Capítulo 3
El eco de sus pasos en el mármol pulido fue lo primero que Thalía notó al entrar en la mansión. Era demasiado silenciosa. Demasiado perfecta. Como si cada objeto estuviera puesto para impresionar, no para ser vivido. A su lado, una empleada de rostro amable le indicó su habitación, le preguntó si necesitaba algo. Thalía solo negó con la cabeza.
No había nada que pudiera necesitar. Todo lo que le importaba se había quedado atrás, aunque no supiera exactamente qué era.
Su habitación estaba decorada con tonos sobrios, pero elegantes. Un ventanal gigantesco dejaba entrar la luz de la tarde y, por un momento, Thalía se permitió creer que ese lugar podía ser un nuevo comienzo.
Pero no lo era.
No cuando se escuchaban los tacones de secretarias elegantes saliendo de la oficina de Adrián cada noche.
No cuando él la trataba como un objeto decorativo frente a sus empleados, presentándola con frases como “mi prometida” o “la señora de la casa” sin siquiera mirarla a los ojos.
No cuando la pequeña Amelia —la hija de Adrián— la observaba con ojos grandes, llenos de ternura, sin saber si debía acercarse o mantenerse al margen.
Y esa noche, todo estalló.
Thalía salía de la ducha, con el cabello húmedo y una bata suave rodeando su cuerpo. Había pasado el día explorando los jardines, hablando un poco con Amelia —que le sonrió por primera vez— y leyendo en la sala. Adrián no había aparecido en todo el día.
La puerta de su habitación estaba entreabierta. Se dirigió hacia la habitación principal, la que oficialmente compartía con él aunque rara vez coincidieran. Quería preguntarle algo sobre Amelia, sobre su horario de clases.
Empujó la puerta sin pensarlo demasiado.
Y lo vio.
El cuerpo de una mujer, semidesnuda, montado sobre él. Sus labios rozando los de Adrián, su risa aguda rompiendo el silencio. Adrián tenía los ojos cerrados. No la vio entrar.
Thalía se quedó congelada un segundo.
Solo uno.
Luego giró sobre sus talones, cerró la puerta sin hacer ruido y bajó las escaleras directamente hacia la cocina.
Se sirvió un vaso de agua. Luego otro. Luego se sentó en la encimera, respirando hondo.
El frío del vaso no podía apagar la furia que hervía en su interior.
No por celos. Sino por el asco.
Por la falta de respeto.
Por la hipocresía.
Pasaron unos minutos. No muchos. Entonces la puerta se abrió con fuerza.
Adrián.
—¿Qué demonios haces entrando sin tocar? —espetó él, con el cabello revuelto y el ceño fruncido.
Thalía levantó la vista con lentitud, dejando el vaso sobre la mesa con un pequeño clink.
—¿Es que tengo prohibido entrar a nuestra habitación?
—Eso no es lo que dije.
—No, claro. Lo que dijiste fue que no toque. ¿Debo pedir permiso cada vez que quiera saber algo sobre Amelia?
Adrián frunció el ceño.
—Esto no tiene nada que ver con mi hija.
—¿Ah, no? —Thalía se bajó de la encimera con suavidad, caminando hacia él—. ¿Crees que Amelia no nota lo que pasa en esta casa? ¿Crees que no escucha, no ve?
Él abrió la boca, pero Thalía lo interrumpió con la voz más firme que había usado jamás.
—¿Vas a traer a alguien diferente cada noche? ¿Eso es parte del trato también?
Adrián dio un paso atrás. La furia en sus ojos comenzaba a vacilar.
—No tienes derecho a juzgarme.
—Tienes razón. No lo tengo. Porque esto no es un matrimonio. No somos nada. Pero tú me trajiste aquí. Tú pediste esta farsa. Y si vamos a fingir… al menos podrías fingir que me respetas, que respetas a tu hija.
La mención de Amelia pareció doler más que cualquier otra palabra.
—Ella no lo entiende —dijo él en voz baja.
—Tal vez no ahora. Pero lo hará. Y cuando lo haga, no va a admirarte, como el gran padre que pretendes ser. Va a preguntarse por qué su padre trataba a las mujeres como objetos desechables.
Adrián apretó los puños.
—No tienes ni idea de lo que he perdido. Ni de mi vida.
—¿Y crees que eso te da derecho a lastimar a los demás?
El silencio entre ellos se volvió pesado. La cocina, tan impoluta, tan fría, fue testigo de una verdad brutal: estaban rotos. Cada uno a su manera. Y estaban obligados a convivir.
—¿Te vas a disculpar? —preguntó Thalía al cabo de un minuto.
—¿Por qué? ¿Por tener una vida antes de ti?
—No. Por arrastrarme a tu infierno sin advertirme.
Adrián respiró hondo. Caminó hacia la puerta.
—No lo hice por ti. Lo hice por Amelia.
—Entonces empieza a pensar en ella. De verdad.
La puerta se cerró.
Thalía no lloró.
No era una de esas chicas que rompían en llanto al primer grito. Ya no. No después de todo lo que había vivido. El dolor la había endurecido, la había vuelto callada, fría, fuerte. Pero en ese momento… en esa maldita cocina de mármol blanco y acero inoxidable, sintió cómo una vieja herida se reabría.
No por Adrián.
Por ella misma. Por la niña que había sido. Por la mujer en la que intentaba convertirse.
Apretó los dientes. El vaso en su mano tembló apenas. Y en ese instante, escuchó pasos de nuevo.
Pero no era Adrián.
Era Amelia.
La niña, en pijama, de pie en la entrada de la cocina, con los ojos grandes y llenos de sueño.
—¿Thalía?
Thalía se giró de inmediato y forzó una sonrisa.
—Muñeca… ¿qué haces despierta?
Amelia no respondió. Solo la miró. Y, como si pudiera ver más allá de la sonrisa, caminó hasta ella en silencio, estiró sus bracitos y se aferró a sus piernas.
Thalía se agachó de inmediato y la abrazó con fuerza. Con una ternura que creía haber olvidado.
—¿Estás bien? —preguntó la pequeña, en voz bajita.
—Sí —respondió, tragándose el nudo en la garganta—. Solo… solo estaba pensando.
Amelia no dijo nada más. Solo se quedó ahí, abrazada a ella.
Y en el umbral de la cocina, oculto por las sombras, Adrián las miraba.
Por primera vez en mucho tiempo… sintió miedo.
Miedo de que Thalía estuviera entrando en su vida más de lo que él había planeado. Miedo de que esa escena, tan íntima, tan inesperada, se quedara grabada en su memoria como un anhelo imposible.
La madrugada avanzó lenta.
Thalía no podía dormir. Dio vueltas en la cama hasta que el insomnio la obligó a levantarse. Caminó por el pasillo con la bata ajustada al cuerpo, y sin pensarlo, bajó de nuevo a la cocina.
Y ahí estaba Adrián, solo, con un vaso de whisky en la mano, apoyado contra la encimera.
—¿No puedes dormir? —preguntó ella, sin rodeos.
Él negó con la cabeza.
—Tampoco tú.
Thalía cruzó de brazos.
—¿No piensas disculparte?
—¿Qué ganarías con eso?
—Tal vez… algo de respeto.
Adrián rió, sin alegría.
—El respeto no viene de las palabras. Viene de los actos. Y si tú estás esperando que yo me convierta en el hombre ideal de la noche a la mañana, vas a decepcionarte.
—No espero nada de ti —contestó Thalía, mirándolo directamente a los ojos—. Solo que no me trates como si no existiera. Como si fuera una decoración más de esta casa… o como una más de tus mujeres.
Adrián se acercó un paso. Solo uno.
Sus ojos, tan oscuros y fríos como la noche, se clavaron en los de ella con rabia contenida.
—¿Crees que podrías ser una más? —murmuró, con la voz áspera—. Ni siquiera eso puedo darte.
Thalía frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir?
Adrián desvió la mirada, como si le costara admitirlo. Luego, volvió a encontrarla con la suya, con una dureza nueva en la voz.
—No siento nada por ti. Ni siquiera deseo. Ni el más mínimo. Eres… una presencia incómoda, ¿sabes? Un recordatorio constante de lo que mi padre espera de mí. Una mujer que me vendieron, como si eso bastara para que yo… funcionara.
La bofetada no fue física. Pero dolió como si lo hubiera sido.
Thalía tragó saliva, bajando la mirada por un instante. Luego alzó el rostro con una firmeza que sorprendió a ambos.
—Entonces al menos haz el intento de verme. No como mujer, ni como esposa. Como persona. Como alguien que vive bajo tu techo. Como alguien que cuida a tu hija. Como alguien que respira el mismo aire.
Adrián la observó sin decir nada. Thalía siguió.
—No quiero que finjas nada. No quiero que me toques. No quiero que me des lo que no sientes. Solo quiero… que podamos hablar. Que no me esquives como si te diera asco. Que me preguntes cómo estuvo mi día. Que no te moleste si ceno en tu mesa.
Hubo un silencio largo.
—¿Estás proponiéndome que seamos… amigos? —preguntó él, como si la palabra le supiera a veneno.
Thalía asintió con suavidad.
—Sí. Porque al menos los amigos se saludan. Se respetan. Se cuidan.
Adrián apretó la mandíbula. Caminó hacia la ventana y se quedó mirando la oscuridad del jardín.
—No sé si puedo darte eso —murmuró.
—Inténtalo —susurró ella—. Porque, aunque no lo creas, yo también tengo una vida. Y no estoy aquí para ser ignorada.
Y sin añadir nada más, Thalía se dio la vuelta.
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