Laila estaba sentada en su cafetería habitual en el East Village, una taza de té humeante entre sus manos. Aún sentía el extraño vacío de la mañana. Decidió que la mejor manera de enfrentarlo era sumergirse en la vida real, observar a la gente, escuchar fragmentos de conversaciones. La musa, o al menos el personaje que interpretaba, necesitaba recargarse.
De repente, un hombre se detuvo frente a su mesa. Era alto, con un traje impecable que gritaba poder y dinero. Su rostro, enmarcado por una barba oscura, era de una belleza cruda y peligrosa. Sus ojos, de un ámbar profundo, la miraron directamente. El corazón de Laila dio un vuelco. Era una mirada intensa, sin disculpas.
X
—¿Laila Thorne? —preguntó con una voz que era como el ron, suave y con un toque de peligro.
Laila tardó un segundo en procesar la pregunta. Nadie la reconocía en su vida diaria. Prefería el anonimato.
Laila Thorne
—Sí, soy yo. ¿En qué puedo ayudarle?
El hombre se sentó frente a ella sin ser invitado, sus movimientos tan fluidos como los de un depredador. La mesera se acercó, pero una simple mirada de él bastó para que se alejara.
Adrian Volkov
—Me llamo Adrian Volkov —dijo, la esquina de sus labios se curvó en una sonrisa. Laila sintió un escalofrío. El nombre le sonaba a algo más que simple elegancia—. Y soy un gran admirador de su trabajo.
Laila Thorne
—Gracias —Laila respondió, sintiéndose incómoda—. Aprecio el apoyo, pero no suelo dar autógrafos o...
Adrian Volkov
—No he venido por un autógrafo, Laila. He venido a hacer negocios.
Laila Thorne
La curiosidad de la escritora se impuso sobre su nerviosismo. —¿Qué tipo de negocios? No firmo nada que no sean mis libros.
Adrian Volkov
Adrian se inclinó hacia ella, el olor a una colonia cara llenó el espacio entre ellos.
—Los derechos de su último libro, El Sombra de Manhattan. He leído el borrador, me lo ha enviado su agente.
Laila Thorne
Laila se quedó sin aliento. Eso era imposible. —¿Cómo…? Nadie tiene ese borrador, excepto mi editora. Y ella jamás...
Adrian Volkov
—Oh, créame, lo tiene —la interrumpió Adrian, su voz un susurro—. Y lo tiene porque yo lo pedí. Y cuando Adrian Volkov pide algo, lo consigue. Ahora, ¿negociamos o prefiere que el borrador termine en el fondo del río Hudson?
Laila miró a Adrian, con su corazón latiendo con fuerza contra sus costillas. El miedo se mezclaba con la ira y, para su sorpresa, con una extraña excitación. Él no era un admirador; era un depredador. Su amenaza no estaba vacía; la frialdad de sus ojos le decía que iba en serio. Se obligó a mantener la compostura, su mente de escritora ya analizando al personaje frente a ella, buscando su punto débil. "Me está probando," pensó. "No puedo mostrar debilidad."
Laila Thorne
—¿Y qué haría un hombre de negocios como usted con los derechos de un thriller? —preguntó, su voz, a pesar del temblor interno, sonó firme y controlada.
Adrian Volkov
Una sonrisa genuina, y aterradora, se dibujó en los labios de Adrian. —Haré una película. Una gran película. La mejor de todas. Y quiero que usted, la autora, esté en la producción, en cada paso del camino. No por su talento para escribir... sino por su talento para entender la oscuridad que yo conozco tan bien.
Laila sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. Sus manos se aferraron a la taza de té, ahora fría. Una película. Una superproducción de Hollywood. Suena como un sueño, pero la manera en que él lo dijo... sonaba más a una jaula. El brillo en sus ojos no era el de un productor entusiasmado, era el de un coleccionista. Y ella, de repente, se sentía como una mariposa a punto de ser clavada en un cuadro. La amenaza en sus palabras anteriores ya no era sobre el manuscrito, era sobre su libertad.
Laila Thorne
—Esto es absurdo —logró decir Laila, su voz más débil de lo que quería—. Mi agente maneja todo eso. No tengo por qué...
Adrian Volkov
—Por supuesto que tiene —la interrumpió Adrian, su tono se volvió peligrosamente suave—. Porque su agente trabaja para mí, por lo que su editora también, y en menos de veinticuatro horas, el resto de la editorial también lo hará. Todos sus contratos, todas sus regalías, toda su carrera, Laila. Está a mi merced. La única forma de mantener el control sobre algo, es si usted misma es la que firma el trato. Y no se preocupe, no la voy a arruinar... solo la voy a poseer.
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