CAPÍTULO 4

SETH

En algún lugar de la ciudad, lejos de las miradas curiosas, los susurros asustados y el silencio asfixiante; en un motel alejado del resto de edificios, dentro de un baño oscuro únicamente iluminado por luces de neón azules, se encontraba Seth, contemplándose en un sucio espejo. Se apoyó sobre el lavamanos, y recorrió con su índice la irregular cicatriz que afeaba su rostro, antes agradable e, incluso, amable.

La ira bulló en su interior con mucha fuerza y sus ojos, del color del cielo, centellearon llenos de rabia. Unió sus párpados con fuerza tratando en vano de calmarse.

― Esa actitud no te llevará a nada ― dijo una voz clara y aniñada.

Abrió los ojos y, en lugar de su demacrado reflejo, vio a un niño de unos cuatro años, pálido, con el pelo desordenado de color canela y los ojos de un dulce color miel.

― Nada me llevará a nada― exclamó sin reparos. Lo exasperaba.

El reflejo sonrió y dos adorables hoyuelos se formaron en sus mejillas sonrosadas.

― Cada vez dices cosas que tienen menos sentido― pasó un dedo por debajo de su nariz respingona ―, como lo hacía mamá ¿recuerdas?

― Cállate.

Golpeó rabioso el lavamanos y agachó la cabeza ocultando su rostro tras las manos, tembloroso.

― No pudiste protegerla― añadió con pesar.― No pudiste protegernos.

Sacudió la cabeza frenéticamente, recordando aquel momento. Llenándose de culpabilidad y de miedo.

A penas era un niño de siete años cuando aquello sucedió. Él buscó a su madre por toda la casa, quería mostrarle el dibujo que había hecho en el colegio aquel día.

El sol aún brillaba en lo alto y su padre todavía estaba trabajando.

― Mamá― la llamó a voces sujetando una cartulina blanca en su pequeña mano. ― ¿Mamá?

Subió unas gastadas escaleras de madera hacia el segundo piso. Él juraba haberla visto subir.

Su cabello oscuro relució con la luz, mostrándose vivo.

Se dirigió hacia la habitación de sus padres, aquel cuarto tan amplio con vistas al hermoso jardín trasero. Corrió hacia la puerta de roble y la abrió de golpe.

― Ma...― se detuvo de golpe, sobresaltándose, y soltó su dibujo.

Una hermosa mujer con una larga cabellera negra, lisa, y los ojos de color cian colgaba de un cable del techo. Su cuerpo oscilaba en el aire y su mirada se perdía en la nada, sin brillo ni vida.

Retrocedió un paso y tropezando con sus pies cayó estrepitosamente sin apartar la mirada de su madre. Sus ojillos se llenaron de lágrimas.

― ¿Mamá?

En el piso inferior se oyó un portazo y, de repente, los llantos de dos bebés.

― Sí, lo recuerdas― rió el niño. ― Si hubieras llegado un poco antes...

― Calla― farfulló tapándose los oídos.

― Se suicidó porque sabía lo que eras― prosiguió con malicia.― Un monstruo ¡Un brujo!

― ¡Cállate!

― ¡Eso la mató!¡Mataste a nuestra madre!

Sin poder controlarse, formó un puño y golpeó el espejo. El niño desapareció, dejando únicamente su imagen distorsionada por los cristales rotos. La sangre brotó de su mano manchando la blancura del lavamanos, pero no le importó, nada le importaba ya.

DENEB

Los ojos verdes de Deneb inspeccionaron la pequeña recepción en la que se encontraba. Tomó asiento en el sofá de cuero marrón, incómodo por las miradas curiosas que le lanzaban las chicas jóvenes que desfilaban ante él únicamente para verlo; algunas de ellas cuchicheaban por lo bajo, como un murmullo molesto, sin dejar de contemplarlo por el rabillo del ojo, a lo que se encogió haciendo muecas.

Como detestaba quedarse en aquella planta. Lo odiaba con toda su alma, le resultaba molesto que se lo quedaran mirando.

Resopló de brazos cruzados.

¡Edificio Idises! El lugar en el que te miran como si tuvieras una tercera cabeza.

La puerta doble de roble de la entrada se abrió y la luz solar que entró hizo relucir el granito gris que decoraba las altas paredes, hasta llegar al techo blanco. Su hermano avanzó hacia él, llamando de sobremanera la atención.

― Ay...señor― musitó ocultando su rostro tras la mano.

― Hermanito― lo saludó con una enorme sonrisa en el rostro.

― ¿Porqué vistes así?

Ladeó la cabeza y una punta de la boa de plumas que envolvía su largo cuello se balanceó en el aire.

― Por que este es mi estilo― alisó su camiseta fucsia con el dibujo, en el frente, de un unicornio emborrachándose con un enano. ― Tú lo sabes. Es mi suagh.

― ¿Tu qué?

―Mi suagh.

― Esa palabra no existe.

― Claro que sí― su sonrisa se amplió. ― La acabo de usar.

― Eres increíble― musitó poniéndose en pie. Sus zapatillas sonaron en el suelo de mármol negro.

― Ni falta que lo digas. Lo sé.

Rodó los ojos.

Se supone que debemos ser discretos. Pensó acomodando su chaqueta vaquera.

― ¿Y Lucy? ― preguntó, notando de repente la ausencia de la morena.

―Vigilando a Morrigan.

― ¿Te la tiras?

Deneb lo fulminó con la mirada.

― Con ese genio está claro que no― supuso dando un paso atrás. ― Es que como la odia y todo eso, no pensé que...

― Se prestó voluntaria.

El rubio miró al frente, hacia las escaleras que llevaban a las más de doscientas habitaciones.

― Eso no es propio de nuestra "diabólica" Lucy.

― Calla, ahí viene Bel.

El susodicho bajaba por las escaleras en aquel momento y se les acercaba acomodando la manga de su costoso traje azul marino. Era un hombre realmente alto, con el pelo negro, corto y con algunas canas asomando y la piel morena, como si se pasara los días bajo el sol.

― Amery ― le saludó y cuando iba a dirigirse al moreno se detuvo en seco y enarcó una ceja.― ¿Asta...?

― As― le corrigió.― Me llamo As.

― Está bien, As― rodó los ojo. ― Personalmente, prefiero tu auténtico nombre, pero si quieres que te llamen como la carta de una baraja...― se encogió de hombros y volvió su mirada hacia Deneb, el único que le importaba. ― ¿Qué necesitan dos de mis mejores brujos?

El rubio suspiró pesadamente hundiendo los hombros y fijando sus ojos en los del hombre. Esas dos esferas de un extraño color violeta que difícilmente pasaban desapercibidas.

― Querría hablarle― comenzó con la voz neutra y baja, para que nadie más que él pudiera oírle― acerca de una chica...

En aquel mismo instante, no muy lejos de aquel gran edificio, menos llamativo que el resto, Morrigan corría por las calles. Unos soldados la perseguían.

¿Cómo había podido terminar en esa situación? Solo había entrado en una tienda a preguntar por un trabajo, nada más.

Corría lo más rápido que podía, buscando una salida o un lugar en el que ocultarse.

Como no me esconda en algún contenedor... pensó con ironía imaginándose por un instante colgando de algún árbol o quemada en una pira.

Pese a que los músculos de sus piernas ya protestaban y a sus pulmones les empezaba a costar obtener el oxígeno necesario apresuró su paso aún más, si es que era posible.

Una cadena se envolvió en sus tobillos haciéndola caer de bruces. Se giró en el suelo, rendida ante su muerte inminente. Los soldados se le acercaron con los rostros ocultos bajo un pañuelo negro y la enorme capucha oscura de sus gruesas chaquetas.

Elevó la mirada hacia el cielo despejado, a esas horas anaranjado por el atardecer, y se fijó en un sobrio edificio situado en la periferia de la ciudad.

― Tom.

En aquel momento, en el que estaban a punto de dispararle en la cabeza recordó el viejo libro de astronomía que le había regalado cuando era muy pequeña y cuyos restos guardaba como si fueran un tesoro en su mochila.

Cerró los ojos al oír el primer disparo, pero la bala nunca llegó. En su lugar, vio una llamarada verdosa que hacía de barrera protectora, y su corazón le dio un vuelco cuando, tras ella, una voz conocida, carente de emoción y ganas, pronunció su nombre.

― Morrigan.

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