La noche cayó sobre la aldea como un manto de sombras silenciosas. En la distancia, ocultos entre los árboles de una colina cercana, los bandidos aguardaban con paciencia. Llevaban días observando, estudiando la rutina de los aldeanos y la rotación de los guardias. Esta era la noche elegida.
Un silbido cortó el aire. La flecha se incrustó en el cuello de un centinela apostado en lo alto de la empalizada. El hombre apenas tuvo tiempo de gemir antes de desplomarse. Su compañero, al notar el cuerpo caer, corrió hacia la torre de vigilancia y divisó a los enemigos. De inmediato, hizo sonar la campana de alarma... pero fue su último acto. Una segunda flecha silbó por el aire, atravesándole el cráneo y silenciando su voz para siempre.
Desde su caballo, el jefe de los bandidos observó la escena con una sonrisa de conquista, como si se tratase de un general en medio de una campaña militar. Alzó la mano, y sus hombres se acercaron. Con una voz grave y cruel, proclamó:
—¡Matad a todos los aldeanos! ¡Quemad cada casa y tomad cuanto deseéis!
Los bandidos, alborozados, rugieron con júbilo antes de lanzarse en estampida hacia la aldea dormida.
—¡Funcionó! —exclamé con alegría al ver a mi abuelo reparar la puerta de la herrería—. A veces olvido lo fuerte que aún es.
Pero la alegría se esfumó de inmediato. El sonido de la campana de alerta retumbó por toda la aldea.
Era una advertencia temida. Esa campana rara vez se hacía sonar. Las últimas veces fue por pequeñas incursiones que fueron fácilmente repelidas... o por la vez que un ejército fue avistado a lo lejos y decidió ignorarnos por la poca importancia del lugar.
Me asomé por la ventana. Varios guardias corrían hacia la muralla. El número de soldados me inquietó; no era una escaramuza común.
Bajé corriendo y pregunté a uno de los soldados qué estaba ocurriendo.
—Un ejército, o algo similar... quizás bandidos —me respondió con el rostro tenso—. ¡Vuelve a tu casa y refúgiate!
Mi abuelo, que escuchó todo desde el taller, se volvió hacia mí.
—Vamos al sótano. Prepara un arma, por si acaso.
Vi cómo se ceñía una espada recién forjada al cinturón. Luego, con respeto, tomó el pequeño altar de hierro con forma de yunque, dedicado a Sokar, el santo patrón de los herreros.
Subí apresurada a mi habitación. Tomé la daga que forjé hace meses, aunque aún era una pieza tosca, llena de curvas imperfectas y errores de aprendiz. No importaba. Era funcional. La guardé en mi bolso de cuero y regresé junto a mi abuelo.
Descendimos al sótano, nuestra vieja sala de refugio. Cerré con seguro la pesada puerta, y aguardamos. El caos en el exterior era cada vez más aterrador. Gritos, choques de espadas, el crepitar del fuego... Rogué en silencio a Sokar que no nos encontraran.
La puerta de la herrería fue derribada de un solo golpe. El jefe de los bandidos irrumpió con furia. Recorrió el lugar buscando algo que evidentemente deseaba, pero al no hallar la armadura que tanto codiciaba, frunció el ceño y descendió hacia el sótano.
Los pasos retumbaban cada vez más cerca. Mi abuelo me hizo una seña hacia la pared norte, luego se acercó y presionó una sección oculta. Con un suave crujido, se abrió una puerta trampa.
—Este pasadizo lleva a una antigua mina —susurró—. La construí hace años. Solía trabajar allí cuando el taller necesitaba silencio y materiales especiales.
—Abuelo... eres un genio —le respondí, con una mezcla de asombro y gratitud.
No tuvimos tiempo de más palabras. La puerta del sótano estalló. Un mandoble gigante la había partido en dos. El jefe bandido bajó las escaleras y nos encontró allí. Su rostro se deformó en una sonrisa perversa.
—No hay armadura... pero sus vidas serán suficiente pago.
Alzó su mandoble, y sus ojos se clavaron en mí.
Instintivamente, saqué mi daga. El bandido se rió.
—¿Con eso piensas enfrentarme?
Se lanzó hacia mí, pero mi abuelo se interpuso, su espada chocando con fuerza contra el mandoble.
—¡No la tocarás! —rugió el herrero, y lo empujó hacia atrás.
—Viejo, morirás igual. Solo cambiaré el orden —gruñó el atacante.
—¡Entonces empieza por mí!
La lucha estalló en ese sótano angosto. El mandoble y la espada cruzaban acero en una danza feroz. Mi abuelo, pese a su edad y su falta de entrenamiento como espadachín, se mantenía firme, impidiendo que el enemigo me alcanzara.
Los minutos se volvieron eternos. La batalla duró casi media hora. Pero al final, el enemigo encontró una abertura. El mandoble atravesó el costado del viejo herrero. El bandido sonrió... pero su gesto se desfiguró al notar la espada de mi abuelo hundida en su pecho.
—¿C-cómo...? —balbuceó, incrédulo, antes de desplomarse muerto.
Mi abuelo se sostuvo unos instantes más. Retiró su espada del cuerpo del enemigo y cayó de rodillas.
—¡Abuelo! —corrí hacia él, las lágrimas brotando de mis ojos—. ¡Aguanta, por favor!
—Podré... seguir un poco más —dijo con voz entrecortada—. Ayúdame... al pasadizo...
Lo cargué como pude, apoyándolo sobre mis hombros. Cerramos la puerta secreta tras de nosotros y entramos a la vieja mina.
Dentro, una luz tenue emanaba de las piedras mismas. No era como el fuego de una vela, pero bastaba para ver. Caminamos por un corredor largo hasta llegar a una cámara central. Allí, entre polvo y herramientas oxidadas, había un yunque, un horno, una forja olvidada... y una banca de madera.
—Llévame ahí, hija... —murmuró.
Lo senté con cuidado, y corrí a buscar algo para atender su herida, pero me detuvo con un gesto.
—No lo hagas... déjame descansar.
—¡No, abuelo! ¡Tú eres fuerte, tú puedes seguir! —grité, impotente.
—Ya no, Daphne... —sonrió débilmente—. Cada golpe que daba al metal dolía. Cada espada que levantaba con las tenazas me pesaba como una montaña... Ya no puedo más, pero quiero pasar estos últimos minutos contigo.
Me senté a su lado, tomando su mano. Las lágrimas fluían sin control.
Y así, en el corazón de una mina olvidada, mientras arriba la aldea ardía, un viejo herrero descansó por última vez.
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Updated 24 Episodes
Comments
Melisuga
*excavar
(¡ay, el autocorrector y sus mañas!)
2025-06-27
0
Melisuga
*flanco
2025-06-27
0
Melisuga
*ahí nos quedamos
2025-06-27
0