La calma se había instalado en la antigua mina. Solo la respiración pausada de Daphne y la de su abuelo rompían el silencio. La tensión de los minutos anteriores comenzaba a desvanecerse, pero la inquietud seguía anidada en el corazón de la joven. El anciano estaba débil, y su rostro ya no ocultaba el dolor. Tras un largo silencio, fue él quien habló.
—Daphne... quiero hablarte sobre mi funeral.
La joven alzó el rostro, aún con la esperanza ardiendo en su pecho.
—¡No digas eso, abuelo! Aún no es tu hora... No te rindas, por favor.
El viejo sonrió con ternura, con esa expresión cálida que tanto la había reconfortado en su infancia.
—Veo que todavía tienes fe en este viejo cuerpo —dijo, antes de suspirar con pesadez—. Pero debo contarte algo que no quise revelarte antes...
Hizo una pausa, como si reunir el aliento fuese cada vez más difícil.
—Mientras hablabas con el guardia, tuve una visión. Me visitó Dis Pater... el Mensajero de la Muerte. Lo vi claramente: su túnica púrpura con bordes dorados, el cetro en su mano derecha y su sonrisa tranquila. Me mostró un reloj de arena con mi nombre escrito. Y los últimos granos ya están cayendo.
Daphne sintió un escalofrío recorrer su espalda. Aunque ella no podía ver al ser que su abuelo describía, conocía la leyenda. Dis Pater, según el sacerdote del pueblo, era un anciano amable de barba blanca, el encargado de guiar las almas de los muertos al Otro Mundo. Su presencia no causaba miedo... sino resignación.
Con el corazón oprimido, Daphne se puso de pie. Miró hacia donde su abuelo dirigía la vista y, con lágrimas en los ojos, exclamó:
—¡Oh gran Dis Pater! ¡Te lo suplico, no te lleves a mi abuelo todavía!
Una lágrima brotó del rostro del anciano al oírla. Pero sabía que su tiempo había llegado.
—No lo molestes, hija —susurró con una sonrisa suave—. Aunque es amable, también tiene su orgullo.
Daphne quiso protestar, pero entonces... lo sintió. Una mano helada tocó suavemente su hombro. Y supo, sin necesidad de ver, quién estaba detrás.
Era él.
Dis Pater.
Y pese a su naturaleza, la joven no sintió miedo, sino una extraña paz. Como si aquel ser no viniera a arrebatar, sino a acompañar.
El abuelo sonrió al vacío.
—Disculpa a mi nieta. Aún está en la flor de la vida. No entiende a la muerte como nosotros... ¿Podrías darme unos minutos más? Quiero despedirme y quitarme este maldito mandoble de mala forja. No pienso presentarme ante Sokar con esta chatarra en mi espalda.
Daphne se acercó cuando su abuelo se lo indicó. El anciano le tomó la mano con la poca fuerza que le quedaba.
—Escúchame bien... quiero que en mi funeral cantes la canción del Santo Herrero. Es una tradición ancestral entre nosotros los herreros. Esa melodía debe acompañar las llamas.
—Sí, abuelo... lo haré —dijo Daphne, conteniendo el llanto.
—Y ahora, un último favor. Sáquame esta condenada espada.
—Está bien, abuelo... —dijo ella, con voz temblorosa—. Adiós... te voy a extrañar.
—Yo también te voy a extrañar, pequeña —le sonrió con ternura—. Pero cuando volvamos a vernos, espero que puedas decirme que te convertiste en una gran herrera.
Con esfuerzo, Daphne retiró el mandoble del cuerpo de su abuelo. Él soltó un gruñido de dolor y una risotada amarga seguida de varias maldiciones dirigidas al bandido que se lo había incrustado.
—Gracias, hija —dijo aliviado—. En el armario hay una carta para ti. Léela cuando todo haya terminado...
La joven lo abrazó con fuerza, mientras el viejo cerraba sus ojos para siempre.
—Es bueno... morir al lado de la familia... —fueron sus últimas palabras.
—Fuiste más que un abuelo. Fuiste mi padre y mi maestro...
Cumpliendo su promesa, Daphne preparó la forja de la mina. Encontró carbón en perfectas condiciones, lo encendió y avivó las llamas hasta que brillaron con fuerza. Colocó el cuerpo de su abuelo con cuidado sobre la fragua, junto al altar de Sokar.
Se paró frente al fuego, juntó las manos sobre el pecho y, con los ojos cerrados, comenzó a cantar la canción del santo herrero. Su voz temblaba, pero cada nota llevaba amor, respeto y legado. Las llamas envolvieron el cuerpo de su maestro, y la canción llenó la mina con solemnidad.
Una vez finalizado el ritual, Daphne fue al armario y encontró la carta. La abrió con manos temblorosas. Su contenido le desgarró el corazón.
Querida nieta:
Si estás leyendo esto, entonces ya no estaré en este mundo. No me arrepiento de mi vida, y mientras escribo esto, me acuerdo de tu sonrisa y de tus ganas de ser herrera.
Me dolió mucho cuando tu madre se marchó. Pero más me dolió por ti. Aun así, enfrentaste todo con valentía, y eso me sorprendió.
Te crié como una hija, y verte crecer fue el mayor orgullo de mi vida.
Sé que ahora estarás triste, pero te pido algo: cumple tu sueño.
Hazlo por ti. Hazlo por mí.
Este es mi último adiós.
—Con amor, tu abuelo.
Las lágrimas resbalaron por sus mejillas. Pero se secó los ojos. No podía quedarse llorando para siempre.
—Abuelo... si tu alma aún me observa, escucha bien: ¡seré la más grande herrera que haya existido! Forjaré armas dignas de los héroes más poderosos. ¡No, mejor aún... forjaré el arma que el próximo gran héroe de este mundo usará para salvarlo!
Su voz resonó en la caverna vacía. Tal vez exageraba... pero lo sentía con todo su corazón.
Daphne se sentó en el banco y observó las últimas brasas de la fragua. Permaneció allí hasta que el fuego se extinguió por completo.
Luego rezó por su abuelo, y comenzó a preparar su partida. Volvió al sótano, abrió la caja fuerte y recogió las monedas que había ahorrado durante años. Tomó la espada de su abuelo y la enfundó junto con su daga. Sin mirar atrás, se dirigió a los túneles de la mina.
Caminó durante media hora hasta encontrar la salida. La luz del sol la cegó por un instante. Cuando por fin pudo ver, se detuvo en seco.
Desde el sendero elevado, contempló su aldea. El lugar donde creció... estaba ardiendo.
Las casas, los techos, las calles... todo envuelto en llamas y humo.
—Gracias por todo, mi querida aldea —susurró.
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Melisuga
*iba
2025-06-27
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