Maneco se comunica con ellas. Las conoce de mucho tiempo, más allá de su juventud y próxima su infancia, pues como dice doña Felicia, es más viejo que el sur. La señora del centro levanta la cabeza. Es Francisca Bernabela, quien levita en medio de sus hermanas; Concepción, teje y Casta arranca una manga del árbol que les da sombra bajo luces plateadas. Luego el árbol se esfuma y queda ella con la fruta en la mano. Joven y bella. Casta del Rivero y Villavicencio, hermosa flor de tierra verde.
Anochece.
Una luz viene entre las tinieblas. Es la luz de una vela. «¡Ay señor... ya no estoy para estas cosas! Me da miedo».
—No se asuste mamita.
—Cómo no me voy a asustar si me traes a estas horas y con esa idea tuya...
—Es verdasinga* mamita. Yo las vide...
— ¿Y dónde pues?
—Ya le voy a mostrar.
—Ay, sois un loco. ¿Acaso vos sabéis que son ellas?
—Sé pues mamita, si yo las conocí.
—Cuando ni yo me acuerdo... Aunque la verdad creo que sois más viejo que yo...
—Es que usted se ha olvidado, camine y cuidado con tropezarse. Mire allí en medio patio. Allí fue donde las vide esta tarde.
— ¿Y cómo eran ellas, que era lo que hacían?
—Estaban sentadas, su madre Concepción cocía, su tía Francisca Bernabela, parada en el centro le indicaba algo y su tía Casta, sentada al otro lado comía... comía algo que no pude ver.
Doña Felicia aprieta las uñas ya delicadas en el brazo de Maneco. Este le contó después de la cena y le insistió en ir a mirar, aprovechando que Elisa y Carmen Elena habían salido a la iglesia y después fueron a una novena. Entraron por la puerta principal de la casona. Maneco no encendió la luz del portal a propósito, para que nadie los viera.
— ¿Desde cuándo las ves hijo? —Le pregunta temblorosa.
—Desde niño veo fantasmas luminosos que cruzan los cuartos, mamita... Pero ayer vine antes que oscurezca y aparecieron. Aquí, a unos metros.
— ¿Bajo el mango injerto? ¿Dices que una de ellas comía una manga? ¡Yo te lo he contado!
— ¿Cuándo me cuenta usted historias, mamita? Pero yo la vi a doña Francisca Bernabela que tomaba de la mano la semilla que saboreaba su hermana Casta y la ponía en el piso.
—Ella una vez dijo: «Aquí pondré esta semilla de esta sabrosa manga, ella representará a Casta y así enterraré su amor».
Una llamarada azul se levanta arriba de tres metros. Doña Felicia grita. El fuego baja rápido.
—Es un entierro mamita.
—Ayúdame, no me dejes... ¡Maneco! —Grita la anciana apoyada sujetando fuerte las manos en el bastón. Maneco corre en la oscuridad.
—Ya vengo mamita, voy a seguir a los fantasmas.
—Este muchacho loco... Salve María purísima, sin pecado concebida —comienza a rezar doña Felicia, abandonada en medio patio con la vela. Es lo único que ilumina el segundo patio.
Maneco se le asoma por detrás. Doña Felicia se espanta. «Ay muchacho bruto, cómo me vas a asustar así» —repite mientras camina de vuelta al primer patio, casi arrastrada por Maneco.
—Espere mamita –alguien está pasando por la calle, volveremos por el patio de atrás y saldremos por mi escondrijo de las tacuaras.
—Estás loco, salgo por la puerta... No me haces volver para atrás ni montada en tu pescuezo, peor pasar por esos pajonales.
—Pero nos podrán ver...
—Que nos vean Sancho, Pedro y Martín, que me importa, abre luego ese portón.
Elisa escucha de su madre el relato del fuego en el patio de la vieja casona. Sabe que Maneco es fantasioso y que dice ver y hablar con fantasmas desde hace mucho tiempo. Entonces no le da importancia. Pero que su madre ande viendo fuegos que se encienden...
—Ja, ja, ja.
— ¿De qué te ríes? ¿Hasta eso hemos llegado de la falta de respeto que me tienes? Ya basta que últimamente no me sacas a la calle, no me acompañas como cuando llegamos, ni a las misas ni a novenas. Y ahora te ríes en mi cara.
—Mamá, le creo. Pero me hace reír que, a estas alturas del siglo, vayamos a encontrar un entierro de sus abuelos.
—Pero es verdad hija, son unos cántaros. Una vez la escuché sin que se dé cuenta tía Francisca Bernabela, hablando sola de los cántaros de oro, ya ella estaba vieja.
—Le creo mamá, por eso le he pedido a Maneco que me busque uno — mira sonriendo picarescamente a Maneco —. Los encontraremos. Usted sus cántaros y yo el mío.
Elisa se va sonriendo.
—Espera que la luna se esconda para desenterrar en el lugar exacto...pero que ni Teodora se entere pues se deshace el hechizo. Y además no me conviene, porque soy bien católica.
—No se preocupe mamita —promete Maneco.
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