— Synera —
El aire dentro del templo era denso, cargado de una quietud que hacía eco en cada rincón de piedra y cristal. La luz dorada que había visto desde la cima se filtraba entre vitrales tallados, dibujando patrones que danzaban lentamente sobre el suelo, como si la propia magia del lugar respirara.
Cada paso que daba resonaba con un golpe sordo, recordándome que estaba sola… o eso creía. Mi corazón latía con fuerza, una mezcla de emoción y aprensión, mientras avanzaba hacia el origen de aquella energía que me había llamado.
Sentí el pulso de la magia, suave y cálido, un latido que parecía un susurro en el silencio absoluto. Era familiar y, al mismo tiempo, imposible de descifrar. Cada fibra de mi ser me decía que estaba cerca… pero también que debía estar alerta.
Entonces, con un impulso de esperanza que me empujó a hablar, levanté la voz:
—¡¿Lady Aetherion?! ¡¿Está aquí?! —grité, mi voz rebotando entre los muros del templo vacío, aferrándome a la esperanza de que tal vez ella realmente estuviera allí.
El eco fue mi única respuesta.
Fruncí el ceño. Algo no encajaba.
Entonces, un sonido cortó la quietud como un cuchillo:
¡CLANG!
Me giré en seco.
Un balde rodó hasta mis pies… pero eso no fue lo que me dejó sin palabras.
No.
Lo sorprendente fue la criatura que lo había tirado.
Un zorro. De pelaje naranja brillante, patas negras y una panza redonda como un tambor. Caminaba en dos patas como un humano cualquiera, y llevaba puesta una túnica de monje que apenas le cerraba por el vientre.
Nos quedamos en un duelo de miradas, como si ambos hubiéramos visto un fantasma.
Le dediqué una sonrisa incómoda.
—Vaya… vaya… qué zorro tan peculiar —comenté, encogiéndome de hombros sin esperar respuesta alguna.
El animal parpadeó. Se frotó los ojos, incrédulo.
—¿No vas a decir nada? —pregunté con curiosidad—. Ah, cierto. Los animales no hablan.
—¿¡QUÉEEE!? —chilló el zorro de repente, saltando hacia atrás—. ¡AAAAAAAAAAH! ¿¡QUIÉN ERES!?
Alcé una ceja, calmada.
—Ah, así que hablas. Bueno… he visto cosas más raras —dije, pasando una mano por mi cabello y echándolo detrás de mi hombro.
El zorro me apuntó con una pata temblorosa.
—¡D-¡DEMONIOOOOOOO! —gritó, señalándome con un temblor casi teatral, como si su miedo necesitara ser escuchado por todo el mundo. Sus ojos estaban desorbitados, su garra extendida como una lanza temblorosa acusándome de una culpa que ni siquiera entendía.
¡CHAZZ!
Le solté un golpe en la cabeza.
—¿¡A quién le dices demonio, roedor con sobrepeso!? —espeté, cruzándome de brazos—. ¿Nunca viste a una mujer tan hermosa como yo?
Se llevó ambas patas a la cabeza, gimiendo como si lo hubieran decapitado.
—¡Ay, yai, yai! ¿¡Por qué me golpeas, mujer loca!? ¡Monstruo! ¡Fea! ¡¿Qué clase de aberración eres?! —lloriqueaba, frotándose la cabeza con exageración, como si de verdad le hubieran partido el cráneo en dos.
Mi ojo tembló peligrosamente.
Lo tomé por la túnica y lo alcé en el aire como si fuera un trapo.
—Si vuelves a llamarme fea, monstruo o demonio… ¡una sola vez más… te convierto en alfombra, alimaña peluda! —gruñí, fulminándolo con la mirada.
—¡AUXILIOOOO! —chilló el zorro, dando vueltas en el aire como un pez fuera del agua—. ¡Suelta, suelta! ¡No soy tu cena, te lo juro!
Lo agitaba de un lado a otro con cuidado, mientras él pataleaba y chillaba como si cada fibra de su ser gritara en pánico.
—¡Revoca esas palabras ahora mismo! —le exigí, apuntando con el dedo como si fuera un látigo.
—¡Lo… lo siento! ¡Lo siento! —gimoteó, haciendo una reverencia tan torpe que casi termina cayéndose de cabeza—. ¡No me mates, señora terrible! ¡Prometo no volver a insultarte!
Bufé y lo solté. Cayó al suelo con un "plop", tambaleándose como un borracho.
—¿Siempre eres así de agresiva? —refunfuñó.
—¿Y tú siempre tan insoportable? —solté con el ceño fruncido, ya harta de su voz.
Se cruzó de patas, ofendido.
—¡Esto no es lo que esperaba! Qué decepción… —murmuré, llevándome los dedos a la nariz y sacudiendo la cabeza de un lado a otro con desaprobación.
La verdad es que nunca he sabido cómo tratar con otros. Mi paciencia es corta, y mi temperamento... aún peor.
—¿Y este lugar qué se supone que es? —pregunté, mirando a mi alrededor con evidente desdén—. ¿Y tú, zorro regordete? ¿Por qué eres tan… raro?
—¡No estoy gordo! ¡Estoy esponjoso! —protestó, abrazándose la panza con una mezcla de orgullo y tristeza.
Nuestra conversación siguió, pero ese zorro me estaba sacando de quicio. No se callaba. Hablaba como si no tuviera pausa ni vergüenza. Después de unos minutos, chasqueé los dedos. Un cigarrillo apareció entre ellos. Lo llevé a mis labios y encendí la punta con un toque de magia.
Mientras exhalaba humo con elegancia, me acomodé el cabello con una mano.
El zorro seguía, parloteando como si el aire le sobrara. Sin pensarlo demasiado, levanté una pierna y le estampé el tacón de mi bota en la cara.
—¡Cállate ya! —le ordené, fastidiada—. Mejor dime algo útil. ¿Hay alguien más aquí? ¿Alguien no tan idiota y humano? ¿O eres el único decorado viviente de este sitio?
Se retorció bajo mi zapato.
—¿¡Cómo te atreves a hablar así de mi amo bonito, criatura vulgar?! —bufó, ofendido, erizando el pelaje—. ¡No mereces ni mirarlo! ¡Es poderoso! ¡Temible! ¡Con solo una mirada podría hacerte caer al suelo!
Su furia era tan intensa que casi podía sentirla vibrar en el aire. Yo solo sonreí con desdén, clavando un poco más el tacón en el suelo.
—Ay, qué miedo… Ve a buscarlo. Dile que estoy aquí… y que venga. Ahora. —dije, fría y firme, sin ningún atisbo de duda.
El zorro chilló y salió disparado, su trasero temblando como gelatina.
Mientras lo veía alejarse, solté una risa baja. El cigarrillo colgaba entre mis labios como si fuera el cetro de mi paciencia.
Esto… se pondría interesante.
El zorro salió disparado, su cola esponjosa ondeando como una bandera de urgencia. La energía extraña que me había recorrido el cuerpo se disipaba entre los árboles, como si su origen estuviera cerca… pero burlonamente fuera de mi alcance.
No estaba sola. Sabía que había alguien más, y ese pensamiento, extraño y tenue, me calmaba de algún modo. ¿Podría ser él?
Un hilo de esperanza, casi olvidado, comenzó a despertar dentro de mí.
El bosque se cerraba sobre sí mismo, como una fiera guardando un secreto. El zorro saltaba entre raíces y ramas con la agilidad de quien ha corrido por este terreno mil veces. Finalmente, llegó al claro. Allí, como si el universo tuviera el sentido del humor más torcido del mundo, lo encontró.
Sentado sobre una enorme roca que parecía un trono improvisado, con la túnica de monje cayendo sobre él con una elegancia casi insolente, y su largo cabello negro reluciendo bajo el sol, estaba él. Adolescente, imperturbable, ridículamente perfecto, como si el mundo entero conspirara para destacar su presencia.
El zorro se plantó frente a él, sin aliento.
—Amo bonito… necesito su ayuda —dijo con reverencia contenida, la voz suave pero firme.
Silencio.
Nada.
Ni un parpadeo, ni una respiración alterada.
—¿Amo...? —repitió, ladeando la cabeza, un tic nervioso en la oreja izquierda.
Y entonces lo oyó.
Un ronquido. Suave, armónico, absolutamente infame.
El zorro se quedó congelado.
—No… no otra vez... —murmuró, llevándose las patas al rostro—. ¡Está durmiendo! ¡En vez de meditar, DUERME!
Saltó a la roca de un brinco, como si acabara de recordar que era un animal salvaje.
—¡Despierte! ¡Despierte, amo! ¡ES UNA EMERGENCIA! —lo sacudía con fuerza ridícula, sus patas agitándose con desesperación teatral.
—Mnnnggh… —balbuceó el joven, girándose y acomodándose mejor.
El zorro perdió la paciencia.
—¡UN DEMONIO! ¡UNA MUJER DEMONIO! ¡AYUDA! —gritaba, su voz quebrándose en la exageración, como si el mundo fuera a derrumbarse a su alrededor.
¡CLAP!
El joven le cruzó la cara de una bofetada perfecta, sin siquiera abrir los ojos.
—¡¿Qué te pasa, Frayi?! —rugió con voz ronca, abriendo al fin los ojos, relucientes de irritación.
Frayi retrocedió tambaleándose, sobándose la mejilla.
—¡¿Es que hoy es el día de pegarle a Frayi?! —se quejó como un mártir con público.
El joven se incorporó lentamente, aún adormilado.
—¿Otra vez te peleaste con un mapache? ¿O fue esa ardilla neurótica? —dijo el joven, esbozando una sonrisa divertida.
—¡No, no, mi amo! —Frayi jadeó—. ¡Es una mujer! Una criatura vulgar. ¡Dice que quiere verlo! ¡Y no me cree cuando le digo que usted no recibe visitas sin cita previa!
El joven parpadeó.
—¿Una mujer? —repitió como si hubiera preguntado por un dragón con tacones—. ¿Qué es eso? ¿Un tipo de ciempiés?
Frayi se quedó congelado, mirándolo como si acabara de escuchar que la luna era comestible.
—No puede ser… ¿En serio? ¿No sabe qué es una mujer? —dijo Frayi, con una mezcla de incredulidad y decepción en la voz.
—¿Debería? Nunca he visto a nadie más aparte de ti —se encogió de hombros con la despreocupación de alguien que literalmente ha vivido bajo una roca.
—¡Pues esta es como usted, pero con…! —Frayi hizo un gesto amplio— ¡con dos pechos gigantes y cara de pocos amigos! ¡Y una mirada que podría fundir el plomo!
El joven se río. Una risa limpia, absurda.
—No entiendo nada, pero me haces reír —dijo, soltando una carcajada genuina.
Frayi rodó los ojos.
—Es alta, tiene el cabello blanco y un aura que grita problemas. ¡Huele a destrucción! ¡Huele a… ¡¡que me va a matar!! —exageraba Frayi, con los ojos abiertos de par en par.
—¿Y qué quieres que haga? —bostezó el joven, estirándose con desgana—. ¿Golpearla con un sello? ¿Exorcizarla con un poema?
—¡Sí! ¡Eso! ¡Exorcícela con un poema si quiere, pero haga algo! —Frayi le brillaban los ojos como si le hubiera rezado a una deidad antigua.
—Muy bien —suspiró el joven, dejándose caer de la roca—. Si me mata, tú escribes mi epitafio.
Frayi, inflando el pecho con falsa valentía, lo guio hacia el claro.
Yo estaba sentada en las escaleras del templo, fumando el que probablemente era mi octavo cigarrillo del día. No hacía nada especial, salvo existir con arrogancia. Como debe ser.
Noté a los dos idiotas escondidos detrás de un árbol, susurrando como niños espiando una película prohibida.
—Mira esa mujer horrenda —murmuró Frayi—. Es tan fea que da miedo.
—¿Eso es su trasero? —susurró el joven, confundido—. ¿O es un tumor?
Respiré hondo.
Con puntería quirúrgica, lancé el cigarrillo directo al lomo de Frayi. Su chillido resonó nítido en el aire. Perfecto.
—¿Acaso creen que no los escucho, imbéciles? —dije, exhalando humo con la elegancia de un volcán cansado.
Frayi salió del arbusto hecho un desastre, oliendo a pelo quemado.
—¡Ya verás, criatura despreciable! ¡Mi amo te aplastará como la insignificante mosca que eres! —exclamaba Frayi con furia desbordada.
—¿Qué? —soltó el joven, retrocediendo—. ¡No, no, no! ¡Qué miedo!
—¿Este es tu amo? —me levanté, con una sonrisa torcida—. Un niño cobarde. Maravilloso. Qué decepción.
Les di un buen golpe a cada uno en la cabeza. Uno con la mano. Otro con el pie. Ni siquiera sudé.
Ambos cayeron de rodillas, balbuceando cosas como “misericordia” y “por favor no me mates”.
Menuda bienvenida.
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Đông đã về
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2025-04-21
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