CAPÍTULO II: La Cima del Alma

— Synera —

El mundo sigue girando, indiferente. Las estaciones cambian, los imperios se levantan y caen… pero yo ya no soy la misma. Algo en mí ha cambiado. He dejado atrás la Synera rota, obediente, silenciosa. He sepultado los recuerdos que me ataban, aunque aún ardan en mi memoria como brasas apagadas. Con cada paso que doy, me convierto en una nueva versión de mí. Más despierta. Más libre. Un ser forjado en el vacío, tallado por el odio, pero ahora templado por un propósito más claro.

Ya no cargo con ese peso ciego del pasado. Ahora llevo aprendizaje. Entendimiento. Poder. Poder no solo mágico, sino espiritual. No soy completamente libre, pero estoy más cerca que nunca de serlo.

Aetherion… aunque mi alma naciente aún arda con el odio que dejaste en mí, no abandonaré tu misión. Porque en el fondo, tú y yo compartimos la misma visión, el mismo anhelo silencioso: restaurar el Reino de las Brujas. Devolverle la paz a Veydrath. Y reclamar el imperio que nos fue arrebatado.

Hoy comienza mi verdadero origen. Hoy dejo de ser una sombra que sobrevive… y me convierto en quien debe cumplir el propósito de su existencia.

Me dirijo al norte, más allá de los límites de Veydrath, hacia un continente lejano donde el maná y la energía elemental aún laten con una pureza olvidada. Allí, en lo profundo de esas tierras ancestrales, duerme un poder antiguo… uno que quizás he estado buscando desde antes de saberlo. Un poder tan inmenso, tan primitivo, que ni siquiera las Supremas se atrevieron a nombrarlo.

No sé lo que encontraré al final de este camino. Solo sé que algo —o alguien— me llama. Que me espera.

Será un viaje largo, tal vez de años, a través de territorios que nunca mis pies han pisado, donde el tiempo parece haberse detenido… y los secretos del mundo aguardan, intactos.

Y por primera vez en siglos, siento algo parecido a la felicidad. No es plena. No es duradera. Pero existe… junto con una punzada de incertidumbre.

Jamás imaginé que esta travesía se convertiría en la experiencia más transformadora de mi existencia. He cruzado regiones que solo existían en los relatos antiguos, he conocido almas excepcionales y, en el camino, he descubierto quién soy. Casi he olvidado que mi alma fue creada. Hoy, me siento más humana que nunca… y ya no me importa.

He dejado de ser frágil. He dejado de temer.

Mi carácter, aunque imperfecto, es mío. Me pertenece. Y eso me basta.

Tal vez, algún día, cuando el equilibrio regrese al mundo, pueda compartir mis historias con las generaciones futuras.

Hoy estoy aquí, al final de mi viaje, frente a la montaña más alta de todo el reino de Thérenval, una tierra glacial que alguna vez fue sagrada y ahora yace bajo el yugo lujoso de Decathis. Ante mí se alza una muralla de piedra y hielo, como un titán dormido que desafía al cielo mismo.

El aire es denso, pesado, cargado de magia antigua. Cada bocanada quema mis pulmones como brasas. El viento me golpea con furia, como cuchillas invisibles que arrancan pedazos de mi voluntad. Cada paso que doy retumba en mis huesos como si arrastrara siglos de historia olvidada.

Pero no me detengo. No puedo. No debo.

He llegado demasiado lejos para ceder ahora. Esta montaña… es mi umbral. Y tras ella, aguarda la verdad que he estado persiguiendo desde que abrí los ojos por primera vez en este nuevo mundo.

Siento que la energía que he perseguido durante siglos está cerca… tan cerca. ¿Qué me espera en su origen? ¿Será un final… o un nuevo comienzo? No lo sé. Solo sé que debo seguir.

El frío se filtra hasta mis huesos. Mi cuerpo, agotado, cede. Me desplomo sobre la nieve. El mundo se convierte en un torbellino blanco… y entonces, justo antes de perder la consciencia, un recuerdo emerge.

Una imagen cálida atraviesa el hielo de mi mente.

Desde el fondo de mi inconsciencia, emerge un destello de calidez que rompe el frío que paraliza mis pensamientos. Me veo a mí misma, más joven, ignorante del vasto destino que me aguardaba. A mi lado camina la Suprema, envuelta en un halo de sombra y luz. Su presencia siempre fue una paradoja: imponente y serena, distante y maternal.

Era de noche. Viajábamos juntas por tierras que hoy solo existen en mis recuerdos. El cielo era un manto de estrellas, y el viento hablaba en susurros entre los árboles. Caminábamos en silencio, hasta que su voz rompió la quietud como un conjuro suave:

—Mi pequeño oráculo… —dijo, su tono mezcla de ternura y solemnidad—. La verdadera sabiduría no reside en el conocimiento, sino en tu interior.

La miré, confundida, buscando respuestas en su rostro sereno.

—Pero todo lo que sé… todo lo que soy, viene de ti, —le respondí con la franqueza de quien aún no comprende su propósito—. ¿Cómo puedo buscar dentro de mí si soy tu reflejo?

Ella se detuvo. Con una lentitud casi ceremonial, colocó su mano sobre mi cabeza. Sentí su magia fluir en mí, cálida y envolvente, como un hogar perdido.

—Que hayas nacido de mí no significa que no puedas ser libre, Synera —susurró—. No eres solo mi creación. Eres un alma buscando su verdad.

Sus ojos, vastos como el universo, me miraron con una ternura inquebrantable.

—No permitas que el mundo defina quién eres. No permitas que mi sombra dicte tu destino. Sé tú misma… siempre.

Entonces no lo entendí. Pero ahora, siglos después, tendida en la nieve, entre lo que fui y lo que soy, por fin comprendo.

No soy solo un eco. No soy solo el Oráculo.

Soy Synera.

Y aunque mi alma fue forjada, no nacida…

late en ella una voluntad que ningún hechizo pudo imponerme.

Porque mi libertad no fue un regalo: fue conquista.

Y es real, tan real como el deseo que me sostiene.

Despierto. El frío aún muerde mi piel, pero algo dentro de mí ha cambiado.

Mi alma arde con una llama nueva, nacida del recuerdo. Me aferro a sus palabras, las convierto en escudo y faro. Me levanto. Cada paso es una lucha, pero ya no siento miedo. Estoy cerca… tan cerca.

Y entonces la veo.

Un resplandor dorado en la cima. Cuando por fin llego, el mundo cambia.

La ventisca desaparece, el frío se esfuma.

Ante mí se extiende un paraíso oculto, suspendido en un otoño eterno. Praderas imposibles se despliegan como sueños vivos, cubiertas de flores que resplandecen con una luz suave y ajena al sol. Los árboles susurran secretos olvidados, en un idioma que solo el viento parece comprender, mientras ríos de cristal recorren la tierra como venas de magia pura.

Todo parece flotar, como una isla suspendida entre las nubes. Un fragmento de mundo perdido en el tiempo… o quizá, detenido en él para siempre.

Y allí, al horizonte, se alza un templo. Majestuoso. Sagrado.

Una barrera de energía lo protege, viva, palpitante.

La reconozco de inmediato. Es su poder.

Es ella.

Algo en mí —creado, sí, pero vivo— se estremece. Se agita, como si recordara algo antiguo y sagrado. Todo a mi alrededor vibra con su esencia: el aire, la luz, los árboles que murmuran su nombre en susurros. Se siente… como si ella nunca se hubiera ido.

¿Podría ser?

¿Podría realmente estar aquí?

¿Y si… nunca se fue?

¿Y si todo este tiempo ha estado oculta, observando en silencio, refugiada en este rincón olvidado del mundo?

Me acerco. Mis dedos rozan la barrera. La energía vibra, cálida, acogedora.

Su esencia está en todas partes, como un susurro eterno.

Pero no me deja pasar.

Respiro. Cierro los ojos.

No necesito forzarla. Solo comprenderla.

Conecto con mi maná. Lo dejo fluir. Me disuelvo en su energía.

Soy parte de ella.

Y ella… es parte de mí.

Entonces, doy el siguiente paso.

La barrera me envuelve. Y luego, se desvanece.

Cruzo el umbral.

El templo no es frío ni solemne. Es una mansión de estrellas y jardines eternos. Mármol, seda, agua pura y flores celestiales. Un santuario vivo.

Y en ese instante, lo entiendo: no he llegado al final de mi viaje.

Este… es solo el comienzo.

—¡¿Lady Aetherion?!¡¿Está aquí?! —grité, mi voz rebotando entre los muros del templo vacío, aferrándome a la esperanza de que tal vez ella realmente estuviera allí.

El eco fue mi única respuesta.

Fruncí el ceño. Algo no encajaba.

Entonces, un sonido cortó la quietud como un cuchillo:

¡CLANG!

Me giré en seco.

Un balde rodó hasta mis pies… pero eso no fue lo que me dejó sin palabras.

No.

Lo sorprendente fue la criatura que lo había tirado.

Un zorro. De pelaje naranja brillante, patas negras y una panza redonda como un tambor. Caminaba en dos patas como un humano cualquiera, y llevaba puesta una túnica de monje que apenas le cerraba por el vientre.

Nos quedamos en un duelo de miradas, como si ambos hubiéramos visto un fantasma.

Le dediqué una sonrisa incómoda.

—Vaya… qué zorro tan peculiar.

El animal parpadeó. Se frotó los ojos, incrédulo.

—¿No vas a decir nada? —pregunté con curiosidad—. Ah, cierto. Los animales no hablan.

—¿¡QUÉEEE!? —chilló el zorro de repente, saltando hacia atrás—. ¡AAAAAAAAAAH! ¿¡QUIÉN ERES!?

Alcé una ceja, calmada.

—Ah, con que sí hablas. Bueno, he visto cosas más raras.

El zorro me apuntó con una pata temblorosa.

—¡D-¡DEMONIOOOOOOO! —gritó, señalándome con un temblor casi teatral, como si su miedo necesitara ser escuchado por todo el mundo. Sus ojos estaban desorbitados, su garra extendida como una lanza temblorosa acusándome de una culpa que ni siquiera entendía.

¡CHAZZ!

Le solté un golpe en la cabeza.

—¿¡A quién le dices demonio, roedor con sobrepeso!? —espeté, cruzándome de brazos—. ¿Nunca viste a una mujer tan hermosa como yo?

Se llevó ambas patas a la cabeza, gimiendo como si lo hubieran decapitado.

—¡Ay yai yai! ¿¡Por qué me pegas, bruja loca!? ¡Monstruo! ¡Fea! ¡¿Qué clase de aberración eres?! —lloriqueaba, sobándose la cabeza con exageración, como si le hubieran partido el cráneo en dos.

Mi ojo tembló peligrosamente.

Lo tomé por la túnica y lo alcé en el aire como si fuera un trapo.

—Si me vuelves a llamar fea, monstruo o demonio una sola vez más… ¡te convierto en alfombra, alimaña peluda!

—¡AUXILIOOOO! —gritó, pataleando como un pez fuera del agua—. ¡Suelta, suelta! ¡No soy comida!

Lo sacudí un poco, por si acaso.

—¡Revoca tus palabras!

—¡Lo siento, lo siento! —gimoteó, dándome una reverencia atolondrada—. ¡No me mates!

Bufé y lo solté. Cayó al suelo con un "plop", tambaleándose como un borracho.

—¿Siempre eres así de agresiva? —refunfuñó.

—¿Y tú siempre tan insoportable? —solté con el ceño fruncido, ya harta de su voz.

Se cruzó de patas, ofendido.

—¡Esto no es lo que esperaba! Qué decepción… —murmuré, levantando ambas manos al aire, frustrada.

La verdad es que nunca he sabido cómo tratar con otros. Mi paciencia es corta, y mi temperamento... aún peor.

—¿Y este lugar qué se supone que es? —pregunté, mirando a mi alrededor con evidente desdén—. ¿Y tú, zorro regordete? ¿Por qué eres tan… raro?

—¡No estoy gordo! ¡Estoy esponjoso! —protestó, abrazándose la panza con una mezcla de orgullo y tristeza.

Nuestra conversación siguió, pero ese zorro me estaba sacando de quicio. No se callaba. Hablaba como si no tuviera pausa ni vergüenza. Después de unos minutos, chasqueé los dedos. Un cigarrillo apareció entre ellos. Lo llevé a mis labios y encendí la punta con un toque de magia.

Mientras exhalaba humo con elegancia, me acomodé el cabello con una mano.

El zorro seguía, parloteando como si el aire le sobrara. Sin pensarlo demasiado, levanté una pierna y le estampé el tacón de mi bota en la cara.

—¡Cállate ya! —le ordené, fastidiada—. Mejor dime algo útil. ¿Hay alguien más aquí? ¿Alguien no tan idiota y humano? ¿O eres el único decorado viviente de este sitio?

Se retorció bajo mi zapato.

—¿¡Cómo te atreves a hablar así de mi amo bonito, criatura vulgar?! —bufó, ofendida, erizando el pelaje—. ¡No mereces ni mirarlo! ¡Es poderoso! ¡Temible! ¡Con solo una mirada podría hacerte caer al suelo!

Su furia era tan intensa que casi podía sentirla vibrar en el aire. Yo solo sonreí con desdén, clavando un poco más el tacón en el suelo.

—Ay, qué miedo… Ve a buscarlo. Dile que estoy aquí… y que venga. Ahora. —dije, fría y firme, sin ningún atisbo de duda.

El zorro chilló y salió disparado, su trasero temblando como gelatina.

Mientras lo veía alejarse, solté una risa baja. El cigarrillo colgaba entre mis labios como si fuera el cetro de mi paciencia.

Esto… se pondría interesante.

El zorro salió disparado, su cola esponjosa ondeando como una bandera de urgencia. La energía extraña que me había recorrido el cuerpo se disipaba entre los árboles, como si su origen estuviera cerca… pero burlonamente fuera de mi alcance.

No estaba sola. Sabía que había alguien más, y ese pensamiento, extraño y tenue, me calmaba de algún modo. ¿Podría ser él?

Un hilo de esperanza, casi olvidado, comenzó a despertar dentro de mí.

El bosque se cerraba sobre sí mismo, como una fiera guardando un secreto. El zorro saltaba entre raíces y ramas con la agilidad de quien ha corrido por este terreno mil veces. Finalmente, llegó al claro. Allí, como si el universo tuviera el sentido del humor más torcido del mundo, lo encontró.

Sentado sobre una enorme roca que parecía un trono improvisado, con la túnica de monje cayendo sobre él con una elegancia casi insolente, y su largo cabello negro reluciendo bajo el sol, estaba él. Adolescente, imperturbable, ridículamente perfecto, como si el mundo entero conspirara para destacar su presencia.

El zorro se plantó frente a él, sin aliento.

—Amo bonito… necesito su ayuda —dijo con reverencia contenida, la voz suave pero firme.

Silencio.

Nada.

Ni un parpadeo, ni una respiración alterada.

—¿Amo...? —repitió, ladeando la cabeza, un tic nervioso en la oreja izquierda.

Y entonces lo oyó.

Un ronquido. Suave, armónico, absolutamente infame.

El zorro se quedó congelado.

—No… no otra vez... —murmuró, llevándose las patas al rostro—. ¡Está durmiendo! ¡En vez de meditar, DUERME!

Saltó a la roca de un brinco, como si acabara de recordar que era un animal salvaje.

—¡Despierte! ¡Despierte, amo! ¡ES UNA EMERGENCIA! —lo sacudía con fuerza ridícula, sus patas agitándose con desesperación teatral.

—Mnnnggh… —balbuceó el joven, girándose y acomodándose mejor.

El zorro perdió la paciencia.

—¡UN DEMONIO! ¡UNA MUJER DEMONIO! ¡AYUDA! —gritaba, su voz quebrándose en la exageración, como si el mundo fuera a derrumbarse a su alrededor.

¡Clap!

El joven le cruzó la cara de una bofetada perfecta, sin siquiera abrir los ojos.

—¡¿Qué te pasa, Frayi?! —rugió con voz ronca, abriendo al fin los ojos, relucientes de irritación.

Frayi retrocedió tambaleándose, sobándose la mejilla.

—¡¿Es que hoy es el día de pegarle a Frayi?! —se quejó como un mártir con público.

El joven se incorporó lentamente, aún adormilado.

—¿Otra vez te peleaste con un mapache? ¿O fue esa ardilla neurótica? —dijo el joven, esbozando una sonrisa divertida.

—¡No, no, mi amo! —Frayi jadeó—. ¡Es una mujer! Una criatura vulgar. ¡Dice que quiere verlo! ¡Y no me cree cuando le digo que usted no recibe visitas sin cita previa!

El joven parpadeó.

—¿Una mujer? —repitió como si hubiera preguntado por un dragón con tacones—. ¿Qué es eso? ¿Un tipo de ciempiés?

Frayi se quedó congelado, mirándolo como si acabara de escuchar que la luna era comestible.

—No puede ser… ¿En serio? ¿No sabe qué es una mujer?  —dijo Frayi, con una mezcla de incredulidad y decepción en la voz.

—¿Debería? Nunca he visto otra persona aparte de ti —se encogió de hombros con la naturalidad de quien vive bajo una roca. Literal.

—¡Pues esta es como usted, pero con…! —Frayi hizo un gesto amplio— ¡con dos pechos gigantes y cara de pocos amigos! ¡Y una mirada que podría fundir el plomo!

El joven se río. Una risa limpia, absurda.

—No entiendo nada, pero me haces reír —dijo, soltando una carcajada genuina.

Frayi rodó los ojos.

—Es alta, tiene el cabello blanco y un aura que grita problemas. ¡Huele a destrucción! ¡Huele a… ¡¡que me va a matar!! —exageraba Frayi, con los ojos abiertos de par en par.

—¿Y qué quieres que haga? —bostezó el joven, estirándose con desgana—. ¿Golpearla con un sello? ¿Exorcizarla con un poema?

—¡Sí! ¡Eso! ¡Exorcícela con un poema si quiere, pero haga algo! —Frayi le brillaban los ojos como si le hubiera rezado a una deidad antigua.

—Muy bien —suspiró el joven, dejándose caer de la roca—. Si me mata, tú escribes mi epitafio.

Frayi, inflando el pecho con falsa valentía, lo guio hacia el claro.

Yo estaba sentada en las escaleras del templo, fumando el que probablemente era mi octavo cigarrillo del día. No hacía nada especial, salvo existir con arrogancia. Como debe ser.

Noté a los dos idiotas escondidos detrás de un árbol, susurrando como niños espiando una película prohibida.

—Mira esa mujer horrenda —murmuró Frayi—. Es tan fea que da miedo.

—¿Eso es su trasero? —susurró el joven, confundido—. ¿O es un tumor?

Respiré hondo.

Con puntería quirúrgica, lancé el cigarrillo directo al lomo de Frayi. Su chillido resonó nítido en el aire. Perfecto.

—¿Acaso creen que no los escucho, imbéciles? —dije, exhalando humo con la elegancia de un volcán cansado.

Frayi salió del arbusto hecho un desastre, oliendo a pelo quemado.

—¡Ya verás, criatura despreciable! ¡Mi amo te aplastará como la insignificante mosca que eres! —exclamaba Frayi con furia desbordada.

—¿Qué? —soltó el joven, retrocediendo—. ¡No, no, no! ¡Qué miedo!

—¿Este es tu amo? —me levanté, con una sonrisa torcida—. Un niño cobarde. Maravilloso. Qué decepción.

Les di un buen golpe a cada uno en la cabeza. Uno con la mano. Otro con el pie. Ni siquiera sudé.

Ambos cayeron de rodillas, balbuceando cosas como “misericordia” y “por favor no me mates”.

Menuda bienvenida.

Capítulos

descargar

¿Te gustó esta historia? Descarga la APP para mantener tu historial de lectura
descargar

Beneficios

Nuevos usuarios que descargaron la APP, pueden leer hasta 10 capítulos gratis

Recibir
NovelToon
Step Into A Different WORLD!
Download MangaToon APP on App Store and Google Play