De alguna manera, el repentino ingreso de Hildegart en el convento, ha servido de sombra para el anterior hecho romántico que acabó poniendo en la prisión a Diego. Las discusiones de que, si era verdad que Casta se había escapado o no, bajo la incriminación de robo de hacienda que recibió el joven poeta, se fue diluyendo como el guaraná en los vasos de las casas más añejas, ganando espacio el comentario del parentesco entre Antonio Medrano y la rubia convertida en novicia de la noche a la mañana. Doña Laura Antequera, que estuvo presente en la policía en cada momento de los pleitos, como buena comadre de doña Candelaria, se ocupó junto a Feliciano Pérez Várela de negar rotundamente que tal rapto sucedió.
— ¡Ora esa! —Reniega doña Felicia, visiblemente contrariada. Ahora la que se huyó fue mi nieta y no la muchacha esta... ¿Cómo se llama?
—Casta mamá, Casta... como tu tía carnal, hermana de tu madre.
—Ya te he dicho que no me tutees.
—Eso le dije yo a Hildegarda.
—Ya ves que es feo, yo nunca tuteé a mi madre Concepción.
Elisa se da cuenta que su madre a veces tiene ciertos blancos en la memoria. Prefiere callar. Por primera vez ha tomado el bastidor, en que bordaron sus tías españolas y su madre, y en el que Hildegarda se entretenía bordando un hermoso paisaje de la sierra azul, como la visión que se obtiene desde el patio. Pero poco aguanta en ese estado de mínimo movimiento, cuando la mente recorre el mundo si le da la gana, lo mismo que estar pescando.
Una vez más el cántaro rueda por su mente y se va lejos, hacia las praderas en que las montañas de la sierra de San José de Chiquitos emocionan a los viajeros. ¿Cómo pudo suceder aquello? Se pregunta, pensando en los últimos momentos vividos en ese pueblo, junto a su amado Estanislao. Ella estaba durmiendo. Sintió que él se levantó y fue a bañarse. «Pero qué locura» —se culpa — ¿Cuántos días habían pasado después que llegaron al pueblo? No recordaba. Los hechos a partir de la preparación de su fiesta, el escape y la carrera hacia Chiquitos, fueron demasiado rápidos. Poco le quedó en su memoria, a no ser imágenes furtivas que ahora intenta atar como queriendo confeccionar un memorial para escribirlo posteriormente. Si no fuera porque sabe que su cumpleaños fue el 21 de febrero, no sabría también la fecha en que se escapó. No es mala memoria, es ese ímpetu de la juventud y la pasión arrolladora que culminó casi en tragedia. Seguramente se durmieron dos o tres días. No salían del cuarto y si lo hacían era para bañarse, mirar rápidamente el atardecer y la noche de la luna en menguante ya en la madrugada, volviendo entre besos a la cama. Los tres días fueron suficientes para que llegue la comitiva de rescate pagada por doña Felicia, e inclusive ella, cuando...
—Hija... ¿Ya has ido a ver a Hildegarda? —Le corta los recuerdos doña Felicia.
—Por favor, mamá, déjeme pensar —suplica Elisa y deja el bordado. Observa a su madre mientras esta se balancea en la mecedora ubicada en el corredor interno, bajo el sol tibio de la tarde que ha salido después de varios días de frío. Un sentimiento de reproche le viene en estas circunstancias. Va a su dormitorio cayendo en depresión. Se cubre con una manta y llora lo que se aguantó después del encierro de Hildegarda. Pero sacude su cabellera cortada por debajo de los hombros. No quiere entregarse de nuevo a la tristeza. Desea salir del fondo de ese cántaro de su existencia. Ve la felicidad como si fuera una criatura minúscula dentro de ese recipiente de cerámica que se le quedó grabado en la mente: El regalo de Estanislao: El cántaro y la miel, se le viene a cada rato. Con la manta va al fondo del patio. Por allí anda Maneco y le pregunta:
—Maneco: ¿No vistes un cántaro?
—Señorita, allá en la cocina hay varios y también tinajas y...
—No.
— ¿Qué desea usted?
— ¿Recuerdas el cántaro que me regaló mi primo don Estanislao?
— ¡Uy! ¡Dónde estará ese!
—Búscalo.
— ¿Y ande pues señorita?
—Por ahí ha de estar —Elisa se va, mirando a todos lados. Maneco queda observándola. Le parece ver a una vieja buscando el baúl de sus inútiles utensilios. ¿Para qué querrá precisamente ese cántaro? Sin duda alguna, ya ha de estar convertido nuevamente en tierra o quebrado en pedazos, o enterrado entre el pajonal de la casa abandonada. Pero como lo que dice «la reina» de la casa tiene que hacerse, se pone a buscar el tal cántaro, ingresando al patio de la casona, por su escondrijo particular. Casi al atardecer. La monumental fachada posterior de la casona, que da a los patios de fondo, en la ceja de la bajada, es fantasmagórica. Los macizos pilares redondos están derruidos, las vigas con polillas. Maneco camina hasta el portón que une con el patio principal. Las telarañas caen hasta el piso, como en una maraña cerebral y en el patio central, aparecen tres mujeres.
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