MORRIGAN
¿Qué es blanco y gordo y huele a culo de orco? Recordó Morrigan mientras contemplaba el paisaje pedregoso junto a una cafetería que ya estaba cerrando.
Xenia O’Connor siempre repetía eso durante el recreo a la vez que la señalaba junto a sus amigas. Si la vieran en aquel momento… Nadie la reconocería, ni siquiera sus hermanos. Todo había cambiado en ella, hasta el color de su pelo.
Habían pasado muchos años desde que huyó de casa y, también, desde la última vez que vio a aquel extraño de ojos verdes. Nunca, en aquel momento, habría admitido que le echaba de menos, pero lo hacía.
Sacudió la cabeza acordándose de que ya se tenía que marchar.
El autobús nunca espera a tardones. Pensó, echándole un último vistazo a las montañas que rodeaban aquel valle donde ya nada crecía, y en el que ya estaba comenzando a atardecer. Las nubes se tornaban de una tonalidad anaranjada y el sol desaparecía en el horizonte.
Se dio la vuelta y se dirigió calle abajo en silencio sin que nadie la notara, casi como un fantasma. Cuanto menos se fijaran en ella mejor, en aquellos momentos en todo el continente había una caza de brujas incesante.
En la entrada de aquel pueblo- y muchos otros- podían encontrarse a personas inocentes colgando de los árboles o quemadas en piras.
Era horrible.
El pueblo era pequeño, por lo que no tardó más de quince minutos en llegar a la estación. Compró su pasaje, y corriendo escaleras abajo llegó al autobús que la llevaría a su siguiente parada. Aquel viaje sería largo, mucho más incluso que aquel que hizo años atrás corriendo bosque a través mientras aquellas voces le susurraban palabras llenas de odio.
Una señora mayor la observó con los ojos entornados pasando junto a su asiento. Morrigan dejó su mochila en el asiento que estaba a su lado, aquella mujer de mirada curiosa elevó la barbilla y se dirigió a los asientos del fondo.
Expulsó todo el aire que había aguantado sin darse cuenta y dirigió su mirada hacia la ventana. Tras unos minutos esperando el autobús arrancó.
La luna ya brillaba en lo alto junto a las estrellas cuando salieron del pueblo. Los cadáveres, como recordaba, seguían allí, algunos de ellos eran más recientes, distinguió a dos niños entre ellos. Giró la cabeza sintiendo como sus ojos, ya comidos por los cuervos, la contemplaban.
No eran ni brujas ni, mucho menos, brujos. Eran inocentes. Personas corrientes que se encontraron en medio del fuego cruzado.
El mundo se había vuelto completamente loco. Todo comenzaba a desmoronarse.
Se encogió en el asiento, acomodándose, para no tener que ver en todo el camino por la ventana. Al fin y al cabo su parada era la última.
Cerró los ojos apoyando la cabeza en el cristal, pero en ningún momento se quedó dormida. Las voces no se lo permitían.
Los ejecutan por su culpa.
Ella no hace nada.
Lo permite. Les deja cargar con su culpa.
¡Asesina!
¡Culpable!
¡Culpable!
Apretó los labios con fuerza tratando de ignorarlas. No podía gritarles que se callaran. No allí, así que tenía que aguantarse hasta llegar a su destino. Encogió sus piernas contra el pecho y guardó las manos en los bolsillos de su gruesa sudadera negra.
Esto es cómodo. Pensó, hundiéndose en sí misma. Si solo se callasen, sería perfecto.
― Perdona― la llamó un muchacho un par de años más joven que ella.
Morrigan elevó la mirada y enseguida su atención recayó en el color sus ojos, uno marrón y otro azul. Una rara característica que muy pocos compartían. A ella le parecieron extraños, a la vez que bonitos.
―¿Si?― consiguió articular.
―¿Tienes agua?
Negó con la cabeza.
― Lo siento.
El moreno le brindó una sonrisa llena de amabilidad. Resultaba extraño, en aquellos tiempos, ver a alguien sonreír.
― No importa, gracias de todas formas― dicho esto se alejó al fondo y, al llegar a su asiento, le oyó decir:― Lo siento hermano, vas a tener que tomar la pastilla a palo seco.
Apretó los labios para no reír ante el tono gracioso que empleó. Le agradaba el echo de escuchar una voz agradable como la de él y no a las que estaba acostumbrada a oír y que al fin se habían callado.
El autobús frenó de golpe alertando a los viajeros. Morrigan se puso en pie, entornó los ojos y resopló con molestia al ver humo salir de la parte delantera.
― Perfecto― gruñó tirándose sobre su asiento de brazos cruzados.
― Lamento informarles― comenzó el conductor cerca de la salida― que tenemos algunos problemas con el motor.
Varios bufidos y gruñidos cargados de molestia llenaron el interior.
― Les insto a esperar pacientemente en sus asientos― finalizó saliendo.
Observó por la ventana. Pese a la oscuridad de la noche la joven sabía que aún quedaban varios kilómetros para llegar a la primera parada.
Masajeó sus sienes. Quería llegar a la ciudad cuanto antes y esto solo la retrasaba.
Dándose por vencida unió sus párpados y al fin se quedó dormida por completo abrazando con fuerza su mochila.
Fuera, en silencio, alguien con el rostro oculto la observaba desde la distancia.
Una corneja se posó a sus pies dando pequeños saltos.
― Aún no es el momento. No, no, no…― canturreó expulsando un oscuro humo por su boca.
Chasqueó la lengua y el motor del automóvil arrancó como por arte de magia.
Morrigan se removió sobre su asiento adormilada y mirando por última vez a través del cristal, antes de volverse a sumir en un tranquilo sueño, creyó ver a alguien en el exterior, entre aquella inmensa hilera de abetos.
El resto del camino fue de lo más tranquilo, sin sobresaltos ni problemas con el motor. Eso sí, las horas pasaron con lentitud hasta que llegó a la ciudad a la mañana siguiente.
Al despertar, por culpa de las primeras luces del día, lo primero que vio fueron los altísimos rascacielos y el puente que cruzaba el mar y llevaba a la isla vecina, pequeña, aunque muy poblada.
Bajó junto a los pocos pasajeros que quedaban, colgando la mochila sobre su hombro. El cálido viento llevaba consigo el olor a salitre del mar, cuyas aguas turquesas brillaban bajo el sol a lo lejos.
Una gaviota blanca se posó sobre una papelera que se encontraba junto al parque floreado frente al que habían bajado y, por un instante, entre el resto de viajeros, creyó ver una cabellera platinada, casi blanca.
Entreabrió la boca y se acercó al lugar, pero ya había desaparecido. Permaneció allí, de pie, obstaculizando a los viandantes, hasta que al final reaccionó y se puso en marcha.
Allí todo era muy distinto a lo que acostumbraba, las personas iban a lo suyo, pero aún así sabía que no debía dar pasos en falso o sino podría meterse en problemas de los que después no podría salir.
Caminó por las extensas calles que pese a estar repletas de coches y personas, permanecían en silencio. Nadie hablaba, todos callaban, permanecían con la cabeza agachada en aquel escenario que, en ese momento, le pareció gris, tan gris como las nubes de tormenta que la gran mayoría de veces amenazaban con descargar en el pueblo en el que nació.
Mientras cruzaba a la acera de enfrente, vio en un callejón oscuro como la boca del lobo, un rostro conocido y unos ojos verdes claros que la seguían en la distancia y que en cuanto se fijaron en los suyos desaparecieron en un instante.
Corrió hacia allí con el corazón latiéndole con mucha rapidez, pero no le encontró, parecía haberse esfumado con el humo de los coches. Meneó la cabeza de izquierda a derecha sintiéndose, de repente, tan cansada que hasta le costaba mantener los ojos abiertos.
No puede ser. No puedo seguir así. Se dijo, acercándose al paseo marino y se sentó en un banco desde el que contempló la inmensidad del mar.
― Me estoy volviendo loca― murmuró ocultando su rostro tras las manos.
No realmente. Él la seguía vigilando desde lejos.
En ese momento se encontraba sentado fuera de una cafetería, no muy lejos de su posición.
― Pareces un acosador ― le dijo un muchacho moreno sentándose a su lado. ― Deberías hablarle.
― No― gruñó peinando su pelo hacia atrás. ― Es mejor así.
El chico sonrió negando con la cabeza.
― Está bien, sigue pareciendo un loco ― articuló tendiéndole una botella. ― Toma, para la pastilla, hermanito.
El rubio se giró hacia él y la tomó. Los ojos dispares de su hermano centellearon llenos de alegría, cosa que siempre le pareció extraño. Nadie podía ser tan feliz siempre.
― ¿Desde cuándo es tan…?
― ¿Pelirroja? ― le interrumpió admirando esa larga melena rizada del color del fuego.
― Iba a decir delgada, pero también.
Él la recordaba como una niña más baja que la media, realmente pecosa, el pelo castaño claro y un ligero sobrepeso.
Su hermano pequeño le atizó el brazo con el puño cerrado y le miró mal.
― ¿Qué?― preguntó poniendo cara de haber chupado un limón.
Rodó los ojos. Por aquel tipo de comentarios, a veces le daban ganas de empujarlo al mar.
― Nada― resopló.― ¿De qué la conoces?
― Es una larga historia.
― ¿Es como nosotros?
El extraño la miró y tragó saliva.
― Sí, pero es un poco distinta.
El moreno frunció el ceño.
―¿En qué sentido?
― Aún es pronto para saberlo― Morrigan se puso en pie y la vieron alejarse con su vieja mochila gris repleta de parches de distintos colores.― Llama a Lucy, tenemos un trabajo pendiente.
***¡Descarga NovelToon para disfrutar de una mejor experiencia de lectura!***
Updated 27 Episodes
Comments