CAPÍTULO II: La Cima del Alma

— Synera —

Querida madre de la magia, creadora del poder, no permitas que me pierda en la oscuridad. Sé mi guía en este nuevo mundo, aunque seas parte de mí y tu conciencia viva en lo más profundo de mi ser.

Me dirijo al norte, hacia un rincón olvidado del reino del Capitolio, donde un poder antiguo y desconocido me llama. Un viaje que me tomará dieciocho años, hacia tierras que jamás he pisado. Por primera vez en mucho tiempo, siento una chispa de felicidad… y también de incertidumbre. ¿Será este el destino que tanto he buscado?

Jamás imaginé que esta travesía se convertiría en la experiencia más transformadora de mi existencia. He cruzado regiones que solo existían en los relatos antiguos, he conocido almas excepcionales y, en el camino, he descubierto quién soy. Casi he olvidado que mi alma fue creada. Hoy, me siento más humana que nunca… y ya no me importa.

He dejado de ser frágil. He dejado de temer.

Mi carácter, aunque imperfecto, es mío. Me pertenece. Y eso me basta.

Tal vez, algún día, cuando el equilibrio regrese al mundo, pueda compartir mis historias con las generaciones futuras.

Hoy me encuentro aquí, al final de mi viaje, frente a la montaña más alta de todos los reinos. Una muralla de piedra y hielo que se alza como un titán dormido. El aire es espeso, cada bocanada quema mis pulmones. El viento me golpea como cuchillas invisibles. Cada paso me pesa más que el anterior, pero no puedo, no debo detenerme.

Siento que la energía que he perseguido durante siglos está cerca… tan cerca. ¿Qué me espera en su origen? ¿Será un final… o un nuevo comienzo? No lo sé. Solo sé que debo seguir.

El frío se filtra hasta mis huesos. Mi cuerpo, agotado, cede. Me desplomo sobre la nieve. El mundo se convierte en un torbellino blanco… y entonces, justo antes de perder la consciencia, un recuerdo emerge.

Una imagen cálida atraviesa el hielo de mi mente.

En la bruma de mi inconsciencia, una imagen cálida atraviesa el hielo de mi mente. Me veo a mí misma, más joven, ignorante del vasto destino que me aguardaba. A mi lado camina la Suprema, envuelta en un halo de sombra y luz. Su presencia siempre fue una paradoja: imponente y serena, distante y maternal.

Era de noche. Viajábamos juntas por tierras que hoy solo existen en mis recuerdos. El cielo era un manto de estrellas, y el viento hablaba en susurros entre los árboles. Caminábamos en silencio, hasta que su voz rompió la quietud como un conjuro suave:

—Mi pequeño oráculo… —dijo, su tono mezcla de ternura y solemnidad—. La verdadera sabiduría no reside en el conocimiento, sino en tu interior.

La miré, confundida, buscando respuestas en su rostro sereno.

—Pero todo lo que sé… todo lo que soy, viene de ti, —le respondí con la franqueza de quien aún no comprende su propósito—. ¿Cómo puedo buscar dentro de mí si soy tu reflejo?

Ella se detuvo. Con una lentitud casi ceremonial, colocó su mano sobre mi cabeza. Sentí su magia fluir en mí, cálida y envolvente, como un hogar perdido.

—Que hayas nacido de mí no significa que no puedas ser libre, Synera —susurró—. No eres solo mi creación. Eres un alma buscando su verdad.

Sus ojos, vastos como el universo, me miraron con una ternura inquebrantable.

—No permitas que el mundo defina quién eres. No permitas que mi sombra dicte tu destino. Sé tú misma… siempre.

Entonces no lo entendí. Pero ahora, siglos después, tendida en la nieve, entre lo que fui y lo que soy, por fin comprendo.

No soy solo un eco. No soy solo el Oráculo.

Soy Synera.

Y aunque mi alma sea artificial…

mi libertad es real.

Despierto. El frío aún muerde mi piel, pero algo dentro de mí ha cambiado.

Mi alma arde con una llama nueva, nacida del recuerdo. Me aferro a sus palabras, las convierto en escudo y faro. Me levanto. Cada paso es una lucha, pero ya no siento miedo. Estoy cerca… tan cerca.

Y entonces la veo.

Un resplandor dorado en la cima. Cuando por fin llego, el mundo cambia.

La ventisca desaparece, el frío se esfuma.

Ante mí se extiende un paraíso oculto, suspendido en un eterno otoño. Praderas imposibles, flores resplandecientes, árboles que murmuran antiguos secretos, ríos de cristal…

Parece una isla flotante entre las nubes.

Y allí, al horizonte, se alza un templo. Majestuoso. Sagrado.

Una barrera de energía lo protege, viva, palpitante.

La reconozco de inmediato. Es su poder.

Es ella.

Mi corazón se acelera. ¿Podría estar aquí? ¿Podría… haberla encontrado?

Me acerco. Mis dedos rozan la barrera. La energía vibra, cálida, acogedora.

Su esencia está en todas partes, como un susurro eterno.

Pero no me deja pasar.

Respiro. Cierro los ojos.

No necesito forzarla. Solo comprenderla.

Conecto con mi maná. Lo dejo fluir. Me disuelvo en su energía.

Soy parte de ella.

Y ella… es parte de mí.

Entonces, doy el siguiente paso.

La barrera me envuelve. Y luego, se desvanece.

Cruzo el umbral.

El templo no es frío ni solemne. Es una mansión de estrellas y jardines eternos. Mármol, seda, agua pura y flores celestiales. Un santuario vivo.

Y en ese instante, lo entiendo: no he llegado al final de mi viaje.

Este… es solo el comienzo.

—¡¿Su Supremidad?! ¡¿Está aquí?! —grité, mi voz rebotando entre los muros del templo vacío, aferrándome a la esperanza de que tal vez ella realmente estuviera allí.

El eco fue mi única respuesta.

Fruncí el ceño. Algo no encajaba.

Entonces, un sonido cortó la quietud como un cuchillo:

¡CLANG!

Me giré en seco.

Un balde rodó hasta mis pies… pero eso no fue lo que me dejó sin palabras.

No.

Lo sorprendente fue la criatura que lo había tirado.

Un zorro. De pelaje naranja brillante, patas negras y una panza redonda como un tambor. Caminaba en dos patas como un humano cualquiera, y llevaba puesta una túnica de monje que apenas le cerraba por el vientre.

Nos quedamos en un duelo de miradas, como si ambos hubiéramos visto un fantasma.

Le dediqué una sonrisa incómoda.

—Vaya… qué zorro tan peculiar.

El animal parpadeó. Se frotó los ojos, incrédulo.

—¿No vas a decir nada? —pregunté con curiosidad—. Ah, cierto. Los animales no hablan.

—¿¡QUÉEEE!? —chilló el zorro de repente, saltando hacia atrás—. ¡AAAAAAAAAAH! ¿¡QUIÉN ERES!?

Alcé una ceja, calmada.

—Ah, con que sí hablas. Bueno, he visto cosas más raras.

El zorro me apuntó con una pata temblorosa.

—¡D-DEMONIOOOOOOO!

¡CHAZZ!

Le solté un golpe en la cabeza.

—¿¡A quién le dices demonio, roedor con sobrepeso!? —espeté, cruzándome de brazos—. ¿Nunca viste a una mujer tan hermosa como yo?

Se llevó ambas patas a la cabeza, gimiendo como si lo hubieran decapitado.

—¡AY YAI YAI! ¿¡Por qué me pegas!? ¡Monstruo! ¡Fea! ¡¿QUÉ ERES?!

Mi ojo tembló peligrosamente.

Lo tomé por la túnica y lo alcé en el aire como si fuera un trapo.

—Si me vuelves a llamar fea, monstruo o demonio una sola vez más… ¡te convierto en alfombra, alimaña peluda!

—¡AUXILIOOOO! —gritó, pataleando como un pez fuera del agua—. ¡Suelta, suelta! ¡No soy comida!

Lo sacudí un poco, por si acaso.

—¡Revoca tus palabras!

—¡Lo siento, lo siento! —gimoteó, dándome una reverencia atolondrada—. ¡No me mates!

Bufé y lo solté. Cayó al suelo con un "plop", tambaleándose como un borracho.

—¿Siempre eres así de agresiva? —refunfuñó.

—¿Y tú siempre tan irritante?

Se cruzó de patas, ofendido.

—¡Esto no es lo que esperaba! Qué decepción.

—¿Y esto qué lugar se supone que es? —miré a mi alrededor con desdén—. ¿Y por qué tú, zorro regordete, eres tan raro?

—¡No estoy gordo! ¡Estoy esponjoso!

Nuestra conversación siguió, pero ese zorro me estaba sacando de quicio. No se callaba. Hablaba como si no tuviera pausa ni vergüenza. Después de unos minutos, chasqueé los dedos. Un cigarrillo apareció entre ellos. Lo llevé a mis labios y encendí la punta con un toque de magia.

Mientras exhalaba humo con elegancia, me acomodé el cabello con una mano.

El zorro seguía, parloteando como si el aire le sobrara. Sin pensarlo demasiado, levanté una pierna y le estampé el tacón de mi bota en la cara.

—¡Cállate ya! —le ordené, fastidiada—. Mejor dime algo útil. ¿Hay alguien más aquí? ¿Alguien no tan idiota y humano? ¿O eres el único decorado viviente de este sitio?

Se retorció bajo mi zapato.

—¡¿Cómo te atreves a hablar así de mi amo bonito, criatura vulgar?! —bufó con ofensa—. ¡No mereces ni verlo! ¡Es poderoso! ¡Temible! ¡Una mirada suya podría hacerte desmayar!

Sonreí con desdén, presionando el tacón un poco más.

—Ay, qué miedo… Ve a buscarlo. Dile que estoy aquí… y que venga. Ahora.

El zorro chilló y salió disparado, su trasero temblando como gelatina.

Mientras lo veía alejarse, solté una risa baja. El cigarrillo colgaba entre mis labios como si fuera el cetro de mi paciencia.

Esto… se pondría interesante.

El zorro salió disparado, su cola esponjosa ondeando como una bandera de urgencia. La energía extraña que me había recorrido el cuerpo se disipaba entre los árboles, como si su origen estuviera cerca… pero burlonamente fuera de mi alcance.

No estaba sola.

Y el zorro lo sabía.

El bosque se cerraba sobre sí mismo, como una fiera guardando un secreto. El zorro saltaba entre raíces y ramas con la agilidad de quien ha corrido por este terreno mil veces. Finalmente, llegó al claro. Allí, como si el universo tuviera el sentido del humor más torcido del mundo, lo encontró.

Sentado sobre una roca gigante como un trono improvisado, con la túnica de monje cayéndole con elegancia insultante y su largo cabello negro brillando al sol, estaba él. Adolescente. Imperturbable. Ridículamente perfecto.

El zorro se plantó frente a él, sin aliento.

—Amo bonito… necesito de usted.

Silencio.

Nada.

Ni un parpadeo, ni una respiración alterada.

—¿Amo...? —repitió, ladeando la cabeza, un tic nervioso en la oreja izquierda.

Y entonces lo oyó.

Un ronquido. Suave, armónico, absolutamente infame.

El zorro se quedó congelado.

—No… no otra vez... —murmuró, llevándose las patas al rostro—. ¡Está durmiendo! ¡En vez de meditar, DUERME!

Saltó a la roca de un brinco, como si acabara de recordar que era un animal salvaje.

—¡Despierte! ¡Despierte, amo! ¡ES UNA EMERGENCIA! —lo sacudía con fuerza ridícula, sus patas agitándose con desesperación teatral.

—Mnnnggh… —balbuceó el joven, girándose y acomodándose mejor.

El zorro perdió la paciencia.

—¡UN DEMONIO! ¡UNA MUJER DEMONIO! ¡AYUDA!

¡Clap!

El joven le cruzó la cara de una bofetada perfecta, sin siquiera abrir los ojos.

—¡¿Qué te pasa, Frayi?! —rugió con voz ronca, abriendo al fin los ojos, relucientes de irritación.

Frayi retrocedió tambaleándose, sobándose la mejilla.

—¡¿Es que hoy es el día de pegarle a Frayi?! —se quejó como un mártir con público.

El joven se incorporó lentamente, aún adormilado.

—¿Otra vez te peleaste con un mapache? ¿O fue esa ardilla neurótica?

—¡No, no, mi amo! —Frayi jadeó—. ¡Es una mujer! Una criatura vulgar. ¡Dice que quiere verlo! ¡Y no me cree cuando le digo que usted no recibe visitas sin cita previa!

El joven parpadeó.

—¿Una mujer? —repitió como si hubiera preguntado por un dragón con tacones—. ¿Qué es eso? ¿Un tipo de ciempiés?

Frayi se quedó congelado, mirándolo como si acabara de escuchar que la luna era comestible.

—No puede ser… ¿En serio? ¿No sabe qué es una mujer?

—¿Debería? Nunca he visto otra persona aparte de ti —se encogió de hombros con la naturalidad de quien vive bajo una roca. Literal.

—¡Pues esta es como usted, pero con…! —Frayi hizo un gesto amplio— ¡con dos pechos gigantes y cara de pocos amigos! ¡Y una mirada que podría fundir el plomo!

El joven se rió. Una risa limpia, absurda.

—No entiendo nada, pero me haces reír.

Frayi rodó los ojos.

—Es alta, tiene el cabello plateado como la luna, y un aura que huele a problemas. ¡Huele a destrucción! ¡Huele a… ¡¡me va a matar!!

—¿Y qué quieres que haga? —bostezó el joven, estirándose—. ¿Golpearla con un sello? ¿Exorcizarla con un poema?

—¡Sí! ¡Eso! ¡Exorcícela con un poema si quiere, pero haga algo! —Frayi le brillaban los ojos como si le hubiera rezado a una deidad antigua.

—Muy bien —suspiró el joven, dejándose caer de la roca—. Si me mata, tú escribes mi epitafio.

Frayi, inflando el pecho con falsa valentía, lo guió hacia el claro.

Yo estaba sentada en las escaleras de la mansión, fumando el que probablemente era mi octavo cigarrillo del día. No hacía nada especial, salvo existir con arrogancia. Como debe ser.

Noté a los dos idiotas escondidos detrás de un árbol, susurrando como niños espiando una película prohibida.

—Mira esa mujer horrenda —murmuró Frayi—. Es tan fea que da miedo.

—¿Eso es su trasero? —susurró el joven, confundido—. ¿O es un tumor?

Respiré hondo.

Y lancé el cigarrillo con puntería quirúrgica directo al lomo de Frayi. Lo escuché chillar. Hermoso.

—¿Acaso creen que no los escucho, imbéciles? —dije, exhalando humo con la elegancia de un volcán cansado.

Frayi salió del arbusto hecho un desastre, oliendo a pelo quemado.

—¡Ya verás, monstruo vulgar! ¡Mi amo te aplastará como la mosca que eres!

—¿Qué? —soltó el joven, retrocediendo—. ¡No, no, no! ¡Qué miedo!

—¿Este es tu amo? —me levanté, con una sonrisa torcida—. Un niño cobarde. Maravilloso. Qué decepción.

Les di un buen golpe a cada uno en la cabeza. Uno con la mano. Otro con el pie. Ni siquiera sudé.

Ambos cayeron de rodillas, balbuceando cosas como “misericordia” y “por favor no me mates”.

Menuda bienvenida.

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