Para la banda de Carlos, alejarse del crimen era mucho más fácil decirlo que hacerlo, porque en ese mundo, entrar era simple, pero salir requería dinero, poder e influencia, sin embargo, todos coincidieron en que necesitaban una actividad lícita y apoyaron a su líder en su nuevo plan.
Después de una búsqueda exhaustiva, encontraron una hacienda en decadencia, ubicada a menos de dos horas de la ciudad capital. El lugar no era particularmente atractivo, pero tenía potencial y solo necesitaba inversión y una nueva administración.
El propietario, cansado y sin capital, estaba desesperado por vender y cuando Carlos apareció con una oferta de compra, no hubo muchas preguntas, se cerró el trato rápidamente y el vendedor tomó su dinero y desapareció, dejando la propiedad en manos del joven que estaba decidido a construir algo nuevo sobre sus propias reglas.
Con el esfuerzo de todos, en seis meses lograron renovar las instalaciones por completo, aunque su capital era limitado, invirtieron en tecnología para optimizar los procesos agrícolas, asegurando que la hacienda pudiera operar con eficiencia y crecimiento sostenido.
La zona no tenía un atractivo comercial evidente, pero eso les benefició. Toda la operación se mantuvo de bajo perfil, evitando la atención innecesaria. La estrategia era clara: comprar gradualmente las propiedades vecinas, expandirse poco a poco y, con el tiempo, convertir la producción agrícola en su vía de escape definitiva del mundo del crimen.
Después de un año de arduo trabajo, lograron su primera producción, aunque no recuperaron completamente la inversión, fue el primer paso real hacia la legalidad.
Con la siguiente cosecha, obtuvieron un mínimo margen de ganancia, suficiente para iniciar la compra de tierras aledañas, y de esa manera, Carlos y sus hombres de confianza empezaban a consolidar su nueva vida, alejándose de su pasado sin perder el control de su presente.
Gracias a su esfuerzo incansable, Martha logró que su puesto en el mercado creciera, no fue fácil, pero cada día de trabajo la acercaba a la vida que soñaba para su hijo. Cuando José cumplió siete años, comenzó a ayudarla en el negocio, aprendiendo poco a poco sobre responsabilidad y esfuerzo.
El barrio seguía siendo un lugar peligroso, con bandas que reclutaban a jóvenes cada vez más temprano, pero Martha estaba decidida: José no terminaría como su padre.
Era amorosa, pero severa, estaba pendiente de cada uno de sus movimientos y si a veces parecía dura, era porque sabía que no podía darle espacio al destino para repetir la historia, ella lo amaba con todo su corazón, pero lo educaba con firmeza, porque si quería que su hijo fuera diferente, esa era la única manera.
Cuando sus padres se enteraron de que Martha ya tenía su propio puesto en el mercado, que había comprado su casa, y que por fin tenía estabilidad, decidieron buscarla nuevamente.
La casita en la que vivía había sido una lucha de años, fue un acuerdo de pago con una pareja de jubilados que le habían tomado cariño, viendo en ella honestidad y trabajo duro, Martha tardó más de cinco años en pagar la vivienda, pero lo logró, y el día en que finalmente recibió los documentos, decidió celebrar.
Llevó a José a un restaurante de comida rápida, algo que nunca hacían, no solo porque ella evitaba que su hijo comiera comida chatarra, sino porque era un lujo que nunca podían permitirse, pero ese día era especial, y mientras volvían a su hogar, encontraron a su madre, su padre y varios de sus hermanos esperándola frente a la casa.
—Martha, te estábamos esperando. —dijo su madre.
Martha no respondió de inmediato y solo miró a José, y con voz firme, le ordenó:
—José, entra a la casa y cierra la puerta.
—Pero, mamá…
—¡QUE ENTRES Y CIERRES LA PUERTA, DIJE!
Los familiares se sorprendieron, porque estaban acostumbrados a una Martha amable, pero ella sabía exactamente por qué estaban allí y es que cuando descubrieron que le iba bien, volvieron como parásitos, buscando aprovecharse de su éxito.
—¿Qué hacen aquí? —preguntó tajante, sin dejar espacio para excusas.
—Queríamos saber cómo estabas.
—Ya ven, estoy muy bien. Pueden irse.
—Martha, somos tu familia…
—¿Familia? —su voz se endureció—. ¿Acaso tuve familia cuando me echaron a la calle embarazada, obligándome a dormir bajo la lluvia y pasar hambre?
Tenía quince años cuando su madre la echó de la casa y eso era algo que no podía aceptar, más cuando se dio cuenta de que el trato hacia su hermana mayor fue diferente.
—Cuando mi hermana pasó por lo mismo, la apoyaste, sin embargo, a mí me echaste como a un perro, aunque te lo agradezco, porque si me hubiera quedado contigo, jamás habría hecho nada útil con mi vida.
Sus palabras pesaban como plomo, sin embargo, no había rabia en su tono, sino una certeza fría, e irrefutable.
—Salgan de aquí o llamo a la policía.
Y sin esperar respuesta, cerró la puerta en sus caras. Los familiares, sorprendidos, se fueron. Desde ese día, Martha les hacía llegar dinero todos los meses, pero pasó mucho tiempo antes de que volviera a verlos.
La humillación de haber vivido como indigente, y de haber sido rechazada por su madre, la marcó de por vida, y el perdón, para ella, en ese momento era imposible.
José, el cual estaba dentro de la vivienda, vio entrar a su madre furiosa y comenzó a llorar.
—¿Por qué lloras, José? —preguntó Martha,
Con el corazón aún acelerado, pero sin rastro de ira en su voz al ver su carita, su enojo se disipó por completo.
—Porque mamá está muy brava…
Martha suspiró, y se arrodilló junto a él y, con una sonrisa cansada, lo abrazó.
—Ven acá, llorón. Estoy molesta con ellos, no contigo, además, ¿qué te he dicho? Los hombres no lloran.
Le limpió las lágrimas, y al sentir su pequeño abrazo, toda la impotencia se desvaneció.
—José, te he dicho que das los mejores abrazos del mundo.
—¿En serio, mamá?
—Sí, José. Tu abrazo es el mejor del mundo.
Le besó la cabeza, y con voz más dulce, susurró:
—Mañana hay que levantarse temprano. Ya es hora de dormir.
Cada día, antes de que el sol siquiera iluminara las calles, José ya estaba de pie, se despertaba a las tres de la mañana, acompañaba a su madre al mercado, y cuando el reloj marcaba las siete y media, corría a la escuela sin excusas.
Sabía que fallar no era opción porque el carácter firme de Martha no permitía descuidos, reprobar materias, faltar a clases, o descuidar sus responsabilidades, nada de eso podía ocurrir.
Después de la escuela, José regresaba directo a casa, y si su madre aún no había terminado la jornada, preparaba el almuerzo sin esperar instrucciones.
Si tenía suerte, cuando volvía, Martha ya estaba allí, pero si no, seguía su rutina sin interrupciones. Con el tiempo, José desarrolló una personalidad recta e incorruptible y a pesar de que muchos de sus amigos ya pertenecían a pandillas, él nunca sintió la tentación de seguir ese camino.
Incluso, eran sus propios amigos quienes lo aconsejaban para que se mantuviera lejos de esa vida, porque sabían que José era diferente y notaban que su madre lo estaba formando de otra manera.
Martha era una mujer respetada por todos, los maleantes nunca molestaron a ella o a su hijo. Todo lo contrario: la respetaban profundamente, porque era generosa, y ayudaba a los ancianos del barrio, y aunque nunca pudo estudiar para ser enfermera, aprendió primeros auxilios por su cuenta, hasta convertirse en la persona a quien todos acudían en casos de emergencia.
Muchos pensaban que habría sido una enfermera excelente, y aunque nunca cumplió ese sueño, ella no lo lamentaba, porque en su corazón, sabía que José había sido la verdadera bendición de su vida.
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Comments
Sandra Mejia
que hermosa 💖 😍 💕 ♥ ❤ 💜 mujer con un carácter, humildad,solidaridad y respeto.
que buenos principios le esta dando a su hijo, es una guerrera.
2023-04-02
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