—..La manera en que tratan a esta humana no es asunto mío, al contrario, es justo lo que merece. A lo largo de siglos, los humanos han sometido a especies que ellos consideran inferiores, incapaces de reconocer nuestra superioridad en todos los aspectos. Es tiempo de dejar claro que esta humana no es más que una subordinada, una criatura despreciable que merece la aversión que le prodigamos. Al explorar nuestra historia, revelamos la justificación de nuestra hostilidad hacia la humanidad, desafiando cualquier noción de igualdad y reforzando la supremacía de nuestra especie.
Mi valor se desvanece con cada palabra que pronuncia, y me siento incapaz de levantar la mirada del suelo. Cada frase de su discurso resuena en mi interior, provocando lágrimas que caen como testigos de mi impotencia. Al escucharlo, comprendo que mi destino aquí no augura más que sufrimiento. Una tristeza abrumadora se apodera de mí, y el temblor en mis manos revela la intensidad de la angustia que sus palabras generan. En su presencia, la certeza de un dolor inminente se cierne sobre mí, tejiendo un velo de desesperación que parece envolverme por completo.
—Es momento de darle un giro significativo a la historia. Ya no servimos a los humanos, ellos nos sirven a nosotros, y esta humana en especial, a mí.
No anticipaba menos de alguien de su calaña; en su mirada se refleja un odio hacia mi persona que resulta palpable, junto con la repulsión y el asco que comparten todos los demás. Este entorno está plagado de individuos malévolos e inhumanos, carentes de compasión, que me observan como si fuera un cero a la izquierda, una moneda sin valor, un muñeco desgastado o un adorno roto; en definitiva, como una entidad desechable. A pesar de que la idea de escapar parece la opción más sensata, un vínculo crucial me mantiene anclada aquí: mi familia. La posibilidad de que, al huir, él pueda infligirles daño me paraliza, y la carga de saber que mi escape podría desencadenar su sufrimiento es insoportable.
En este oscuro escenario, se impone una única directriz respecto a mi existencia: no debo morir. El temor se apodera de mis piernas, haciéndolas temblar ante la amenaza constante. Este imperativo, aunque preserva mi vida física, no logra disipar la angustia que me consume, atrapándome en un dilema desgarrador entre la libertad y la seguridad de los míos.
—Solo tienen una orden con respecto a la humana..— sus palabras resuenan con la frialdad de una sentencia, mi propia condena a muerte —No debe morir—
En el vasto recinto, una multitud laboriosa se afanaba incansablemente, cada individuo contribuyendo con esmero a mantener la grandiosidad del lugar, una suerte de palacio que, en su magnificencia, exigía la dedicación colectiva para preservar su lujo y excentricidad. Aunque impregnado de un aire antiguo, el entorno exhibía una simbiosis armoniosa entre lo clásico y lo contemporáneo.
Lámparas suntuosas pendían con gracia de techos y paredes, reminiscentes de las páginas de las revistas que cautivaban a mi madre. La modernidad se manifestaba a través de discretas cámaras de seguridad estratégicamente ubicadas, registrando con precisión cada rincón del edificio, fusionando así la opulencia del pasado con las exigencias de la era actual.
No obstante, la paradoja se revelaba en las actitudes de los habitantes. A pesar del entorno impregnado de modernidad, sus comportamientos parecían anclados en una época remota, arraigados a tradiciones arcaicas y retrógradas. Una peculiaridad desconcertante radicaba en la mirada de juicio que emanaba de la comunidad, especialmente de los hombres, quienes ostentaban una aura de poder que eclipsaba la libertad y autonomía de las mujeres.
Esta dicotomía entre la apariencia moderna y la mentalidad anclada en el pasado generaba un intrigante contraste, como si el tiempo, en lugar de avanzar de manera uniforme, hubiera tejido un tapiz complejo donde convivían la pompa de antaño y la rigidez de unas mentalidades que resistían el progreso.
En un ominoso silencio, el hombre de ojos dorados se aproxima, su presencia se hace tangible a través de la sombra que proyecta ante mí. Una sensación de inquietud me embarga, incitándome a retroceder en un intento instintivo de resguardarme. Elevando la mirada, me encuentro con su gesto serio, una expresión que infunde temor.
El pánico colisiona con mi juicio cuando sus manos, en un movimiento calculado, se posan en mi cuello. Un grito involuntario escapa de mis labios al experimentar la aguda punzada de dolor causada por las púas incrustadas en mi piel. Un instante de alivio se apodera de mí al percibir la liberación de la presión en mi cuello, fracturado con la fuerza desmedida de un solo tirón.
Sin embargo, la fugaz sensación de alivio da paso a una nueva ola de angustia. El collar de púas, que se desvaneció en el instante anterior, es sustituido sin demora por otro, una variante incluso más pesada que la anterior. En ese momento, resuena la verdad ineludible: la efímera dicha es reemplazada por la implacable carga de un destino más gravoso. Así, en el oscuro juego de fuerzas, mi percepción se sume en la cruel ironía de que, como dicta la sabiduría popular, la felicidad es efímera en su naturaleza.
—Este método revolucionario para ejercer control sobre las personas, como ella, mediante el dolor es un arte oscuro. Al apretar este botón..— extrae del bolsillo de su pantalón un diminuto control remoto con tres botones, uno amarillo, otro verde y el último de color rojo —Una descarga eléctrica serpentea por su cuerpo, no lo suficiente para extinguirle la vida, pero sí para tejer en su carne el tormento y la angustia. Tan solo existen dos artefactos como este, uno en mi posesión y el segundo en manos de nuestra ama de llaves, María—
¿Cómo pueden contemplar esto sin que la empatía o la lástima por el sufrimiento ajeno les consuma? Pienso.
Todo me consterna, mis ojos fijos en la cruel escena, mientras una mujer mayor se abre paso entre la multitud de chicas jóvenes que observan con una mezcla de fascinación y repulsión. Parecen testigos de la degradación de alguien tratado peor que un mero animal. La mujer, de unos cuarenta o cincuenta años, ostenta una apariencia cuidada, su cabello castaño oscuro enmarcando un rostro que refleja la crueldad de sus ojos azul eléctrico.
No alcanzo a comprender por qué todos me miran con odio, desagrado y asco, cuando ni siquiera conocen mi verdadera esencia. Pienso.
Siento la oscura injusticia de una realidad que se desliza por un abismo de horror.
—Aquí, María, esto es para ti; úsalo para poner en su lugar a la humana cada vez que cometa alguna equivocación en su trabajo o moleste a alguien más— le entrega el diminuto control remoto con un gesto despiadado. María recibe el artefacto con deleite, sus labios se curvan en una sonrisa malévola mientras clava su mirada en mí con un destello perverso. Siento un temor penetrante.
—¿Te gustaría ser la encargada de mostrar que el collar cumple a la perfección con su función? — añade con cinismo, invitándola a demostrar la eficacia del cruel mecanismo. La atmósfera se carga con un aire siniestro, y el control remoto parece emerger como un símbolo de poder despiadado en manos de quien disfruta del sufrimiento ajeno.
En menos de un minuto, la mujer aprieta con firmeza el botón de color verde. Mi cuerpo se tensa completamente, asaltado por un calambre colosal que se desplaza a través de mis huesos. Caigo al suelo de manera incontrolable, sintiendo cómo mi cuello palpita y mis piernas tiemblan. La impotencia me envuelve, lágrimas de desesperación se deslizan por mis mejillas, incapaz de defenderme. Lo más doloroso, sin embargo, es la humillación ante la indiferencia de aquellos que se regodean en mi sufrimiento, llenando el aire con risas burlonas. Quise llorar, quise gritar, pero las fuerzas me abandonaron, dejándome sumida en la impotencia.
—Como han podido apreciar, el collar supera las expectativas..— me señala como si fuera una atracción de circo, y la masa a mi alrededor responde con aplausos y risas, perpetuando mi sensación de ser un mero entretenimiento para su deleite. Se coloca frente a mí y acaricia mi cabeza con desdén, dando palmaditas como si tratara a un perro.
—Para que la humana se acostumbre a la vida dentro del palacio, quiero que le asignen numerosas tareas. Necesita comprender su lugar aquí. Quiero dejar en claro que para mantener con vida a sus padres, debe aprender a hacer magia— sentencia con un tono que revela un desprecio arraigado, marcando mi destino como prisionera de un mundo donde mi vida es la moneda de cambio para la supervivencia de aquellos que amo.
El hombre se aleja del lugar con una serenidad que contrasta con la agitación de la multitud, como si no hubiera desatado una horda de adversarios hambrientos, listos para devorarme si la ocasión se presenta. El odio palpable en las miradas confirma mi estatus de desecho, carente de valor alguno. Me siento como un despojo inútil y desvalorizado en medio de la hostilidad que me rodea, alimentando el temor de lo que depara mi existencia inmersa en este caos. Cada individuo en este sitio desconocido me resulta un extraño, y mi inquietud se intensifica por el bienestar de mis padres y por mi propia seguridad.
—Ahora, lo primero que debemos hacer es despojarte de esa ropa infecta. Esperemos que, al usar algo de aquí, tu mal olor disminuya al menos un poco— indica María, deteniéndose frente a mí. Solo logro distinguir sus elegantes zapatos de tacón negro, colocados estratégicamente justo ante mi rostro. La aversión en su mirada es palpable, un sentimiento compartido por los demás presentes. Siento una amenaza constante.
—Que alguna omega busque un uniforme de servicio en la lavandería— ordena —Que sea de los más pequeños, ya que este ser insípido no cuenta ni siquiera con un volumen de cuerpo aceptable, y que impregne su aroma en la ropa para soportar unos minutos sin tanta pestilencia— instruye con un tono despectivo, enfatizando mi insignificancia ante la audiencia. La degradante tarea que se avecina parece ser solo el preludio de una vida marcada por la humillación y la discriminación.
...💔💔💔...
Me encuentro sumergida en un mar de desprecio, donde las olas de las palabras hirientes azotan mi autoestima con una ferocidad inhumana. Cada día, él se deleita en desgarrar mi autoimagen, como si mis defectos fueran un lienzo en el que pinta sus insultos con una crueldad despiadada. Me llama asquerosa, sucia, apestosa, y sus palabras cortan más profundo que cualquier navaja afilada.
La etiqueta de fea me la impone sin piedad, restregándome en la cara la aparente desventaja de mi físico. Mi estatura baja, senos modestos, curvas apenas sugeridas, labios semi-gruesos, y unas pecas que adornan mis mejillas no escapan a su mirada despectiva. Solo logra encontrar mérito en el rojizo casi anaranjado de mi cabello y en mis ojos, que de un color miel casi avellana, no son suficientes para contrarrestar su implacable crítica.
El reflejo en el espejo se convierte en una sentencia diaria, una condena que me susurra la insuficiencia de mi existencia. Callar se convierte en la única opción, una estrategia de supervivencia para evitar un electroshock emocional aún más devastador. La amenaza se extiende a mi familia, y cada palabra no dicha es un nudo apretado en mi garganta.
Así, me veo atrapada en un silencio que grita mi dolor, mientras la sombra de la humillación oscurece cualquier atisbo de autoestima. En la soledad de este tormento, anhelo encontrar el valor para romper las cadenas de la opresión verbal y reclamar mi derecho a la dignidad.
—Tú, humana. La primera tarea del día es limpiar todos y cada uno de los baños del palacio— puedo escuchar detrás de mi las risas de otras personas, risas que no son disimuladas en lo absoluto —Se supone que es una tarea de todo un equipo, pero usarte a ti es mucho más económico y satisfactorio para mí—
Las risas se detienen de momento, y yo solo puedo ver cómo María hace una gran reverencia. En el proceso coloca su mano en mi espalda y me obliga a inclinarme de la misma forma que ella.
—Majestades— dice María, utilizando un tono de lealtad inquebrantable y profunda veneración.
—María..— La voz, con sus tonos roncos y dorados, envuelve mi piel en una sensación de terror palpable.
Reconozco al instante, aún sin verlo, al hombre que me ha esclavizado. Su presencia me causa no solo temor, sino también una melancolía adolorida, recordando el porqué soporto todo esto.
—Solo he venido para que mi Luna vea la humana. Estaba curiosa por conocerla, y yo solo puedo complacerla— El nerviosismo se apodera de mí mientras enfrento la inminencia de encontrarme con aquel que controla mi destino.
—Gracias, Alpha— escucho por primera vez la voz de la mujer que le hace compañía. Sin embargo, esa expresión de gratitud parece perder su significado al ser pronunciada en este entorno. No importa; sé que seré tratada de la misma manera que todos los demás, sin que ello haga alguna diferencia.
Al levantar la mirada, me encuentro con un par de piernas femeninas que se posicionan a escasos metros de distancia. Su cabello rubio, aunque notoriamente teñido, enmarca un rostro impecable, realzado por un maquillaje refinado que, aunque cuidadosamente aplicado, no logra ocultar del todo la dureza que subyace en su expresión. Sus ojos, de un azul brillante, se alinean con la norma de la mayoría de las mujeres que he visto aquí. A pesar de su innegable belleza, su mirada está impregnada de odio y rencor, una hostilidad que ya no me resulta novedosa. En ese momento, me enfrento a una paradoja visual donde la atracción estética se ve eclipsada por una profunda antipatía.
—Siendo sincera, esperaba que los humanos fueran un poco más..— me mira de arriba a abajo, y yo me siento intimidada por esa mirada cargada de apatía —Agradables a la vista—
De forma inesperada sujeta mi cabello con total fuerza, tirando hacia abajo, teniendo que doblar levemente mis rodillas y verme aún más pequeña que ella. En otro lugar, en otra circunstancia este gesto me habría hecho reaccionar de la misma forma hacia ella, pero la mirada atenta y dura del hombre que me aprisiona es suficiente para contener mis impulsos, para soportar.
—¿Podemos irnos ya, mi señor? Su hedor me desagrada— afirma una vez que me ha soltado al fin, caminando hacia su hombre, para abrazarlo por el cuello —Mi loba interior gruñe ante el deseo de hacerle daño, pero la advertencia de no causarle daño mortal me restringe—
La petición impaciente de abandonar el lugar resuena con un tono despectivo que incrementa mi irritación.
—Por supuesto— responde con tranquilidad.
Mi interior se resuelve de forma grotesca al ver cómo se besan, obligandome a apartar mi mirada a otra parte. Queriendo golpearlos con la escoba que siempre está en una esquina de la cocina.
La imposición de su autoridad sobre mi destino se manifiesta con una descripción despiadada de mis limitaciones. La palabra "esclava" resuena con un peso inquietante, y la noción de que mi vida está completamente en sus manos se convierte en una carga opresiva. Aunque mi deseo de venganza se intensifica, la prohibición de causarle daño mortal a él , o a cualquiera se interpone.
Tu voluntad dicta mi existencia, pero no subestimes la fuerza de la resistencia interior. Me digo a mi misma.
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Beatriz Valiente
INTERESANTE HISTORIA
2024-01-30
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