Elisa y Estanislao /2da Parte de Nueve Cántaros de Miel
...Elisa y Estanislao en plena Guerra...
...«Hildegart, ojos de Cielo»...
... ...
Elisa Vélez Núñez del Rivero, se ha erguido como la torre izquierda de la Catedral.
Su vida, su pasado, la hizo más famosa.
Era bella adolescente cuando se fue con Estanislao.
Volvió veinte años después. Tiene una hija rubia y bella, que no se parece nada, dicen que es de un esposo que tuvo y era pariente suyo, un primo hermano, que nadie recuerda allí y muy poca gente conoció pues vivía en Cachuela Esperanza, siendo su madre una suiza.
La otra hija sí es suya. Pero bien, esto no es de conocimiento del vulgo.
Ahora su hija Hildegarda está en el convento.
La puso de castigo allí y está arrepentida, pero lo hizo y parece que la joven tendrá que quedarse de monja.
El hombre que esa hija ha enamorado se llama Antonio Medrano y no le conviene.
El pueblo se sorprendió, pero ya van tres meses que Antonio se fue al Beni, y no vuelve y mejor para ella.
Así que, la bella Elisa, ha decidido no sufrir y vivir y olvidar su pasado y con esa decisión, ahora cree enfrentar a la sociedad como le aconsejó su amiga Diana Mostajo viuda de Guidi.
Elisa, está nuevamente de moda. Es invitada a fiestas y reuniones de té, con damas de su edad y mayores.
Lamenta que Diana no haya dado señal de vida. No puede obligarla.
Una mañana sale por las calles de su pueblo, al que ama con todo el corazón.
Pisa orgullosa y elegante. Ya no le tiene miedo al destino.
Se ha quitado el luto, pero maneja todavía colores sobrios, como el plomo y ceniza, a veces el marfil oscuro, marrones, cremas y azules.
Normalmente, dos piezas conforman sus prendas de salir diario.
Va al Banco, al Correo, a la Librería Central, para ver los útiles de su hija Carmen Elena.
Sale de compras por la calle 24 de septiembre y un día afronta definitivamente la calle Florida, centro general de toda la economía cruceña.
Otro día, recorre las calles desde el convento de Santa Ana, donde fue a pagar la mensualidad del colegio y al mismo tiempo ver a Hildegart, pero lastimosamente, no es como ir a cualquier internado suizo, allí tiene que enfrentar la realidad:
Hildegart no es más su hija, es una novicia e hija del Señor y será esposa de Jesucristo.
No hay cómo verla. Si no está en su celda orando para llegar limpia y pura a recibir los santos hábitos, que serán para la Navidad, está en la cocina o está en la limpieza o está en la capilla...
—¡Santo Dios! –Reclama para sí una tarde... —¡Eso es como estar presa! —.
Desde la madre superiora, que se mostró tan afable y bondadosa en la primera charla y al recibir a su hija, ha mostrado un cambio radical en la forma como la atiende.
No llegan a ser groseras, pero se muestran frías y lejanas.
No dejan escuchar los cuchicheos y sostienen que no podrá ver a su hija.
Ya se está preocupando. Siente perderla.
Doña Felicia le consuela:
«Es así pues hija. Ser monja o ser cura es ser de Dios... de nadie más... llevaste a tu hija a ese camino...»
«Ya mamá, por favor no vuelva con el tema…» le contesta un día.
Y vuelve a salir a la mañana siguiente con otro traje, esta vez de color plomo, falda tubo de abertura atrás, marcando su silueta sensualmente, en especial las caderas y nalgas bien hechas y conservadas.
«A lo mejor, será por eso que te muestran mala cara las monjas» —le espeta su madre —te has sacado el luto y andas como soltera.
—Soy soltera —responde ella.
—Viuda.
—Pero no para toda la vida.
Discusiones van, discusiones vienen, Elisa prefiere salir, arguyendo un día:
«Las monjas no me dan de comer ni me interesa lo que piensen. No les debo nada. Ellas más bien a mí. Les he dado una bella y cariñosa criatura, pura y espirituosa, inteligente y hacendosa. Será por eso que la encierran tanto, saben que mi hija vale oro».
—No es oro, es espíritu —balbucea tímidamente doña Felicia, ante la arrogancia.
Una mañana en sus caminatas, sin mirar a nadie que no conozca y saludando a sus antiguas amistades, pasando rápido entre los hombres y moviendo delicadamente la cabeza a las señoras viejas, Elisa recibe una rosa. La mano le aparece de pronto en una esquina. Es el guapo de Leo Gutiérrez.
Huele la rosa en un segundo, le quiebra el tallo, ante la mirada incrédula de Leo, que le advierte que se pinchará con las espinas, pero ella guarda la flor en su bolso panameño. Después hace un ademán de despedida y sigue. Leo sonríe. Enciende un cigarro y espera a sus amigos que se le apegan con mucha complicidad. Son hombres maduros, bien puestos y de familias distinguidas. La mayoría se dedica a cortejar. Siguen a las muchachas bonitas que van al colegio Santa Ana, o cuando salen de clases, piropeándolas y proponiéndoles matrimonio. En este colegio, por supuesto están las más ricas y de clase media. Cincuenta metros más allá, está el Colegio Enrique Finot, otro núcleo de reunión de las más bellas flores femeninas. Merodean los solterones empedernidos como Leo y sus amigos. Froilán es el único que no aparece por esos lugares muy a menudo. Es candidato a altos cargos municipales y no debe dejarse ver como un «holgazán».
Un día de esos, Elisa es llamada por el alcalde. Va hacia el edificio frente a la plaza, cuyos pilares en las dos plantas lo convierten en el más representativo de la arquitectura cruceña de la época republicana. Sube al despacho y se sienta a esperar. El Honorable, después de saludarla dándole sus admiraciones, le invita a enseñar inglés en la Escuela de Artes y Oficios e Instituto José Mercado, creado el año 1918. «Yo no me encontraba aquí»—dice ella cuando el alcalde le pregunta si sabía de este magnífico predio levantado en la calle Manuel Ignacio Salvatierra. «Le invitamos mañana a la inauguración de las clases de música, pintura y cerámica» dice el Alcalde mientras le pasa la tarjeta. Cuando sale, los empleados varones espían desde sus salas, ante la envidia de las mujeres que ven en la elegante dama, un sueño y lección de libertad femenina, irreconciliable con la realidad de todas las mujeres.
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