SETH
En una noche como aquella, tan oscura, sin luna ni estrellas en el firmamento, paseaba un hombre solitariamente por las calles, perseguido por unos brillantes ojos rojos que lo seguían allá a donde se dirigiera.
Hacía muchos meses que no regresaba a la ciudad, lugar que se le antojaba aburrido, un oscuro agujero del que no podía escapar aunque quisiera.
― Hombre, Seth― exclamó una mujer sin salir de la oscuridad de un callejón.― Has tardado en volver.
El susodicho se giró hacia ella expulsando por su boca un oscuro humo que apenas se podía notar aquella noche.
― Y no quería hacerlo― dijo sonriente acomodando su larga chaqueta oscura y gastada,― detesto este lugar.
― Todos lo hacemos― rió y empujó a sus pies a un muchacho joven que trató de enderezarse.― Pero como él, estamos atados de pies y manos.
Seth enarcó una de sus oscuras cejas contemplando al pobre desgraciado.
― Por favor, no me hagas daño...― suplicó entre lágrimas.
― No me hagas daño― se burló el hombre.― Piedad, por favor...― se carcajeó agachándose delante de él. Sus ojos azules brillaron de pura maldad y su víctima tembló.― La piedad no existe, es una absurda ilusión― apretó su índice contra la frente del chico, que pronto notó la cicatriz irregular que le cruzaba el rostro, pálido como la luna.― Solo existe el sacrificio. La muerte de uno por la vida de otro.
Las sombras se removieron nerviosas bajo sus pies, mientras el corazón del muchacho se iba deteniendo lentamente. Seth sujetó su cabeza con una mano admirando con agrado como la vida se esfumaba en sus ojos. Una corneja se posó a su lado y, al fin, murió.
― Realmente tienes una vena poética― resopló la mujer que lo observó todo con diversión.
― Sí, pero nadie comprende mi arte, siempre que lo ven, terminan... muertos― bromeó y ella se rió.
― Tú y tu sentido del humor...
― Al menos tengo, no como tú, Delacroix.
La mujer, que rondaba los treinta, avanzó hasta quedar al descubierto, notándose sobretodo sus largas uñas pintadas de rojo escarlata.
― Julie, por favor― pidió echando sobre su hombro su pelo anaranjado. ― Por cierto, Morrigan ya llegó.
El paliducho apartó el cadáver de una patada con una mueca en sus agrietados labios.
― Lo sé.
Siempre fue un paso por delante del resto.
― ¿Quieres que la atrape? ― sugirió ella animada por la simple idea de cazarla.
Seth formó una mueca de asco con los labios ante el tono de su compañera.
Maldita loca. Pensó para si, e hizo crujir sus largos dedos huesudos.
― No― le dio la espalda y se dirigió hacia el casco histórico. ― Deja que venga a mí.
― ¿Cómo?
― Todo a su tiempo, ya verás.
MORRIGAN
― Los otros niños me odian― había murmurado Morrigan escondida en el sótano, una noche de primavera.
El rubio se sentó en una esquina acallando aquellas molestas voces con su simple presencia, pero no los gritos del piso superior que la hacían encogerse de miedo, aunque siempre que él la acompañaba trataba de ignorarlos.
― No les hagas caso― dijo de brazos cruzados y con cara de sueño.― Tú eres mejor que ellos.
Su afirmación le sacó una sonrisa. Él podía ser bastante amable cuando quería.
― ¿Tú crees?
― Claro, no eres tan molesta como esos otros niños.
La niña de ocho años ladeó la cabeza abrazándose a sus piernas.
― Gracias, supongo― enseguida frunció el ceño y una arruga se formó en su naricilla respingona.― Ahora que lo pienso, tú sabes mi nombre, pero yo el tuyo no.
El muchacho frotó sus ojos con las mangas de su camisa blanca. Estaba tan cansado que hasta se habría dormido allí mismo.
― Es que no tengo― afirmó con simpleza.
―Pero todo el mundo tiene uno.
Se encogió de hombros.
― Solo tengo apellido.
Los ojos de Morrigan se entristecieron.
―¿Puedo ponerte yo uno?
Él la miró, por primera vez mostrando algo que no era apatía, sintiendo algo cálido y agradable en su pecho que le hacía sentirse bien. Nunca nadie se había molestado en ponerle un nombre.
― Adelante― susurró agradecido, aunque nunca lo admitió.
Morrigan posó un dedo en su mentón pensativa.
― ¿Qué te parece...?― pensó en un nombre de mascota pero enseguida lo desechó al recordar uno que había leído en su libro de astronomía.― Deneb― le propuso a lo que el sin nombre parpadeó repetidas veces.― Es la estrella más brillante de la constelación de Cygnus, y la más brillante del cielo nocturno― recitó con su voz dulce y amable.
― Está bien― aceptó y apretando los labios hizo un intento de sonrisa que más bien parecía una mueca.― Pues... Deneb Amery.
―No queda mal. Suena bien.
― Sí― se puso en pie y se acercó a ella.― No te preocupes por los gritos, ni tengas miedo― pidió acariciando su cabeza, cuando el grito de su hermano Thomas taladró sus oídos e hizo que se encogiera.― Pronto cesarán, te lo prometo.
Con ese recuerdo Morrigan se puso en pie minutos antes de saliera el sol. Metió la manta en su mochila y se cambió de ropa a una camiseta de manga corta azul y unos pantalones cortos negros.
― Mucho mejor― suspiró y su voz hizo eco en el lugar.
Se estiró y sus dos brazaletes- uno en cada muñeca- de ágata azul relucieron en la penumbra que poco a poco iba aclarándose. Con la mochila colgando al hombro salió decidida a encontrar un trabajo.
Caminó por el paseo marítimo, su estómago rugía demandando alimento y con el poco dinero que le quedaba se compró algo de comida para el resto del día.
Como siga así no duraré mucho. Pensó mientras se frotaba los brazos por el frescor de la mañana.
Una extraña marca, dibujada en la pared de una tienda, llamó su atención. Los surcos, curvos, hechos con pintura roja, se unían formando un raro símbolo de tres puntas encerrado en un perfecto círculo negro.
La sangre los une.
La vida los marca.
¡La corneja!
¡El cuervo!
Ojos brillantes y voces oscuras.
Él es caos.
Ella es muerte.
¡Corre! ¡Huye!
Se estremeció ante las estridentes voces y agachó la cabeza cerrando los ojos con fuerza.
― Basta― musitó ocultando su boca tras el puño. ― Silencio.
Tres lobos mueren.
La sangre llena las calles.
La luna tiembla.
Morrigan abrió los ojos de par en par y corrió cuanto pudo, sin importar las miradas molestas que le lanzaban, como si así hubiese podido dejar atrás a las voces.
El cuervo habla y la muerte lo acompaña.
No tengas miedo.
Paró en seco al toparse con un callejón sin salida y el silencio llegó a ella. Al fin. Dio una bocanada de aire y el oxígeno regresó a sus pulmones.
Posó una mano sobre su pecho sintiendo a su corazón latir desbocado, casi a punto de salir de ella. Toda aquella situación siempre parecía superarla, y no siempre tenía la menor idea de cómo salir adelante. A veces se sentía demasiado inútil.
― No tengo miedo― afirmó colocando correctamente su mochila en la espalda. ― No lo tengo. Ya no.
Sacudió la cabeza y volvió sobre sus pasos, sin saber que una mujer con el pelo anaranjado la observaba, mientras sujetaba entre sus dedos un cigarrillo.
― Ratón que te pilla el gato
Ratón que te va a pillar
Si no te pilla esta noche
Mañana te pillará...
Cantó en voz baja con una sonrisa dibujada en su perfilado rostro pálido.
― ¿Por dónde salió el ratón? ― dijo divertida viendo como, desde su aventajada posición, en la terraza de un edificio, Morrigan se alejaba.
Acarició la pequeña figura de un dragón de piedra que decoraba el bode de la barandilla, y este cobró vida. El ser movió sus alas membranosas y emitió un tenue gruñido observándola.
Julie Delacroix dio un paso atrás colocando uno de sus mechones tras la oreja. Su nueva mascota le resultaba agradable, pero no más que Damien Hoar, alguien poderoso y carismático, que nunca fue más que su títere favorito.
― Síguela― le ordenó sintiendo tenuemente el subidón que le causaba la adrenalina. ― Que no te vea.
El animal emprendió el vuelo dispuesto a acatar las órdenes de su dueña. Nada ni nadie podría detenerlo.
― Que comience la diversión― rio tirando el cigarrillo al suelo.
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