4

En medio de la ardua labor de limpiar el insalubre retrete, la voz de María resonó a mis espaldas, interrumpiendo momentáneamente mi tarea. Antes de girarme para encararla, me apresuré a secar las perlas de sudor que se deslizaban incansablemente por mi frente, evidenciando la fatiga y el agobiante calor que abrazaban mi cuerpo. Este quehacer, que se ha convertido en la tarea más exigente que he enfrentado, carece de las condiciones idóneas, pero no tengo alternativa.

El agotamiento, tanto físico como mental, se refleja en cada fibra de mi ser durante los escasos días que llevo en este palacio. Aquí, he soportado un torrente de insultos que rivalizan con los dieciocho años de mi vida, donde el respeto ha sido la moneda corriente. El personal del palacio me trata con menos consideración que a una esclava, imponiéndome sus quehaceres y dejándome rezagada en los míos, exigiéndome un esfuerzo doble. Las descargas eléctricas que he recibido a lo largo del día han convertido mi cuerpo en un espectáculo grotesco; cada vez que caía al suelo, presa de calambres, mi dolor se convertía en el motivo de risas crueles, sumiéndome en una humillación incesante.

—¿Terminaste con los otros baños?

—Si señora, este es el último— respondo con un respeto forzado, reprimiendo la ira que bulle dentro de mí, resistiéndome al deseo de desatar mi frustración con un acto de violencia que solo empeoraría mi situación.

Consciente de que debo soportar cualquier trato que me imponga, las consecuencias parecen amenazar con ser aún más desoladoras si me rebelo, no a manos de ella, sino por las acciones del hombre de ojos dorados. En su mirada, se percibe la capacidad innegable de infligir daño, utilizando cualquier objeto a su alcance para someterme a formas de sufrimiento inimaginables.

—Eres una inútil...

Con un despectivo empujón, me aparta, haciendo que mi hombro colisione dolorosamente con la pared. Contengo una mueca de dolor mientras observa con atención el estado del retrete, antes impregnado de un tono amarillo sucio con rastros de excremento en las orillas y su interior, acompañado de orina en las afueras, entre otros desagradables detalles. Su crítica, aunque inmersa en un tono de desprecio, sorprendentemente incluye un reconocimiento, aunque tenue, de mi habilidad para limpiar.

—Pero no tanto como esperaba— comenta, revelando que mis expectativas no resultaron tan desastrosas como ella había previsto. Sin embargo, su tono amenazante vuelve a surgir al mencionar que, de haber dejado el baño sucio, me habría condenado a una tarea aún más degradante: limpiarlo con la lengua.

Mi confusión se materializa en una pregunta sincera,

—¿Señora, por qué me odia?— pregunto mientras frunzo el ceño ante su risa estridente, que surge apenas culmino de gesticular dichas palabras.

Su risa, más que auténtica, parece ser una manifestación de sarcasmo, como si mis palabras fueran inadvertidamente cómicas para ella, un chiste que solo ella entiende. La desconexión entre sus acciones y mi percepción añade una capa de misterio a la situación, dejándome cuestionando el motivo subyacente de su hostilidad.

—¿Quién hubiera imaginado que los seres humanos poseen tal capacidad para el humor?— murmura, limpiando con gracia una lágrima que traicioneramente se deslizó por su mejilla, resultado de una risa inesperada —Jamás en mis extensos años de existencia habría pensado que una humana aparentemente insignificante como tú podría arrancarme semejante carcajada. Pero como dicen, nunca se sabe qué depara el capricho de la Diosa Luna en nuestro camino—

Una fugaz sonrisa desaparece de su rostro, retornando a la seriedad inicial. Se aproxima a mi presencia amenazante, y en un intento por protegerme, retrocedo, solo para encontrarme acorralada contra la fría pared.

El aire parece desvanecerse en mi ser cuando, de manera impredecible, su mano se posa en mi cuello, ejerciendo una presión excesiva. Ella, una mujer de edad avanzada, despliega una fuerza inusitada mientras su voz resuena con pesar y amargura.

—Los de tu raza segaron la vida de mi compañero de vida, la persona a la que más he amado en este mundo, mi alma gemela. ¿Puedes siquiera comprender la devastación que experimenté cuando le arrebataron la vida? Es como si te arrancaran el corazón de cuajo, o como si te perforaran con innumerables navajas, una agonía que se prolonga lentamente— La presión en mi cuerpo aumenta, reflejando la intensidad de sus emociones.

—¿Sabes por qué aún sigo con vida? Porque llevaba en mi vientre la esperanza, el fruto de nuestro amor. Estaba embarazada cuando alguien de tu calaña arrebató la vida de mi pareja— Los ojos de la mujer se llenan de lágrimas, pero la presión en mi cuello persiste e incluso se intensifica —Por eso te detesto tanto, humana. Cada vez que veo tus ojos o percibo tu aroma, revivo el recuerdo del despiadado asesinato de mi pareja—

Con gesto severo, retira su mano de mi cuello, y caigo al suelo de rodillas, respirando agitadamente, con mi rostro empapado en lágrimas.

—Los de tu especie han infligido inmenso sufrimiento a la mía, de manera injusta. Nos mantenemos ocultos para evitar el conflicto, y aun así no encontramos paz. Desconozco por qué el Alpha decidió preservarte a ti y a tu familia, pero te aseguro que cuando tenga la más mínima oportunidad, te eliminaré con mis propias manos de la manera más tortuosa que mi mente pueda concebir.

Un alarido desgarrador escapa de mis labios mientras la electricidad, de una intensidad significativamente superior a experiencias previas, surca mi cuerpo en meros segundos. El botón amarillo, que indica la intensidad intermedia, ha sido accionado con determinación, y siento como si mis extremidades fueran sometidas a una fuerza despiadada, como si intentaran arrancármelas de cuajo. Entre sollozos, la descarga eléctrica finalmente cesa, pero los espasmos persisten, acompañados de un dolor agudo que se arrastra por todo mi ser.

Con impasible frialdad, ella devuelve el control remoto a su guarida entre sus senos, esbozando una sonrisa como si el tormento infligido no hubiera sido más que un efímero juego.

—¿A qué vine? Ah sí, ya recuerdo. Su majestad exige tu presencia inmediata en su habitación— su sonrisa destila malicia —Pero dado que has tardado más de lo aceptable, estoy segura de que te espera un castigo bien merecido—

Cuando abandona el baño, mis sollozos se intensifican, dejando al descubierto mi impotencia. Me encuentro indefensa en medio de individuos decididos a infligirme daño. Los lamentos resuenan mientras mis lágrimas caen sin restricciones, enfrentándome a una realidad despiadada. Mi cuerpo se resiente en cada rincón; los huesos tensos y la espalda agonizante, como si me hubieran golpeado repetidamente con un objeto contundente durante horas. La dificultad para ponerme de pie subraya la brutalidad del castigo sufrido, mientras la sensación de vulnerabilidad se afianza en mi ser.

Tras unos minutos postrada en el suelo, consigo erguirme con escasa fuerza física pero impulsada por una voluntad inquebrantable. No soy la única afectada; mi familia yace encerrada en una celda, dependiendo de mi arduo trabajo, sudor y lágrimas para asegurar su sustento. La consciencia de que ellos están privados de libertad, esperando mi esfuerzo para comer, se convierte en el motor que alimenta mis fuerzas. Aunque mi propio sufrimiento sea inevitable, mientras ellos gocen de bienestar, encuentro la motivación para continuar.

Avanzo por los pasillos con cautela, atenta a cualquier indicio de que alguien me sigue. Conozco la ubicación de la habitación del hombre de ojos dorados, un espacio impuesto como el más relevante del palacio mediante gritos, golpes y maltrato reiterados. Esta estancia, la más extensa en el cuarto piso, solo puedo frecuentarla bajo órdenes específicas. Las advertencias son claras: mirar siquiera las escaleras sin permiso se castigará con azotes.

Cada paso que doy por el vasto pasillo, con su suelo de mármol resplandeciente, provoca un temblor en mis piernas. Me encuentro debilitada, exhausta y dolorida, como si mi alma anhelara liberarse de mi cuerpo para no regresar jamás. Sin embargo, a pesar de las adversidades y el deseo abrumador de rendirme, estoy decidida a seguir adelante.

La incertidumbre me embarga en este lugar, y la primera interrogante que me consume es por qué persisten en llamarme humana, como si ellos no fueran parte de la misma especie. Esta designación se me atribuye constantemente, como si fuera un castigo o una forma de tortura. La segunda incógnita se relaciona con el inusual y repetitivo color de sus ojos, que no varía en términos de color, sino solo en tonalidad, siempre limitándose a azul, rojo y verde. La excepción a esta regla es el líder indiscutible del lugar, el hombre de ojos dorados, cuyos ojos reflejan el brillo del oro, como su nombre indica.

Un suspiro escapa de mis labios mientras me postro frente a la imponente puerta de roble, adornada con delicados detalles en tono dorado, característico de este lugar. ¿Miedo? No, es algo más abrumador; la ansiedad me envuelve al punto de sentir que podrían temblar mis piernas hasta desmoronarse. Él es la fuente de ese temor, más que la propia señora María, quien me trata con menosprecio constante. Él ostenta el mérito de ser quien infunde el verdadero pavor. Sus amenazas constantes contra mi familia, la mirada desgarradora, el rastreo de mi cuello como un animal a su presa; cada gesto suyo me reduce a la obligación de servirle sin cuestionamientos.

Mi corazón palpita aceleradamente, y trago saliva con intensidad al ver la puerta abrirse por sí sola, sin haberla rozado siquiera. Frente a mí, el hombre me observa desde el borde de su cama redonda, en la que reposa una sábana negra, en sintonía con gran parte de la habitación. Su expresión seria y enojada, con un cigarrillo entre los labios, crea una atmósfera opresiva que se cierne sobre la estancia.

Con un gesto suave de su mano, me indica entrar, como si fuera una sumisa sin más opción que acatar órdenes. Camino con lentitud hacia él, deteniéndome a pocos metros de su cama redonda, erróneamente sintiéndome más segura mientras más alejada estoy.

—¿Sabes? Creí haber dado la orden de llamarte hace aproximadamente media hora— Apaga su cigarrillo presionándolo contra el cenicero a su lado.

Los vellos de mi cuerpo se erizan al percibir el tono malévolo en su voz, como si estuviera al tanto de todos los acontecimientos y, a pesar de ello, supiera que las consecuencias recaerán sobre mí.

—¿Cuántas veces debo repetirte las mismas instrucciones, Aria?— Su voz cortante resuena en la habitación, y mis piernas tiemblan ante su ira palpable.

—Lo siento mucho, señor. Me acaban de avisar y vine— balbuceo con temor, mi voz apenas audible.

—¡Silencio!— Su grito es como un látigo, obligándome a cerrar los ojos mientras retrocedo. Cada paso parece un eco de mi propia impotencia, una danza desesperada en la cuerda floja de su voluntad.

—No quiero escuchar tus estúpidas excusas. ¿Entiendes eso, Aria?— su tono se torna más cruel, como si disfrutara infundiéndome miedo. —Tu único propósito aquí es obedecer mis órdenes, no me importa lo que estuvieras haciendo. Si te mando a llamar, espero que estés frente a mí en un minuto. ¿Está claro?—

—Sí —musito, atrapada en la telaraña de su autoridad y desprecio. Sin previo aviso, su mano se abate sobre mi rostro, una bofetada que reverbera en mi mejilla. Caigo al suelo, mi mano instintivamente en la mejilla ardiendo, mientras las lágrimas se desbordan.

—Así es como aprendes— murmura, su voz cruel resonando en mi conciencia. El rastro de sangre que se desliza desde mi boca y termina en el suelo se convierte en un sombrío testimonio de mi sometimiento.

—A mí no me hablas como si fuéramos iguales— avisa mientras siento su mano apretando con fuerza mi cabello, forzándome a ponerme de pie.

Sus ojos destilan una furia aún más intensa, con el dorado resplandeciendo con una malévola intensidad. Soy arrojada contra la pared más cercana con una violencia desmedida, el impacto golpeando mi espalda con fuerza. Lágrimas y gritos desgarrados brotan de mi ser, clamando ayuda en un vacío inútil, sabiendo que nadie vendrá en mi rescate.

—Yo soy tu maldito amo, tu dueño. Hago contigo lo que me da la puta gana. Me hablas como merezco. No es si, es sí amo— su voz retumba con un desprecio despiadado mientras otra bofetada hace girar mi rostro, aún más dolorosa que la anterior.

¿Hablarle como merece? Merece que lo insulte y lo maltrate de la misma forma en que ha hecho conmigo.

—¿Quieres saber algo? Quise hacerte sentir cómoda, como en tu hogar, dejar que mantuvieses tu cabello rojo, pero no pienso consentir que esa lengua tuya no obtenga un castigo. Escoria— su desprecio se plasma en cada palabra, un recordatorio cruel de mi nueva realidad.

Suelta mi cabello de manera brusca y tosca, mi cabeza golpea con rudeza contra la pared, un presagio inquietante de consecuencias graves que se avecinan. La visión de una enorme tijera extraída de un cajón provoca un estremecimiento de horror en mi ser, mientras él la contempla con una sonrisa diabólica. Se gira hacia mí y mueve las tijeras de un lado a otro, revelando con malevolencia sus verdaderas intenciones.

Un impulso desesperado me lleva a intentar huir cuando se aproxima velozmente, pero mi escape se ve truncado cuando vuelve a sujetar mi cabello, arrojándome al suelo una vez más. Me arrastro por el suelo con determinación, alejándome de él, consciente de que sus intenciones incluyen cortar mi cabello, algo que no pienso permitir. Forcejeo en vano cuando se coloca sobre mis piernas, quedando yo boca abajo. Su mano apresa mi cabello y eleva mi cabeza, mientras sus extremidades aprisionan mis brazos y piernas, dejándome completamente indefensa bajo su macabra voluntad.

Mi rostro es clavado con brutalidad contra el suelo, y mis gritos y pataleos resuenan en la habitación en un intento desesperado por resistir. Trato de golpear su espalda con mis piernas, pero la distancia es inalcanzable. Lágrimas de impotencia brotan mientras me esfuerzo en vano por defenderme, enfrentándome a la humillación sin poder evitarla.

En medio de mis alaridos, observo horrorizada el primer mechón de mi cabello caer a un lado de mi rostro. Grito con desesperación y redoblo mis esfuerzos, pero mis movimientos son inútiles frente a su fuerza. Escucho su risa diabólica resonar después de unos interminables minutos, y la tijera termina a un lado de mi rostro, acompañada de la pérdida de todo mi hermoso cabello, aquel del cual solía presumir en mi antigua vida.

Tras una lucha agónica por liberarme, la resignación se apodera de mí al aceptar la cruda realidad de que no tengo oportunidad de escapar de su férreo agarre. Quedo quieta, rendida ante la impotencia que me envuelve por completo.

Odio el mundo, aborrezco la vida y execro al destino por someterme a esta crueldad sin piedad.

—¿Ves lo que me obligas a hacer, Aria? — Me da la vuelta mientras permanezco en el suelo, mi mirada impregnada de impotencia, la visión distorsionada por las lágrimas. —Más te vale no volver a enfadarme, porque la próxima vez no será tu cabello lo que corte, ¿Entendido? Haré cosas infinitamente más crueles, cosas que tu mente diminuta no puede ni siquiera imaginar. Como mínimo, te enviaré el dedo de tu hermano envuelto en papel de regalo, solo como una advertencia. ¿Comprendes?— su voz retumba con amenazas siniestras y una crueldad que se extiende como sombra a mi alrededor.

—Sí, amo— murmuro, mi respuesta apenas audible en medio de la oscura resignación que me consume.

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