El auto de Adrian era un sedán oscuro y silencioso, una burbuja de lujo blindada que la aislaba del bullicio de la ciudad. Laila observaba las calles de Nueva York pasar por la ventanilla, una película en movimiento que ya no le parecía familiar. El apretón en su estómago no había disminuido, y su mente corría, un ratón atrapado en un laberinto. A su lado, Adrian estaba tranquilo, sus ojos fijos en el camino. Su silencio era tan pesado como su presencia, y Laila sintió la necesidad de romperlo.
Laila Thorne
—¿Y qué vas a hacer con mi libro? —preguntó, su voz, a pesar de sus intentos, tembló ligeramente.
Adrian Volkov
Una sonrisa se dibujó en los labios de Adrian, un gesto tan sutil que casi se lo pierde. —Eso es lo divertido, Laila. Todavía no lo sé. Pero sé que va a ser algo grandioso. Tú has creado un monstruo en papel; yo lo voy a hacer carne y hueso. Lo voy a convertir en un evento mundial.
Laila Thorne
—El Sombra es un asesino en serie ficticio —dijo Laila, intentando sonar lógica—. Él no tiene...
Adrian Volkov
—Oh, pero lo tendrá —la interrumpió Adrian, su voz peligrosamente baja—. Tendrá un rostro. Tendrá un motivo. Y la gente, Laila, la gente pagará por verlo. Al igual que pagarán por verte a ti, la mujer que creó a la bestia.
El auto se detuvo frente a un enorme rascacielos de cristal y acero. Laila miró hacia arriba, sintiéndose pequeña y abrumada. Las puertas se abrieron, y la lluvia había cesado, dejando el asfalto reluciente. Adrian se bajó y le extendió la mano, un gesto de un caballero. Laila dudó un momento, pero luego la tomó. Su piel era cálida y dura, y el contacto envió una descarga eléctrica por su brazo. Ella estaba en la boca del lobo, y ahora solo le quedaba una opción: hacer que el lobo se atragantase.
Adrian Volkov
—Bienvenida a tu nueva oficina, The Muse —susurró Adrian, su sonrisa una promesa y una amenaza. —Aquí es donde el verdadero juego comienza.
El ascensor privado los llevó en un viaje vertiginoso hasta el último piso. Laila podía sentir la presión en sus oídos y el nudo en su garganta. Se miró en el espejo del ascensor, casi sin reconocer su propio rostro. Las gafas que usaba a menudo se sentían como un disfraz inadecuado; debajo, sus ojos mostraban una mezcla de pánico y una extraña chispa de desafío. Era la mirada de una mujer que había sido arrojada al abismo, pero que se negaba a gritar. Se dijo a sí misma que cada detalle de este encuentro era un regalo para su próximo libro. Se aferró a esa idea como un náufrago a un pedazo de madera.
Al abrirse las puertas, la vista la dejó sin aliento. La oficina ocupaba todo el piso, con ventanales que ofrecían una vista panorámica de 360 grados de Manhattan. No había escritorio, solo una enorme mesa de conferencias de mármol negro y varias áreas de descanso con sofás de cuero. En un rincón, un bar completamente surtido. El lugar no era solo un espacio de trabajo; era un santuario, una fortaleza. Un lugar diseñado para mostrar poder, para dominar.
Adrian Volkov
Adrian se movió con facilidad por el vasto espacio, como si fuera su propio reino. —El mejor lugar para crear, ¿no crees? —su voz resonó en el silencio del lugar. Caminó hacia la ventana y se quedó mirando el horizonte de la ciudad. —Ahora, el mundo es nuestro lienzo. Tú pones la pluma y yo pongo el pincel. Me has dado la oportunidad de dar vida a tu monstruo, y te aseguro que no la voy a desperdiciar.
Laila Thorne
—¿Y si me niego a escribir? —la pregunta de Laila fue casi un susurro, pero la gravedad en su voz la hizo resonar. Adrian se dio la vuelta y la miró. Sus ojos no eran solo ambarinos ahora, eran una bría de puro fuego.
Adrian Volkov
—Entonces, no escribes. Y en lugar de un best seller, tu novela se convertirá en mi pieza de arte personal. No será vista por nadie más que por mí. Tú serás mía. Tu historia, tu arte, tu mente. Todo. Y nadie más que yo tendrá el privilegio de poseerlo.
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