La lluvia sobre el techo de su penthouse en Brooklyn sonaba como un ritmo familiar, un latido suave que Laila Thorne conocía de memoria. Eran casi las dos de la madrugada y el brillo de la pantalla de su laptop iluminaba su rostro, con la intensidad de una vela en la oscuridad. Afuera, la ciudad dormía, o fingía hacerlo, pero dentro de esas cuatro paredes, un nuevo misterio tomaba forma. Sus dedos volaban sobre el teclado, creando un personaje tan real que casi podía sentir su aliento frío en su nuca. Un asesino en serie, la llamaba El Sombra, un fantasma en el corazón de la Gran Manzana.
En el otro extremo de la ciudad, en un piso de oficinas en el distrito financiero, Adrian Volkov miraba la lluvia a través del cristal de su ventana. El silencio en su mundo era casi absoluto, solo roto por el suave clic de su vaso de whisky contra la mesa de cristal. A diferencia de Laila, él no creaba monstruos, él los era. La ciudad era su tablero de ajedrez, y cada pieza, una vida. Su teléfono vibró y la pantalla mostró un nuevo mensaje de su contacto: “La escritora acaba de enviar un correo a su agente con el borrador final. El título es El Sombra de Manhattan.” Una sonrisa se dibujó en sus labios. El juego estaba a punto de volverse mucho más interesante.
Laila se recostó en su silla, estirándose, sintiendo el crujido en su espalda. Había terminado el borrador. El peso de la historia la llenó de una satisfacción extraña, como si acabara de escapar de su propio laberinto. Se sirvió una copa de vino tinto y se acercó a la ventana. El tráfico era escaso, solo el resplandor rojo de algunas luces traseras se movía lentamente a lo lejos. Un escalofrío le recorrió la espalda, una sensación de ser observada. Era una sensación que sus personajes solían tener justo antes de que algo malo ocurriera. Se obligó a ignorarlo, convencida de que era solo el efecto residual de su propia novela. No sabía lo equivocada que estaba.
Mientras tanto, Adrian guardó su teléfono y terminó su trago. La lluvia en la ventana parecía ahora un eco de sus pensamientos, una cortina gris entre él y el mundo exterior. Ella había creado a un monstruo y le había dado vida en las calles de la ciudad que él controlaba. Se sintió curiosamente honrado. Ya no se trataba solo de una obsesión, sino de una extraña admiración. Era una mujer de ingenio, una mujer que lo desafiaba sin saberlo. Y un hombre como Adrian siempre aceptaba los desafíos. Mañana, la haría su invitada. No, su prisionera. Una jaula de oro, por supuesto. La mejor, como se merecía.
Laila se levantó de su escritorio, la copa de vino ya vacía, y se dirigió a su habitación. La sensación de ser observada no la abandonaba. Se asomó por la ventana, pero el reflejo de su propia figura en el cristal le impedía ver con claridad la calle de abajo. Se encogió de hombros, culpando a su imaginación hiperactiva. Se metió en la cama, el peso de su libro recién terminado un alivio que se mezclaba con la inquietud. Su mente, acostumbrada a crear escenarios de peligro, ahora le jugaba una mala pasada, llenando cada sombra y cada ruido de amenazas invisibles. Cerró los ojos, rogando por el descanso que su mente le negaba.
Adrian, por otro lado, se sentó de nuevo, contemplando el perfil de Manhattan. Había pasado de ser el depredador a ser el cazador de un trofeo. Se deleitaba en la idea de un encuentro. No iba a ser un acto de violencia, no al principio. Sería una seducción lenta, un juego de poder. Quería ver su mente en acción, entender cómo funcionaba la creatividad de la mujer que, con su pluma, había logrado entrar en su mundo cerrado. Y una vez que la tuviera, se aseguraría de que nunca se fuera. Ella, la escritora de misterios, se convertiría en su mayor secreto.
El sol se filtró por las persianas, dibujando líneas doradas en el suelo de su apartamento. Laila se despertó con una sensación de pesadez en el pecho, un remanente de la inquietud de la noche anterior. Se levantó, preparó café, y mientras lo bebía, se obligó a sí misma a volver a la realidad. No había fantasmas, no había sombras, solo un libro que necesitaba ser revisado antes de enviarlo a la editorial. Se sentó de nuevo frente a su laptop, pero la concentración que usualmente sentía no llegaba. Una extraña sensación de vacío se había instalado en su pecho. Algo había cambiado.
En una oficina con vista a Central Park, Adrian Volkov daba instrucciones a su equipo. El plan ya no era solo observarla; era hacerla caer en su red, con un pretexto tan mundano que ella jamás sospecharía. Un acuerdo de derechos de autor, una reunión de negocios, una excusa para acercarse lo suficiente para que la distancia se acortara y la trampa se cerrara. El juego de la seducción es el más antiguo del mundo, y Adrian era un maestro. Se inclinó sobre su escritorio, su sonrisa siniestra se ensanchó. El capítulo uno había terminado. El verdadero peligro estaba a punto de comenzar.
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