La Gala y gente caótica.

La tensión entre Antonella y Nathaniel era tan palpable que hasta los murmullos del salón parecían apagarse a su alrededor. Fue entonces cuando las puertas principales se abrieron y el aire cambió de temperatura.

Todos voltearon.

Algunos se apartaron.

Otros susurraron su nombre con un dejo de respeto y miedo.

Anne Moretti había llegado.

Lucía un vestido negro de seda que parecía moldeado directamente sobre su cuerpo, cada paso firme y silencioso como si pisara un campo de batalla invisible. En sus labios carmesí había una sonrisa casi imperceptible, demasiado peligrosa para ser llamada elegante.

Antonella la reconoció al instante, aunque nunca se habían cruzado en persona. La serpiente. La mujer de la que había escuchado más rumores que verdades.

Nathaniel se limitó a cruzarse de brazos, estudiando a su hermana con el mismo aire condescendiente que usaría un jugador de ajedrez al ver a su rival mover la primera ficha.

Anne se abrió paso entre la multitud como si no existiera obstáculo posible. Saludó a algunos invitados con un gesto mínimo, ignoró a otros con deliberada frialdad y finalmente se detuvo justo frente a ellos.

Nathaniel fue el primero en reaccionar. Sus labios se curvaron en una media sonrisa mientras la observaba acercarse.

—Mira quién llegó… mi víbora favorita.

Anne alzó una ceja y, en cuanto estuvo lo bastante cerca, lo abrazó con efusividad, como si nadie alrededor existiera.

—¡Nate! —exclamó, pellizcándole el brazo con descaro—. Cada vez que te veo estás más amargado. ¿Es que tu madrastra te pone a dieta o qué?

—Ya quisieras, Toti —replicó él entre risas, devolviéndole el abrazo con un golpe suave en la espalda—. Todavía me queda cuerda para aguantar tus dramas.

Los invitados observaban atónitos aquella escena tan poco formal entre dos Moretti. El aura letal que siempre se atribuía a Anne se difuminaba en segundos cuando estaba con Nathaniel, como si solo él pudiera sacarle esa versión burlona.

Antonella, en cambio, los contemplaba con una mezcla de sorpresa y curiosidad. No todos los días se veía a la temida Anne Moretti interactuando de forma tierna e infantil, no sabía que su hermano mayor podría sacarle ese lado.

Anne entonces posó sus ojos felinos en Antonella y sonrió con picardía.

—Y tú debes ser Antonella Russo… —dijo, alargando el nombre como si lo estuviera probando en la boca—. He escuchado tantas cosas de ti que no sabía si esperar a una ejecutiva seria… o a una muñeca de porcelana.

Antonella sostuvo su mirada con calma, aunque el reto en sus palabras era claro.

—Depende de quién me mire, supongo. Pero me inclino más por ejecutiva, si tienes el placer de conocerme de verdad comprenderás que soy muy peligrosa para ser una muñeca.

Nathaniel se llevó una mano al rostro fingiendo fastidio, aunque estaba conteniendo la risa. No era un hombre de una sola mujer, nunca lo había sido. Con su atractivo natural y esa sonrisa arrogante, coquetear le salía tan fácil como respirar. Seductor hasta la médula, sí, pero con un corazón enorme que lo metía en más problemas de los que podía contar. Y, por si fuera poco, cargaba con una hermana posesiva y celosa como Anne. Sabía perfectamente cómo funcionaba su familia: Anne era celosa hasta la médula, posesiva como nadie, y cualquier relación de Nathaniel parecía pasar por su “filtro”.

De hecho, el último ligue de Nathaniel había desaparecido por semanas y, cuando regresó, lo hizo con el cabello muy corto, cicatrices en brazos y piernas, y un miedo tan evidente que lo alejó de él sin mirar atrás. Nathaniel no necesitaba pruebas: conocía demasiado bien la firma de la loca de su hermana.

—Ay, por Dios… apenas llevan treinta segundos y ya parece que quieren arrancarse la cabeza.

Anne sonrió más, encantada.

—No te preocupes, Nate. Si se la arranco, te la regalo en una caja de cristal.

Antonella sonrió de vuelta, con un brillo en los ojos que a Nathaniel no le pasó desapercibido.

—Pues más te vale que sea una caja bonita.

Antonella enarcó una ceja, manteniendo su sonrisa impecable, pero por dentro pensaba con ironía:

Si no conociera a Anne Moretti, juraría que lo dijo en broma… pero no me sorprendería que un día me decapitaran solo porque a ella se le diera la grandísima gana.

El leve contacto en su hombro la sacó de su propio pensamiento. Nathaniel, todavía divertido con la situación, le sonrió con esa naturalidad que parecía improvisada.

—Tranquila, es solo un juego, no te pongas incómoda —murmuró, como si estuviera traduciéndole a Antonella el idioma secreto de su hermana.

Antonella ladeó la cabeza, mirándolo sin perder el porte.

—Pues menudos juegos se gastan los Moretti.

Él rió bajo y cambió de tema como si nada hubiera pasado. Hablaron unos minutos de las alianzas estratégicas entre los Russo y la empresa Moretti, del impacto que tendría el evento en los proyectos de las fundaciones y hasta de futuras inversiones conjuntas. Antonella se desenvolvía con naturalidad, midiendo cada palabra, mientras Nathaniel parecía disfrutar de observarla más que de la conversación misma.

Fue entonces cuando Anne, como si ya hubiera cumplido su papel de provocar tensión, se excusó con una sonrisa traviesa.

—Los dejo, no quiero interrumpir su… química empresarial. —Y se alejó, elegante, para seguir saludando a medio salón.

No tardó en llegar frente a Cassian, que la recibió con el mismo cariño de siempre, aunque sus ojos no dejaban de ser los de un padre que conoce demasiado bien a su sobrina.

—Compórtate, Anne —le advirtió en tono bajo, cariñoso pero firme.

Ella sonrió como una niña traviesa cazada en falta.

—¿Cuándo no lo hecho, tío?

Él bufó con una risa breve, sin responder, porque sabía que la pregunta era una trampa.

Liam se unió al grupo justo en ese instante, copa en mano, con esa chispa en los ojos que siempre tenía en reuniones como esta.

—Por favor, Cassian, le estás pidiendo demasiado a la vida —soltó con tono divertido, antes de volverse hacia Anne—. Oye, ¿no has visto a tu hermano?

Anne tomó un sorbo de su copa y respondió sin inmutarse, con la misma naturalidad con la que alguien comentaría sobre el clima:

—Sí, anda coqueteando con la muñeca de los Russo.

Cassian y Liam se miraron de reojo. El primero negó con la cabeza, divertido pero preocupado; el segundo se echó a reír a carcajadas.

—Pues nada —dijo Liam entre risas—, que Dios ampare a la pobre muñeca.

Nathaniel seguía escuchando con calma a Antonella. Él llevaba esa sonrisa de medio lado que parecía no desvanecerse nunca.

—Me sorprendes —dijo, tomando una copa de la bandeja de un mesero que pasaba—. Hablas de tus fundaciones como si fueran un ejército organizado.

Antonella sonrió con elegancia.

—No es un ejército, pero sí una causa. Y créeme, se necesita más disciplina de la que imaginas.

Nathaniel asintió, inclinándose apenas hacia ella.

—Eso me gusta. Eres una mujer muy interesante. —Bebió un sorbo y, con naturalidad, añadió—. Justo estaba pensando en hacerte una invitación. Voy a correr en Mónaco dentro de unos días. ¿Te animarías a ir?

Antonella arqueó una ceja, sorprendida por la invitación tan directa.

—¿Así, de repente?

Él encogió los hombros.

—Digamos que no me gusta perder tiempo. Además, lo que has dicho de tus proyectos me ha motivado mucho. —Sacó su teléfono y, en menos de un minuto, dictó algo a su asistente que aguardaba cerca—. Deposita esa cantidad en la cuenta de la fundación que la señorita Russo dirige. Sí, esa. Hoy mismo.

Antonella lo miró, incrédula.

—¿Acabas de hacer una donación… sin siquiera consultarme?

Nathaniel sonrió, como si aquello no fuera gran cosa.

—Considera que soy un hombre de impulsos. Pero si de verdad quieres agradecerme, ven a Mónaco. Ahí conocerás mejor a tu futuro patrocinador y mayor donador. Créeme, no querrás perderte esa oportunidad.

Ella entrecerró los ojos, debatiéndose entre el escepticismo y la curiosidad.

—¿Qué te hace pensar que aceptaré la invitación así como así?

Nathaniel bajó la copa y se inclinó apenas hacia su oído, con voz grave y suave.

—Entonces me quedaré con la duda de si Antonella Russo es tan valiente en persona como lo es en los discursos.

La provocación quedó flotando entre ellos como una chispa a punto de incendiar algo mucho más grande.

Antonella lo observó un instante más, midiendo la seguridad con la que hablaba. Finalmente, alzó su copa y esbozó una sonrisa.

—Está bien, Deveraux. Acepto tu invitación a Mónaco.

Los ojos de Nathaniel brillaron con triunfo.

—Eso quería escuchar, señorita Russo.

Antes de que pudiera añadir algo más, una voz familiar interrumpió con entusiasmo.

—¡Nate! —Liam apareció entre los invitados, con esa mezcla de carisma y cero filtros que lo caracterizaba. Se acercó para abrazar a su hijo y luego, al notar la presencia de Antonella, alzó las cejas con picardía—. Y vaya… ya veo por qué te desapareciste tan rápido.

Nathaniel cerró los ojos un segundo, como quien pide paciencia al universo.

—Padre... Qué oportuno como siempre.

Liam soltó una carcajada y le dio una palmada en la espalda.

—Solo digo la verdad, hijo. Antonella Russo en persona. Mucho gusto, soy Liam Deveraux, el verdadero culpable de este espécimen.

Antonella sonrió educada, aunque percibía perfectamente la incomodidad divertida de Nathaniel.

—Un gusto conocerlo, señor Deveraux.

Nathaniel, en cambio, le dio un codazo suave a su padre, murmurando entre dientes:

—¿Puedes no decir cosas imprudentes por cinco minutos?

—¿Imprudente yo? —replicó Liam con fingida indignación, antes de guiñarle un ojo a Antonella—. Lo que pasa es que estos hijos de ahora ven una mujer bonita y se les olvida hasta que tienen familia.

Nathaniel suspiró y se volvió hacia ella con una media sonrisa resignada.

—Discúlpalo. La edad lo hace decir cosas raras.

Antonella rió suavemente, aunque dentro de sí pensaba que aquella familia era mucho más caótica de lo que había imaginado y quizá, solo quizá, esa era la razón por la que no podía apartar los ojos de Nathaniel.

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