apurado y fue a la ciudad a reunirse con un tal Espinoza.
Cristina quedó en silencio, viéndolo partir. Estaba enamorada. Por la tarde fueron juntos a casa de un amigo, a una fiesta en su solar.
En el patio había mucha gente. Cristina llegó con el mejor vestido que encontró en la ciudad, muy elegante, del brazo de Benalcázar. Caminaron desde la posada de Pedro por una céntrica calle hacia la recepción. En la puerta estaba Espinoza con algunos soldados que pavoneaban de haber estado con Cortez y matar muchos aztecas. Espinoza gritó alzando su copa.
-¡A vos le gustan las abuelas y las nietas, mi querido don Sebastián!-
-¡Y a ti fijarte en problemas ajenos, mi buen Gaspar!-
A Cristina le hizo gracia.
-Eres muy conocido...-
-Ni creas. Gaspar de Espinoza no sabe en qué gastar su dinero y quiere que vaya al sur a derrocharlo, conquistando la tierra y ganarle la partida a Pizarro-
-¿Tiene muchos años aquí?-
-Lo suficiente para saber cuándo una flecha viene directa a mi nariz...-
Espinoza encaró a Benalcázar.
-Estás demorando tu decisión. Quiero que vayas hoy mismo al Perú. Pagaré lo que sea...-
Pero Benalcázar no quería discutir. Vio a un amigo y lo jaló del brazo. - Este maldito hijo de perra, Alonso, ha matado tantos indio como moros hubieron en España-, le dijo a Cristina. Espinoza quedó desairado y se apartó haciendo una mueca de enfado. Volvió a perderse en el gentío, colérico y decepcionado.
-No creas en lo que dice, exhaló el amigo de Benalcázar, solo pateé unos cuantos traseros-
Cristina dio un sorbo al vino. - ¿Y violaste alguna india?-
El hombre tragó saliva y sacudió la cabeza. -Es pecado-
-¿Y matarles, robarles raptarles y esclavizarles no lo es?-
Benalcázar intervino cuando el soldado comenzó a inquietarse. -Alonso irá al infierno de todos modos-, dijo y le aflojó un codazo para que se retirara. Cristina se enojó.
-Empezaba a divertirme...-
Cristina comió y bebió a su regalada gana y bailó hasta con el último invitado del solar, regalando sonrisas y miradas sumisas.
A un tal Torres lo embelesó tanto que pensó en una mujer fácil. Él le susurró al oído cuando fueron juntos a servirse más vino.
-Jamás había visto una puta más encantadora...-
Ella no respondió . Sintió que la sangre le subía como chorros a la cabeza, pero no quiso estropearla la velada a Benalcázar abofeteando al iluso. Prefirió callar su orgullo, darse vuelta e ir con las otras mujeres que conversaban en uno de los rincones. Torres se inclinó para contemplarle el trasero que meneaba como barco en noche de tormenta y pasó la lengua entre los labios, morboso y borracho.
Al rato, Cristina salió al patio a refrescarse con la brisa. Vio las rosas que habían en un plantío y se acercó curiosa, mirando su encanto y color. Allí notó una sombra entre los arbustos. Le pareció un niño. Cuando metió la nariz entre los ramales , alguien le dio un empellón. Era Torres. Estaba de rodillas y salió de repente, tumbándola al piso.
-¡Puta! ¡Serás mía!-
Cristina se incorporó rápido, pero el hombre la arrinconó en una de las paredes y empezó a besar su cuello en tanto sus manos rebuscaban los pechos con afán y desesperación. El miedo la dejó muda. Lo único que hacía era patalear para zafarse del iracundo sujeto. Torres levantó la falda y recorrió ávido y torpe, los muslos hasta llegar al trasero. Lo arañó una y otra vez, mientras seguía apretándola al muro de la casa, tratando de morder su boca.
-Zorra, eres una zorra-, mascullaba en su aliento ebrio.
Cristina, asfixiada, le dio un cabezazo en la nariz. Derrumbó al sujeto cuan largo era, cayendo de espaldas. Aprovechó para correr y entrar a la casa. El tipo quedó tendido por el sorpresivo impacto, sin atinar a nada.
Benalcázar vio a Cristina angustiada y despeinada.
-Pareces salida de un huracán-
Ella solo chilló pálida. -¡Vámonos, Sebastián!-
No dijo nada hasta la pensión de Pedro por más que Benalcázar trató de arrancarle palabra.
-Me caí, eso es todo-, dijo al fin cuando subió de prisa las escaleras. Sebastián quedó en una pieza, mirándola perderse en la oscuridad, boquiabierto sin adivinar las razones de la joven de abandonar precipitada el solar.
Cristina se tiró a la cama llorando y maldiciendo a Torres. No pensaba en otra cosa que vengarse, degollarlo, sacarle las tripas y tirarlos al mar para que indigestara a lo peces. De pronto se levantó como una centella y estiró sus ojazos. Pasó la manga por sus lágrimas.
-¡Torres morirá como un gusano!-
*****
Una sombra de agazapó bajo el balcón de una casa. Aprovechó un árbol que llegaba hasta la ventana entreabierta para columpiarse y subir sigilosamente , tratando de no tropezar ni hacer ruido, mirando a todos lados. Las botas bien atadas y la espalda en el cincho. La figura se introdujo de un brinco, cayendo en cuclillas, afilando el olfato, tanteando en la oscuridad. Oyó un ronquido en la otra habitación y caminó de puntitas. Abrió despacito la puerta y miró hacia la cama. Torres dormitaba apaciblemente, boca arriba, con sus ridículos calzones sucios. Sus rebuznos parecían truenos, sacudiendo el dormitorio.
Fue que Torres empezó a sentir un friecito en las narices y una punzada que le cortaba las fosas nasales. Pasó la mano, pero igual volvió el aguijón entorpeciendo su respiración.
-¡Qué demonios!-, escupió al despertar y encontrar la sombra que paseaba la espada por su mejilla, abriéndole una herida, haciéndole saltar un hilo de sangre.
Era Cristina.
-¿Sorprendido, mi señor Torres?-
El tipo tardó en reconocerla por el traje de soldado y las botas. Balbuceó "¿la zorra?", y recién cuando vio toda su cruel hermosura, echó a temblar. -Dios, no puede ser...-
La borrachera se le desapareció en un santiamén y se volvió una criatura llorando y gimoteando por su vida luego que Cristina le hundió otra vez la punta de la espada en las narices.
-Estaba ebrio, mi señora. Disculpe si insulté su honra...-
-Eres una gallina, apestoso hijo de perra-
Cristina dio un paso atrás y miró jocosa al sujeto.
-Coja su espada, mi señor Torres, y defiéndase si es hombre. ¿O acaso solo lo es borracho?-
-Pero eres una mujer...-
-Y tú un puerco...-
Ya amanecía. Cristina tumbó a Torres por las escaleras. Rodó hasta el piso con estrépito. Allí vio su espada en un mueble. Dudó un momento. Luego la cogió y gritó enérgico.
-¡Te enseñaré quién manda, ramera!-
Pero Cristina no estaba. El hombre quedó un rato al pie de los peldaños, esperándola, cuando oyó su voz en el callejón.
-Lo estoy esperando, mi señor hijo de puta-
Se había descolgado por la ventana.
Torres salió sacudiendo su arma al viento. Afuera solo habían algunos muchachos que se acercaron viendo al tipo en calzones. Rieron y rodearon la bocacalle. Repararon en Cristina pero pensaron que era un mozalbete afeminado defendiendo su honor. La aplaudieron entusiasmados, sin entender nada.
Cristina era un costal de nervios, mas estaba decidida a todo aunque Torres parecía un gigante tapando el callejón con la panza. Mentalmente repasaba apurada lo que había aprendido con la espada de alguno de sus pretendientes y de su padre. Después empezó a rezar y giró despacio, siguiendo con la mirada el gesto altivo de su contrincante. Entonces se estrellaron los aceros quebrando la monotonía. Los muchachos soltaron un ¡ohhhh! de asombro.
Cristina atacó, golpeando a su rival, yendo adelante. Aprovechó su agilidad para encimarlo y obligarlo alzar la guardia. Un nuevo ¡ohhhh! sacudió el lugar. Torres se sintió acorralado. Su orgullo y petulancia resbalaban al fango. Tembló. No podía reaccionar. Tenía enfrente un ciclón que no dejaba de aporrearlo.
-¿Se siente horrible estar sin salida, mi señor?-
Torres trató de tomar la ofensiva. Fue inútil. Al bajar la guardia para contraataca, el frio acero de la espada le traspasó el hígado. Su sorpresa fue más grande que el dolor. Jamás pensó terminar así, en un callejón, matado por una mujer.
Se derrumbó en medio del charco de sangre. Uno de los jóvenes reclamó un confesor, pero Torres se irguió haciendo un ulterior esfuerzo, recostándose en sus codos.
-No, bien es que me vaya al infierno-, y se desplomó al suelo como tabla. Los muchachos se acercaron, mirando con sorpresa al infortunado, mientras Cristina limpiaba su espada en los calzones del muerto.
Recién, entonces, todo vieron que era una mujer.
*****
Horas más tarde, un caballo relinchó junto a la puerta de la posada. Sonó el golpe de los cascos en el empedrado y retumbó el jadeo del animal. Cristina ya se había cambiado y se asomó temerosa a la ventana. Recuperó el aliento cuando vio que era Benalcázar. Traía un sombrero nuevo.
-Para ti...-
Cristina sonrió. -¿Quieres agua?-
Benalcázar se tiró a la silla y asintió. Sobó sus ojos.
-Gaspar insistió que partiera. Dice que encontraron el sur...-
-Pero Pizarro estaba en una isla...-
-No lo sé. Han pedido refuerzos. Voy con ellos. Irán jinetes y arcabuceros. Dicen que al sur las armas están hechas de plata y las casas forradas en planchas de oro...-
-La gente suele decir cosas...-
Benalcázar miró a Cristina con devoción. En ella había encontrado atención y cariño, a su hija. Alguien que le hablara distinto, no de caballos, guerra o conquistas, sino de flores, del mar, sentimientos y poemas. Recordó cuando la conoció en el puerto y la llevó donde Pedro. Le exigió que saliera en el primer barco a España.
-Estás loco, protestó ella, me violarían. Me quedo aún no te guste-
Benalcázar no estaba para discusiones. Tomó su capa e hizo un gesto despectivo.
-Está bien. Si una flecha ponzoñosa te cae... pues, muérete-
Al salir gritó. -¡Pedro! ¡Se queda!-
Una tarde la encontró sentada en el porche de la casa, abanicándose, mirando las olas. Pedro le había dicho que debía cortejarla. La contempló un rato y ella sonrió.
-¿Jamás has visto a una mujer?-
Benalcázar arrugó la frente. Era verdad. Tiempo que no cortejaba a una. Empezó a desearla.
Entonces cambió su personalidad ruda y áspera. Hablaba de la fauna silvestre con ella y quiso hacer algunos versos, pero le salían horribles. Ni sabía decirle cosas bonitas. Su lengua se volvía un nudo y terminaba lanzando cualquier adjetivo que se le ocurría. Ella reía. -Sos un gran declamador-
A Cristina más le gustaba oírle hablar de sus hazañas, de lo que hizo en El Darién y Panamá. De sus sueños de ser emperador y tener un reino de vasallos y doncellas. Una comarca harta de oro, rodeado de hijos y nietos.
Pero Pedro molestaba a Benalcázar cuando se iba de la posada complacido y enamorado. -Sigue virgen. ¿Acaso vuestra espada que ha quedado sin filo mi señor regidor?
No era eso. La veneraba.
Otra noche ella rodeó su cuello y empezó a besarlo con suavidad. Benalcázar se sintió inquieto y se puso de pie , temblando como criatura.
-Lo deseo, mi señor Benalcázar-, le dijo ella recostándose en la cama, empero no tuvo respuesta. Sebastián tan solo le besó la frente y se retiró presuroso, bajando a tropel por las escaleras a embriagarse en cualquier bodegón.
Benalcázar no quiso seguir recordando.
-Cristina, barulló al fin, me voy a Perú-
Ella se molestó. -Iré contigo...-
-¡No!-
-¡Pero yo te amo!-
Eso no lo esperaba Benalcázar. Fue una patada. Quedó turbado. Hizo mil gestos y se paseó iracundo por la habitación. La jaló y la contempló frágil y dubitativa como chiquilla desventurada.
-¡No eres para mí!-
Salió rápido. Sin despedirse.
Él la quería como a su hija. Ese era su verdadero amor. La frustración lo llevó lejos. No volvió más.
Al día siguiente, Cristina oyó decir a Pedro que Benalcázar había partido con los otros. -Va al sur-, rezongó.
Ella corrió al puerto, tropezándose con los indios y entreverándose con los marineros que vagabundeaban como zonzos, sin saber qué hacer. Fue hasta donde las olas rebotaban con los diques y miró el infinito, a una carabela que se balanceaba en el mar como triste papel. Entonces gritó dolida y angustiada, deseando alcanzar el horizonte.
-¡Benalcázar, lo amo!-
El océano repitió una y otra vez su voz, recordándole, como martilleo, sus deseos ilusos.
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Beatriz
Autora acaso no se escribe BELALCAZAR? Sebastián de BELALCAZAR. Cambie la N por una. L
2024-03-11
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