Desde la muerte de mi padre, mi vida se convirtió en un infierno. Los años pasaban y todo iba de mal en peor. Mi madre pasaba cada vez menos tiempo en casa y, cuando lo hacía, traía a un hombre diferente cada vez, cada uno peor que el anterior. Por miedo a que alguno de ellos me hiciera daño, me encerraba en mi habitación sin salir.
—¿Por qué siempre traes a alguien nuevo?—le pregunté a mi madre un día, con la esperanza de obtener una respuesta que me tranquilizara.
—No es asunto tuyo—respondió fríamente, sin siquiera mirarme.
Me convertí en la cenicienta de la casa. Dejé de ir a clase para dedicarme a las labores del hogar, y el poco dinero que recibía del gobierno se lo quedaba mi madre para sus fiestas y salidas.
—Mamá, necesito dinero para comprar libros—le dije una vez, con la esperanza de que entendiera la importancia de mi educación.
—No hay dinero para eso—contestó, mientras se preparaba para salir de nuevo.
A medida que pasaban los años y crecía, mi mente cambiaba. Me volví más independiente, pero también más decepcionada del mundo. Mi desconfianza hacia todo aumentaba, y solo podía pensar en sobrevivir, como si estuviera en medio de una selva llena de monstruos salvajes que querían devorarme. Incluso entonces, en medio de esa selva, estaría mejor que donde me encontraba.
A mis dieciséis años, por suerte o desgracia, mi madre logró "enamorar" a un hombre adinerado y se casó con él. Podría llamarse ingenuidad, pero me alegraba que por fin hubiera logrado lo que tanto deseaba: casarse con alguien rico que le diera todos los caprichos. Así, al menos, no estaría en su radar y me dejaría en paz de una vez por todas.
Tener que pensar así de tu propia madre era triste.
Conociendo el carácter de mi madre, supuse que me abandonaría y me dejaría en esa casa en ruinas, lo cual habría preferido. Por fin sería libre, incluso si me quedaba sola. Pero hizo algo que no esperaba: me llevó con ella.
—¿Te vas a casar con él?—le pregunté, incrédula.
—Sí, y nos mudaremos a su casa—respondió con una sonrisa que no llegaba a sus ojos.
La nueva casa era mucho más grande que la anterior, lo cual no era difícil. Era bonita y lujosa, incluso tenía su propio espacio para el coche. Mi habitación, aunque pequeña, era decente, aunque con un estilo demasiado infantil para mi edad.
—¿Te gusta tu nueva habitación?—me preguntó mi madre, como si realmente le importara.
—Está bien—respondí, sin querer mostrar demasiado entusiasmo.
Las paredes eran de un tono gris claro, el techo de un blanco deslumbrante, al igual que el armario empotrado que hacía juego con un pequeño escritorio que daba a la ventana. Una alfombra esponjosa de un rosado suave del mismo color que la cama, que era pequeña para mi altura, más bien parecía una cama de una niña de ocho años y no de una de dieciséis. Pero no iba a quejarme; había vivido en situaciones peores y ya me daba igual dónde vivir, incluso dormir.
—¿Todo esto había sido preparado para mí?—me pregunté en voz alta, sin esperar respuesta.
Me era muy difícil creer que ese hombre extraño hubiera hecho todo esto para mí. Miré el peluche de color rosa que yacía a los pies de mi nueva cama y lo acaricié con cuidado, por miedo a que se rompiera. Todo esto aún me resultaba irreal. Mirando las ropas desaliñadas que llevaba y la habitación limpia y ordenada, me sentía fuera de lugar.
—¿Se puede?—preguntaron a mi espalda.
Giré mi cabeza asintiendo, observando al hombre que estaba apoyado en la puerta de mi nueva habitación.
Su cabello castaño oscuro caía hacia atrás de forma ondulada, y sus ojos grises no apartaban la vista de mí, lo que me hizo sentir un poco incómoda.
¿Será porque era la primera vez que estaba frente a un hombre que me sentía así? pensé. Se acercó a mí, inclinándose un poco para estar a mi altura.
—Llevémonos bien, ¿sí?—dijo con una sonrisa.
Me evaluó con la mirada, colocando su mano en mi hombro y acariciándolo con sus dedos, provocándome un horrible escalofrío.
—No tengas miedo, puedes confiar en mí y decirme papá. Pero si no te sientes cómoda, puedes decirme Derek o como quieras. Cuidaré muy bien de ti—proclamó.
Asentí sin más, y Derek, con una sonrisa, se incorporó y salió de la habitación. Suspiré aliviada. Nada en ese hombre me transmitía confianza ni seguridad; incluso la sonrisa que me mostró se sentía falsa.
—¿Quizás lo estaba pensando demasiado?—me pregunté.
—¡¿Ser mi nuevo papá? ¿Acaso lo pedí?!—me dije a mí misma, con rabia.
Solo tenía un padre, ¡y por mi culpa estaba muerto!
No quería ningún otro papá que no fuera él. Apreté los puños con enfado y frustración, y mis ojos se llenaron de lágrimas que limpié rápidamente con el dorso de mi manga llena de agujeros.
Saqué lo único que me quedaba de mi difunto padre.
Logré esconderlo de mi madre, ya que ella se encargó de vender todo lo que mi padre dejó. Era un pequeño medallón de plata en forma de corazón. En el exterior tenía las iniciales del nombre de mis padres: Gabriel y June.
Originalmente, fue un regalo para mi madre por haberme dado a luz. En él había una foto de mis padres y yo recién nacida. A pesar de que mi madre estaba toda sudada por el esfuerzo del parto, su sonrisa era tan deslumbrante que cuando vi la foto por primera vez, no lo podía creer y pensé que la imagen había sido retocada. Siempre pensé que la culpa de que todo esto pasara era porque fui una hija no deseada, pero viendo esta imagen siento que realmente se sentían felices de haberme tenido.
—¿por qué mi vida se volvió tan desgraciada?—me pregunté, abrazando el medallón y apretándolo contra mi pecho, deseando que todo esto solo fuera una horrible pesadilla y que al despertar tuviera a mis padres abrazándome, consolándome con una sonrisa.
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Comments
Yolima Varela
te perdiste colocaste Amis dieciséis y luego doce
2021-07-02
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