capitulo 2 El visconde y sus hijos perfectos

El visconde y sus hijos perfectos

La ropa que Dahiana —o mejor dicho, Nicol en su cuerpo— llevaba era pesada, ajustada en el corset y decorada con encajes que raspaban. Una criada le había peinado el cabello con una precisión casi militar, y ahora caminaba por los pasillos del enorme palacio con pasos temblorosos, tratando de no tropezar. El lugar era intimidante: techos altos, cuadros antiguos, vitrales que dejaban pasar una luz dorada que parecía espiar cada rincón.

“Esto es una locura”, pensaba una y otra vez. “Estoy soñando. Tiene que ser eso. No puede ser real.”

Pero el dolor de cabeza persistía, y los recuerdos ajenos seguían apareciendo como flashes: un nombre, una mirada, un insulto susurrado. Todo era tan nítido. Tan real.

—No bajes la mirada. Camina erguida —le había dicho la mujer de antes, que ahora comprendía era la criada personal de Dahiana—. No hagas enojar al visconde. No hoy.

Nicol tragó saliva.

Entraron al comedor.

Allí estaba él.

Sentado en la cabecera de la mesa, el visconde William Sherlock irradiaba poder. No era anciano, pero sus canas eran evidentes. Su postura era rígida, su expresión imperturbable. Leía un pergamino mientras sostenía una copa de vino, ignorando todo a su alrededor.

A su derecha, un joven alto, elegante, con los ojos idénticos a los del visconde. Debía ser el heredero: William Jr. A su izquierda, otro joven más delgado, de sonrisa afilada y mirada burlona: probablemente el segundo hijo, fruto de la primera concubina. Ambos vestían impecablemente, como si cada mañana se alistaran para un retrato.

Y ahí estaba ella. O Dahiana.

Nicol se quedó de pie, sintiendo los latidos en la garganta. Nadie la miraba.

—¿Vas a quedarte ahí como una estatua? —preguntó el visconde sin alzar la vista—. Siéntate. No tengo toda la mañana.

La criada la empujó suavemente hacia una silla al final de la mesa.

—Buenos días, padre —murmuró Nicol, sintiéndose más ajena que nunca.

William Jr. ni la miró. El otro, el delgado, la observó con una media sonrisa.

—¿Sigues viva? Qué sorpresa.

—Basta, Edwin —dijo el visconde, sin emoción—. No estamos aquí para tus bromas.

El silencio cayó como una losa.

Un sirviente trajo el desayuno. Panes, frutas, carnes frías. Nicol apenas tocó el jugo.

—Hoy iremos al centro real. Los carruajes ya están listos. Tus hermanastros asistirán a la reunión con el canciller. Tú vendrás solo porque tu madre insistió —dijo el visconde, sin rodeos—. No quiero escenas, ni que abras la boca si no se te pregunta.

Nicol asintió. Por dentro, el miedo y la rabia hervían.

“¿Así la trataban? ¿Así trataban a Dahiana?”

—¿Y si no quiero ir? —preguntó, antes de poder detenerse.

Un silencio tenso llenó el salón. El visconde la miró por primera vez. Sus ojos eran fríos como el hielo.

—No estás aquí para querer nada. Eres una pieza, y las piezas no opinan.

William Jr. levantó una ceja. Edwin soltó una risita.

Nicol apretó los puños bajo la mesa. Estaba temblando. Pero no lloraría. No frente a ellos.

“Si esta es mi nueva vida... entonces voy a vivirla. Pero no como una sombra.”

Levantó la mirada y sostuvo la del visconde.

—Entonces, al menos, que esa pieza valga algo.

Por un segundo, solo uno, William Sherlock pareció sorprendido. Solo un parpadeo. Luego volvió a su copa de vino.

—Vístanse. Salimos en diez minutos.

Y así, comenzó la nueva vida de Nicol. No como la chica invisible de un minimarket... sino como la hija ilegítima y olvidada de un hombre poderoso.

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