Ella lo observa alejarse, decepcionada pero no derrotada, y ahí se activa su mente fría y estratégica:
La noche había caído completamente cuando él se fue.
No hubo palabras finales, ni amenazas ni súplicas.
Solo esa mirada esquiva, como si quisiera borrar lo que había visto en sus ojos minutos antes.
Y lo entendió.
Como tantos otros, él había preferido retirarse antes que aceptar que no tenía el control.
Desde el balcón rojo, la mujer tomó de su copa otro trago, con la parsimonia de una reina sin prisa.
La brisa nocturna acariciaba su rostro; lucía un camisón y un deshabillé que reflejan perfectamente la esencia de la mujer: poder contenida, elegancia sin ostentación y una sensualidad que no necesita ser explícita para dominar el ambiente.
El deshabillé, largo hasta los talones, era de gasa gris humo, translúcida pero no vulgar. Llevaba mangas largas y amplias, abiertas desde el codo como alas quietas, que se recogían con naturalidad cada vez que ella tomaba un cigarrillo, una copa o un expediente.
El cuello era cruzado, con una caída suave que no ocultaba ni mostraba demasiado, y se ceñía con una faja del mismo tono atada de forma precisa, como todo en ella. En el puño, apenas un detalle: bordado en hilo negro oscuro, casi imperceptible, un símbolo antiguo, de esos que no se explican, solo se heredan.
Mientras de la mesa del balcón toma un cigarrillo, lo enciende y le da una bocanada, para luego largar su impotencia.
Se apoyada en el marco de la puerta-ventana.
Las luces lejanas de la ciudad parecían rendirle homenaje.
—Tienen todos la misma reacción la primera vez... —murmuró para sí, exhalando el humo con una sonrisa apenas insinuada.
— Huyen cuando se les muestra lo que realmente son.
Lo había visto en sus pupilas: el desdén de quien se cree superior y la inquietud de saberse atrapado en una red que no entiende.
Pero también vio el destello. Esa chispa. El temblor que anuncia que hay algo más que orgullo bajo su piel endurecida.
Ella no reclutaba debilidad. No le interesaban los obedientes ni los sedientos de poder sin propósito.
Quería seres herederos con visión. Gente moldeada por el abismo.
Y él, aunque aún no lo supiera, era uno de ellos.
Apretó el cigarro entre los dedos y lo apagó en el cenicero de mármol negro.
Y con mucha seguridad, afirmó.
—Volverás. No por mí —pensó con la certeza de quien domina las partidas antes de mover una ficha.
— Volverás porque ellos te rompieron… y yo soy la única que puede darte una forma nueva.
Giró sobre sus tacones, dejando atrás la ciudad y su huida momentánea.
Entró en la penumbra del salón detrás de la chimenea de su habitación, en un cuarto secreto, donde los retratos de los caídos la observaban en silencio.
Había sembrado algo en él, una grieta pequeña, pero suficiente. La paciencia era su aliada. Y el tiempo, su mejor herramienta.
Ella estaba de pie, en bata, con una taza de porcelana blanca entre las manos. El vapor del té verde se mezclaba con el humo tenue del incienso que ardía en una esquina.
No había música. No había voces.
Solo el zumbido muy bajo de los monitores que seguían funcionando durante la noche.
Giró la cabeza con lentitud hacia la pantalla más pequeña. La imagen era nítida, tomada desde una cámara callejera que su red había intervenido.
Lo mostraba a él, al salir de la mansión, con los hombros tensos y la mirada al suelo.
Lo siguió durante varias cuadras, hasta que sacó el celular del bolsillo y, tras mirarlo unos segundos, lo arrojó dentro de un contenedor de basura.
Ella no pestañeó.
—Era hora.
Lo dijo casi con dulzura, como quien constata que una semilla plantada en tierra hostil ha empezado a echar raíces.
Tomó asiento en la butaca frente a la pared de pantallas. Volvió a reproducir el fragmento en cámara lenta: la pausa en la esquina, el gesto involuntario de mirar hacia atrás, la forma en que respiró hondo antes de dejar caer el dispositivo.
Ese simple acto, para cualquiera insignificante, para ella era el primer paso de la transformación.
No era valentía. Era desprendimiento.
Una señal clara de que estaba rompiendo los últimos lazos con el mundo que lo sostenía.
Y ahora estaba cayendo. Hacia ella.
Tomó un cuaderno de cuero negro que siempre tenía junto a la mesa. Escribió una sola línea, con su letra afilada: “Ya está dentro. Solo falta que lo entienda.”
Cerró el cuaderno. Se puso de pie.
Dispuesta a acostarse, acomoda todo.
Se sacó su desahavillé, postrándolo al pie de la cama.
Dejando al descubierto.
El camisón era de seda negra mate, sin brillos excesivos, que se deslizaba como agua sobre su piel.
El escote en "V", profundo pero medido, realzaba el cuello y los hombros con una naturalidad que imponía.
Los tirantes finos dejaban al descubierto una espalda recta y poderosa, marcada por la disciplina de los años. Ajustado levemente en la cintura, el camisón caía hasta los tobillos con un vuelo sutil que se movía apenas con sus pasos, como si la seda supiera a quién vestía.
Sin encajes, sin adornos inútiles: solo una costura perfecta y una tela noble. Ese atuendo no era para seducir. Era para recordar quién mandaba.
Incluso en la intimidad.
Una vez que él llega al motel.
Con conflicto interno latente entre orgullo, miedo y el peso de la decisión.
Un momento en que él, tras el encuentro con la mujer, siente que algo dentro suyo empieza a quebrarse o a transformarse.
La cerradura del motel giró con un sonido seco.
Empujó la puerta y el olor rancio del lugar lo recibió como una bofetada.
Paredes finas, un colchón vencido y ese silencio que no dejaba descansar, sino que obligaba a pensar. Demasiado.
Tiró el abrigo y el portafolio sobre la silla de mimbre y se dejó caer en la cama sin siquiera quitarse los zapatos.
Miró el techo manchado, el ventilador inmóvil y entonces recordó sus ojos.
Fría. Precisa. Inaccesible.
No necesitaba gritar para dejar claro que ella era el filo. Y él, apenas una hoja sin afilar, una pieza más que podía ser útil o descartable.
Se sentó y se tomó la cabeza con ambas manos.
—¿Qué carajo estoy haciendo?
Ella no lo había amenazado. No directamente.
Pero cada palabra, cada gesto medido, era un mensaje cifrado: O estás a la altura o no existes.
Había creído que sería él quien jugaría el papel de infiltrado, de estratega.
Que fingiría sumisión mientras ganaba terreno.
Pero en esa habitación perfumada con tabaco caro y peligro antiguo, entendió que estaba a la intemperie.
Miró su celular viejo, el de la línea encriptada.
Sabía que si lo llamaran ahora, según ella, no debía atender.
La segunda llamada era la que devería esperar.
Seguro que sería una coordenada. Solo tenía que presentarse. O no.
Y si no lo hacía… No era que lo buscaran. Era que ya estaba muerto.
No porque ella fuera cruel. Sino porque era coherente. Y en su mundo, los que no cumplían, dejaban de contar.
Se levantó. Se miró en el espejo descascarado sobre el lavabo. Tenía el rostro tenso, los ojos de alguien que ya no sabía en qué lado estaba parado. Ni por qué.
Pero algo lo empujaba. No era ambición. No era venganza, aún.
Era otra cosa. Algo que se había sembrado esta noche en ese salón lujoso con tinte rojo por las llamas de la chimenea y que ahora le ardía bajo la piel.
Volvería. Porque no hacerlo era un suicidio.
Pero también porque necesitaba entender por qué ella lo había elegido.
Ya no había vuelta atrás; se acostó, tomó la llave, el revolver y la puso bajo su almohada.
Y sin cambiarse, se forzó a durmió con la cabeza fría; mañana se presentaría.
Continuará...
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Comments
Vanessa ✨
ella sabe que va a regresar, más sabe el diablo, por viejo que por diablo y esta mujer es astuta, cautelosa y peligrosa
2025-07-12
13
ANDREA OUBIÑA💫
😱😱😱 esta buscando su sucesor, pero no cualquiera tiene que ser alguien con visión
2025-07-12
13
Transi Del Valle ⚡
ya está acostumbrada a esa reccion, pero también sabe que la tentación es grande y regresan y sólitos caen en su juego donde ella tiene el poder
2025-07-19
8