5

—Palancha bien mi ropa, insecto.

Las órdenes de la señora Elizabeth, pareja del hombre de ojos dorados, como he decidido llamarle al no tener un conocimiento claro de su nombre, llegan con un destilanre veneno y burla que me hacen sentir enferma. Aunque en lo personal, prefiero llamarla "Doña Irritante" ante esa voz tan chillona y desagradable que le ha dado la vida.

—¿Qué tanto tardas con unos sencillos trapos?— con una urgencia palpable en su tono de voz, expresándose con una mezcla de autoridad y desprecio —Mi señor tiene los minutos contados y requiere la presencia de su Luna en estos momentos, y tú solo retrasas todo—

En el transcurso de tan solo dos semanas, mi permanencia en este sitio al que, con desesperada ironía, nombro como un infierno, ha llevado mi percepción del tiempo al límite. A pesar de ser apenas catorce días, el incesante tormento experimentado ha dejado la sensación de que han transcurrido años, ya que prácticamente la totalidad de las veinticuatro horas del día se ve absorbida por las labores más desatinadas que la imaginación de María pueda concebir.

Durante este breve lapso, los golpes y humillaciones no solo persisten, sino que se intensifican de forma escalofriante. Pudiera pensarse que la monotonía del maltrato podría conducir a un atisbo de tregua, pero la realidad desmiente cualquier esperanza. Los embates provienen de cualquier miembro del personal del palacio, quienes me consideran nada más que un saco de boxeo ambulante. Los golpes infligidos son tan vehementes que en ocasiones dejan marcas indelebles, la piel enrojecida o, en situaciones más lúgubres, se traducen en sangre y pérdida de conciencia. La salud, por desgracia, es una variable insignificante ante la obligación de proseguir con mis tareas.

Las lágrimas han sido testigos incontables de mi caída al suelo, mientras experimento la autocompasión en momentos de debilidad. Curiosamente, los actos de violencia no guardan relación con alguna falta o error cometido en la ejecución de las tareas asignadas. Incluso acciones tan inofensivas como un estornudo pueden desencadenar un torrente de agresiones. En este cruel escenario, la arbitrariedad y la desproporción son las reglas del juego, donde el sufrimiento se convierte en una constante que no discrimina ni justifica.

Elizabeth emerge como una de las figuras más adversas en este entorno hostil, revelándose como un ser de doble faz, una paradoja moral que se desenvuelve como una daga de dos filos. Su comportamiento hacia mí se teje con la hipocresía más cruda. En presencia del hombre de ojos dorados, su pareja, despliega una faceta que podría compararse a la cara benevolente de una moneda. En este rol, se presenta como un ángel de salvación, incapaz de infligir daño a cualquier ser viviente sobre la faz de la tierra. Se rige como la personificación de la bondad, el ser más amoroso y benevolente del universo, una mujer que encarna la perfección en todos los sentidos de la palabra.

Sin embargo, este velo de virtud se desvanece cuando la mirada del hombre de ojos dorados no está presente. En esos momentos, se transforma en un ser tan cruel y despiadado como él mismo. La arbitrariedad de sus actos se manifiesta en golpes y maltratos sin razón aparente, con insultos perpetuos y humillaciones que fluyen sin reservas, como en la actualidad. Este comportamiento no se circunscribe únicamente a mi persona, sino que se extiende de manera general a todos, como si su posición la colocara por encima del resto, mereciendo todo lo que a los demás se les niega. Su naturaleza simplemente se revela como malévola y despiadada.

La malevolencia que se ocultaba tras una belleza natural acentuaba la ironía de su presencia. Sus grandes ojos azules, cejas rectas, nariz pequeña y respingada, labios semigruesos, y piel pálida, impecable y sin imperfecciones, actuaban como un velo engañoso. Sin embargo, esta armonía visual se vio empañada recientemente por un cambio en el tono de su cabello, un detalle que denotaba la manipulación ejercida sobre su apariencia, compartiendo ahora similitud con la mía, aunque esta equiparación fue arbitrariamente alterada hace apenas una semana.

Cada reflejo en los espejos del pasillo se convertía en un cruel recordatorio de mi metamorfosis forzada. La visión de esos ojos que alguna vez fueron lo más llamativo de un rostro ahora generaba lágrimas, rabia y un profundo desprecio por mi misma. La sensación de carecer de calor humano la envolvía, haciéndome sentir como una entidad despreciable, una percepción que, lamentablemente, se ajusta a la realidad en la que me veo inmersa. Las marcas visibles en mi cuello, consecuencia de un collarín con púas, se destacaban de manera prominente, los puntos rojos aún sin completar su proceso de curación, manifestándose como testigos persistentes de mi sufrimiento, provocando un dolor latente.

Aunque las heridas en las piernas estaban en un proceso de sanación más avanzado, no escapaban al relato físico del dolor. A pesar de no haber sido tan profundas como otras, la curación no transcurría de la forma deseada. Mi cuerpo se convertía en un mapa de las experiencias dolorosas, marcado por la crueldad infligida. Cada cicatriz contaba la historia de mi dolor, una narrativa física que se resistía a desvanecerse, consolidando una presencia constante de un tormento en la trama de mi existencia.

El lamento de mi sufrimiento encuentra su manifestación más tangible en mi cabellera, la cual ha sido sometida a un inusitado castigo a lo largo de la semana. Desde que el hombre de ojos dorados arbitrariamente decidió que el corte de mi cabello sería un método adecuado de castigo, no ha experimentado el crecimiento ni de un solo centímetro. La impronta de mi cabellera roja, que solía ser motivo de orgullo, ha desaparecido por completo, reemplazada ahora por un cabello corto y negro que actúa como un espejo fiel de la angustia instalada en mi alma. Este cabello, negro como la noche, funge como un testigo mudo del dolor que me ha sido impuesto, siendo una manifestación tangible de la degradación de mi ser.

El acto de cortar y cambiar el color de mi cabello no fue meramente físico, sino un simbolismo profundo de la pérdida de identidad y control sobre mi propia apariencia. La tonalidad oscura, impuesta por el hombre de ojos dorados, refleja la oscura naturaleza de quien lo decretó. La transformación se acentuó aún más hace tres días, cuando la señora Elizabeth, en un acto de desprecio, exigió también modificar su propio cabello al rojo y prohibió que una entidad tan insignificante como yo compartiera ese mismo color. Como resultado, fui compelida a teñir mi cabello de negro hasta la raíz, consciente de que este gesto no solo compromete mi apariencia actual, sino que también deja su impronta en el futuro, ya que mi cabello nunca crecerá de la misma manera que antes.

En la frialdad del reflejo del espejo, la Aria que se proyecta no resuena con la vitalidad y felicidad que caracterizaba a la original Aria James. Esta imagen es más bien una representación bizarra y desvanecida de la versión original, una copia deslucida y mal construida que no tiene más opción que someterse a las órdenes que se le imponen. No es la Aria llena de vitalidad que solía sonreír ante las adversidades; es una sombra de aquella fuerza que solía caracterizarla.

—¿Me quedará bien esto en la noche? Se sincera, sabré si me miente o no. Mírame— incapaz de obedecer una orden dejo la plancha a un lado, y me volteo para mirarla.

La sorpresa se desvela ante mis ojos cuando se exhibe, envuelta solo en un conjunto de lencería negro de encaje que destila una belleza innegable. En silencio, admito su atractivo estético. Sin embargo, la pregunta que resuena en mi mente es por qué elige compartir este momento conmigo, cuando podría fácilmente convocar a otro para recibir su opinión. La disyuntiva se enreda en la complejidad de mi papel como su esclava personal, designación impuesta por el hombre malvado, su pareja, cuyas órdenes debo seguir sin cuestionar.

—Le queda muy bien, señora— respondo con toda la neutralidad que puedo permitirme.

La reacción de ella no refleja la complacencia que esperaría. En cambio, comienza a avanzar hacia mí con una lentitud deliberada, sus caderas meneándose con gracia, como si desfilara en una pasarela. Un nudo de nerviosismo se forma en mi garganta mientras trago saliva, consciente de que mi papel va más allá de la simple observación estética y se adentra en un terreno más peligroso e impredecible.

—Las humanas como tu utilizan esta clase de ropa seguido, ¿No es así?— pregunta, en un tono burlesco —Lo he visto en revistas. Utilizan esta clase de atuendos para seducir a hombres que ya tienen pareja, o para engañar a la que tienen. Todas unas putas, como tú—

Un sutil rastro de olor a quemado invade mis sentidos, y en ese instante, la memoria me recuerda que dejé la plancha encendida junto a la blusa que me ordenó alisar. La consciencia del error se apodera de mí en un fugaz momento de ansiedad. Antes de que pueda reaccionar, ella también percibe el inconfundible aroma a quemado. Un empujón brusco me aparta de la tarea, y sus ojos se posan con furia en la blusa que ahora sostiene.

La molestia se manifiesta en un chillido agudo mientras observa el agujero humeante en la zona del estómago de su blusa. Alza la prenda para examinarla con detenimiento, y el humo persistente confirma que la negligencia ha dejado su marca en la prenda. El silencio tenso se cierne sobre el momento, impregnado por la ira palpable que emana de ella, alimentada por mi descuido.

—¡Mira lo que has hecho!— Su voz retumba con furia mientras agarra la blusa por ambos extremos de los hombros, estirándola sin piedad hasta que se rompe en dos mitades. Un escalofrío recorre mi espalda al ver el despliegue de ira en sus acciones.

El temor se intensifica cuando la veo tomar la plancha, aún ardiente a su máximo nivel, y mete un dedo en su boca antes de tocar el metal incandescente. Una sonrisa diabólica se insinúa en sus labios, revelando una crueldad calculada que me hace estremecer.

Sus ojos se posan sobre mí con un rastro de diversión retorcida. Mi mente corre buscando cualquier salida, pero el miedo paraliza mis pensamientos. Solo me queda temblar, consciente de que cualquier intento de escapar podría desencadenar consecuencias aún más despiadadas.

—Aunque la blusa no era tan bonita de cualquier modo, y tengo otra con un tono que me gusta más. Pero las cosas no pueden quedarse así, insecto. Las deudas deben ser saldadas— Su tono, aunque menos airado, destila una frialdad que me estremece.

Yo solo retrocedo lentamente, mientras ella continúa con la plancha en su mano, moviendola como si de un juguete se tratara.

—La blusa puede no haber sido de mi total agrado, pero fue un regalo de mi Alpha en nuestro aniversario hace unos meses. ¿Puedes siquiera imaginar lo desgarrador que es perder algo tan valioso a manos de una asquerosa humana como tú? No, no lo puedes imaginar, pero créeme, es una sensación atroz, y por eso me las tienes que pagar.

En mi intento desesperado por escapar, corro hacia la puerta. Su risa psicótica resuena en mis oídos mientras sostiene la plancha caliente, persiguiéndome con determinación. Entre las prendas desordenadas esparcidas por el suelo, tropiezo y caigo de bruces, un impacto doloroso en la quijada.

Un grito de horror escapa de mis labios cuando sus uñas afiladas se clavan en mi pierna, desgarrando la piel. Mi voz se convierte en un eco de desesperación mientras intento liberarme, pateando en un intento frenético de golpear su rostro. Logro alcanzar su cara, pero la resistencia persiste, sus movimientos evitan la mayoría de mis patadas, aferrándose a su cruel determinación. La lucha desigual se desarrolla con una ferocidad que solo anticipa más tormento por venir.

—Eso, insecto. Intenta escapar, así avivas aún más mi deseo por matarte.

Mis músculos se tensan al percibir la transformación ante mis ojos. Los tonos azules de sus ojos se intensifican, y su sonrisa adquiere una malevolencia aún más pronunciada. La visión de sus colmillos creciendo despierta un terror visceral que ya había experimentado una vez. Mis instintos gritan "huye", pero el miedo paraliza mis movimientos.

Cada segundo que pasa, su presencia se torna más amenazante. Siento un instinto depredador emanando de ella, como si mi miedo solo alimentara su deseo de cazar. Intento escapar, pero mis esfuerzos parecen inútiles. La anticipación de sus colmillos perforando mi piel desencadena una desesperación abrumadora.

En un instante, su fuerza me domina y me veo sometida bajo su presencia. Ella se posiciona sobre mi espalda, su cercanía provocando escalofríos. Puedo percibir la intensidad de su mirada y la sed de sangre que emana de su ser. La oscuridad envuelve el momento, mientras el rastro de vida se desvanece lentamente, dejándome sumido en la angustia de lo inevitable.

El penetrante olor a quemado impregna el aire de la habitación, pero ella persiste en mantener el objeto presionando mi espalda, prolongando el tormento que me consume lentamente. Cada segundo con aquel ardor agonizante se ve exacerbado por la presión ejercida, como si quisiera grabar a fuego la desesperación en mi piel.

Con el paso de los minutos, el dolor disminuye, pero persiste como un eco constante. Aunque siento una reducción en la intensidad, cada latido de mi corazón resuena con el recuerdo de la tortura infligida. Gritos y súplicas se desvanecen en la certeza de que no hay salvación, sumiéndome en un silencioso llanto. La futilidad de mis ruegos se hace evidente; ella no cederá ante ninguna súplica, y la soledad se vuelve más abrumadora al comprender que nadie vendrá en mi auxilio.

La opresión emocional se asemeja a la sensación de ser una muñeca descuidada en un escaparate, una vez hermosa pero ahora desvanecida y rota. Me siento sucia y fragmentada, como porcelana que ha perdido su brillo. La analogía de la muñeca abandonada se convierte en una dolorosa introspección.

Un suspiro de alivio escapa de mis labios al retirar la plancha de mi espalda, pero la fugaz sensación de liberación se desvanece ante el retorno del dolor, ahora intensificado como un fuego abrasador. Las lágrimas, testigos silenciosos de mi tormento, caen en cascada hasta llegar al suelo, donde dejo marcadas las huellas de mi sufrimiento al clavar mis uñas en la superficie.

El ardor persiste, pero ahora sus largas uñas, instrumento de mi tortura, encuentran su camino hasta la herida recién abierta. Cada movimiento suyo se traduce en una aguda punzada, mientras sus uñas profundizan en la herida, anclándose como garras afiladas. La cruel simbiosis entre el alivio momentáneo y la reaparición del sufrimiento confirma que mi agonía es su deleite, y en ese macabro juego, la sensación de realización se entrelaza con la brutalidad de sus actos.

El estruendo de la plancha al chocar contra la pared resuena en la habitación, fragmentando la tensión en el aire. Elizabeth, furiosa, toma el control y me obliga a ponerme de pie, mis piernas temblorosas apenas sosteniéndome. Mi cabello, ahora corto y oscuro como un símbolo de cambio forzado, es tomado con brusquedad, recordándome mi falta de control sobre la situación.

Cada paso que doy es un esfuerzo agotador, una lucha contra el cansancio que amenaza con envolverme por completo. La idea de rendirme y poner fin a esta agonía cruza mi mente como un eco sombrío, una salida tentadora ante la desesperación. Elizabeth me arrastra hasta un imponente espejo en la pared, donde la realidad de mi propia tortura se refleja de manera cruel.

Con violencia, rompe la parte superior de mi uniforme y me da la vuelta, forzándome a encarar el reflejo de la carne quemada en mi espalda, una visión grotesca que se traduce en un horror insondable. La sangre se entremezcla con las marcas de quemaduras, creando una escena dantesca que emana dolor y desesperación. En ese momento, la vulnerabilidad se convierte en un espectáculo forzado, mientras la crueldad de Elizabeth se revela en cada detalle de mi carne maltratada.

—Esto es para que recuerdes que ya no tienes control sobre tu cuerpo"— su voz cortante resuena, y siento el impulso de su empujón hacia el espejo.

La debilidad que me consume se manifiesta al no poder evitar chocar contra él, y el estruendo de cristal rompiéndose se une al caos. Los fragmentos se esparcen como testigos mudos de mi desesperación, mientras mi cuerpo finalmente cede, dejándome caer al suelo.

Su despiadado discurso continúa, marcando cada palabra como golpes emocionales.

—Estás más marcada que una jodida vaca— sus palabras resuenan como una sentencia, y la comparación con un ser menospreciado y marcado profundiza la sensación de humillación.

—No eres más que un insecto en un mundo de gigantes— la analogía de la insignificancia agrega un peso abrumador a mi situación.

El llanto emerge como un acto involuntario, la única válvula de escape en medio de la impotencia. Cada lágrima es un eco silencioso de la vulnerabilidad que ella se encarga de destacar. Mientras permanezco en el suelo, envuelta en la quebrantadora realidad de mi propia desgracia, la certeza de ser pisoteada en este mundo de gigantes se cierne sobre mí como una sombra implacable.

El ruido de la puerta al abrirse de golpe rompe la atmósfera de tormento, y aunque los ojos de Elizabeth se desvían hacia la entrada, mis lágrimas persisten en su curso silencioso. El hombre de ojos dorados irrumpe en la habitación, su furia palpable en la tensión de su mandíbula apretada y el puño cerrado con determinación.

—¡Elizabeth!— su voz retumba, pero ni siquiera la llegada del hombre parece interrumpir mi llanto. Su semblante, antes sereno, ahora se desdibuja en una mezcla de preocupación y rabia. —¿Me quieres explicar por qué mierda no llegaste a la..?— su voz se quiebra en frustración mientras observa el caos desplegado ante él. La pregunta queda suspendida en el aire, esperando una respuesta que revelará la brutalidad que aconteció en la habitación.

La atmósfera se carga con la expectación, la confrontación inminente entre el hombre de ojos dorados y Elizabeth. En ese tenso silencio, la habitación se convierte en un escenario de secretos y tormentos, donde cada fragmento de cristal roto y cada lágrima derramada cuentan una historia de sufrimiento silenciado.

Elizabeth corre hacia su pareja con una expresión teatral de angustia, escondiendo su rostro en su pecho como si las lágrimas fueran genuinas. Sin embargo, la atención del hombre de ojos dorados no se desvía hacia ella, sino que sus ojos están fijos en mí, como si buscara respuestas en mi figura maltrecha en el suelo.

—Mi amor..— dice Elizabeth, con su voz resonando con falsa fragilidad. —La humana destrozó la blusa que me regalaste para nuestro aniversario hace unos meses— Un aire de inocencia se refleja en sus palabras, pero sus ojos no ocultan la malicia que subyace. —No sé qué pasó, solo lo hizo y me asustó mucho. Intentó quemarme con la plancha, así que lo hice yo y la empujé contra el espejo— La sonrisa triunfante que emerge en su rostro despoja cualquier rastro de llanto, revelando la maquinación detrás de su acto.

En medio de esta representación manipuladora, el hombre de ojos dorados no se deja engañar. Su mirada persistente en mí parece desentrañar las capas de engaño, mientras el silencio se adueña de la habitación, marcado por la tensión y la incredulidad.

—Aria, ve a mi habitación.

La orden imperativa de levantarme y dirigirme a su habitación se vuelve una obligación. Ignorando el dolor, suelto lastimeros chillidos mientras mi palma se clava en fragmentos de espejo. Intento contener el sollozo al avanzar, pero un pedazo de cristal perfora mi pie, llevándome al suelo nuevamente. Cada paso es un desafío agonizante, encapsulando mi vulnerabilidad en un juego de sufrimiento que se intensifica con cada movimiento.

—¡Pero qué torpe eres, insecto! No puedes ni ponerte de pie, eres una inútil..— Las palabras de Elizabeth se clavan en mi mente como aguijones persistentes, marcando mi autoimagen con crueldad.

—¡Cállate!— El grito potente del hombre de ojos dorados retumba en la habitación, haciendo que Elizabeth caiga de rodillas, con ambas manos cubriéndose los oídos. La intensidad de su grito parece sacudir los muebles, creando una vibración que resuena en cada rincón de la habitación y estremece mi cuerpo.

La voz del hombre provoca un escalofrío que recorre mi columna vertebral. Mi cuerpo tiembla involuntariamente, y en busca de seguridad, me abrazo a mí misma. En ese instante, la dinámica de poder se tambalea, y un silencio tenso llena el espacio, como si el grito hubiera logrado detener por un momento la tormenta que se gesta en esa habitación.

Su siguiente acción, completamente inesperada, me deja sorprendida y atemorizada al mismo tiempo. El hombre de ojos dorados me levanta del suelo con sorprendente cuidado, suavidad y delicadeza, como si fuera una princesa. Sin embargo, la realidad es que ni yo soy una princesa ni él un príncipe.

Durante ese inusual gesto, no me mira ni pronuncia palabra alguna, solo me carga en sus brazos. La incertidumbre se apodera de mí. ¿Por qué esta inusual muestra de consideración? ¿Con qué intención me lleva en sus brazos de esta manera?

El contraste entre la brutalidad anterior y esta extraña ternura crea un desconcierto que se refleja en mis pensamientos mientras me sostiene en el aire. En ese silencio tenso, busco respuestas en su rostro impasible, tratando de descifrar sus intenciones ocultas detrás de este acto aparentemente benevolente.

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