Habitaciones que respiran

Elías despertó.

O creyó hacerlo.

El suelo era frío y liso, sin textura. No era baldosa ni cemento, sino una superficie indeterminada, como si el hospital mismo hubiese olvidado de qué estaba hecho. A su alrededor, un pasillo sin puertas, sin ventanas, sin origen. Solo una luz parpadeante al final, demasiado lejana para alcanzarla caminando.

Pero caminó.

Sus pasos no hacían eco.

No sentía el peso de su cuerpo.

A cada paso, el pasillo parecía alargarse más, como si se alimentara de su voluntad de avanzar.

Después de un tiempo imposible, Elías escuchó una voz.

Su propia voz.

Susurrando su nombre con angustia.

—Elías…

—Elías, despierta…

—Nos están mirando…

Giró, y entonces notó que en las paredes —antes lisas— había ojos.

No dibujados. No pintados.

Ojos reales, que parpadeaban al ritmo de su miedo. Algunos eran humanos. Otros no tanto. Uno de ellos, gigantesco, tenía su mismo iris.

Corrió.

No por terror. Por instinto. Por la necesidad visceral de alejarse de aquello que lo miraba como si lo conociera desde siempre.

Elías despertó en una camilla.

No recordaba haberse acostado.

Ni cómo había llegado allí.

Todo estaba cubierto por una niebla densa que entraba por las rendijas de las ventanas. El hospital ya no era solo ruina: era un cuerpo enfermo. Las paredes latían con un ritmo sordo. Las puertas se contraían como pulmones.

El lugar estaba… vivo.

Se sentó, desorientado, y descubrió que en la pared frente a él había escrito algo con sangre:

“Todo lugar recuerda a quienes mueren dentro.”

La camilla tenía correas en los extremos, como si él mismo hubiese estado amarrado. Y entonces lo notó: en su brazo izquierdo, había marcas recientes.

Punturas.

Inyecciones.

¿Quién lo había sedado?

Se incorporó y salió de la sala. Cada paso se sentía amortiguado, como si caminara sobre carne. El suelo estaba caliente, húmedo. El hospital no quería dejarlo ir.

En el pasillo, una enfermera lo observaba desde la distancia. No se movía.

Su rostro estaba cubierto por vendas, y los brazos colgaban como cables desconectados. Cuando Elías dio un paso hacia ella, la figura se desvaneció como humo.

—¡¿Qué eres?! —gritó al vacío.

Solo obtuvo silencio.

Pero cuando giró, la pared detrás suyo tenía una frase grabada:

“Tú.”

Siguió caminando hasta una de las salas de archivo. Allí encontró cajas repletas de expedientes. Pacientes sin rostro, sin historia, con fechas imposibles. Algunos casos databan de 1911. Otros del 2034.

Pero en todos ellos, había algo que se repetía:

El mismo símbolo dibujado en la esquina inferior: un ojo abierto con una línea cruzando la pupila.

Recordó la portada del diario.

Recordó la carpeta.

Ese símbolo lo había visto antes, en sueños.

Y también… en su propia piel. Se subió la manga del brazo derecho y lo comprobó: allí, cerca del hombro, un pequeño tatuaje cicatrizado.

El mismo símbolo.

Mientras examinaba los documentos, un archivo cayó al suelo por sí solo. Elías lo recogió.

Nombre del paciente: Doctor Elías Montenegro

Diagnóstico: Trastorno de identidad disociativa con episodios psicógenos recurrentes.

Tratamiento: Aislamiento controlado, terapia de confrontación onírica, exposición gradual al trauma raíz.

Estado actual: ACTIVADO.

La fecha del archivo era de hacía dos días.

Elías dejó caer la carpeta.

Estaba registrado como paciente.

No como médico.

Retrocedió, aturdido. Y entonces escuchó un sonido suave.

Un zumbido. Música.

Una melodía infantil, como una caja de música oxidada. Provenía del fondo del pasillo.

Avanzó, hipnotizado.

Al final del corredor encontró una puerta abierta. Al entrar, se encontró con una habitación idéntica a la de su infancia: misma cama, mismo afiche de dinosaurios, misma lámpara con forma de luna.

Pero todo estaba en blanco y negro, como una fotografía antigua.

Sobre la cama, un niño jugaba con bloques.

—¿Quién eres? —preguntó Elías.

El niño no respondió.

—¿Eres yo?

El niño asintió lentamente, sin dejar de armar una figura con los bloques.

—¿Qué estás construyendo?

—La salida —respondió el niño por primera vez, con una voz que no le pertenecía. Era la voz del hospital.

La misma que había escuchado cuando tocó el espejo.

—¿La salida de dónde?

—De ti.

Elías despertó otra vez. Esta vez en el patio del hospital.

Todo había cambiado.

Era de noche, pero el cielo tenía un tono rojo apagado.

Las nubes se movían como si flotaran en agua espesa.

Soledad estaba sentada en una banca, fumando.

—¿Cuánto tiempo pasó? —preguntó Elías.

—Es la quinta vez que despiertas —respondió ella sin mirarlo—. Cada vez más cerca.

—¿Cerca de qué?

—De vos mismo.

Elías se sentó a su lado.

—¿Quién soy?

Soledad apagó el cigarro contra su propia palma sin inmutarse.

—Una huella.

—¿Qué significa eso?

—Una impresión de alguien que fue real. Algo que el hospital no quiso olvidar. Alguien que vivió aquí, que murió aquí, y cuya memoria se convirtió en estructura.

—¿No soy real?

Soledad lo miró por primera vez con compasión.

—¿Vos sentís que no sos real?

Elías no respondió.

Antes de irse, ella le dio una llave.

—Quinto piso. Habitación 502.

—¿Qué hay ahí?

—La primera vez que moriste.

Elías sintió un frío en la columna vertebral.

Soledad se alejó sin despedirse, y el hospital crujió bajo sus pies.

Subió por las escaleras. Cada piso que dejaba atrás parecía más joven, más limpio, como si estuviera retrocediendo en el tiempo dentro del edificio.

Cuando llegó al quinto piso, los muros estaban impecables. Los cuadros colgados en las paredes eran nuevos. Una enfermera real pasó junto a él sin mirarlo.

Una enfermera viva.

El hospital ya no era ruina.

Era el pasado.

La habitación 502 estaba cerrada, pero su llave encajó sin resistencia.

Dentro, una camilla vacía.

Una bata blanca colgada.

Un espejo al fondo.

Y una grabadora encendida.

Presionó el botón de reproducción.

La voz era la suya.

"Paciente Montenegro sigue repitiendo el ciclo. Ha olvidado su identidad, ha asumido roles alternativos. El experimento continúa. Memoria artificial integrada. Trauma sostenido. El hospital responde bien a los impulsos emocionales. Hoy intentaré despertar antes de perder la conciencia por completo."

Elías se miró al espejo.

Ya no era el mismo.

Su reflejo sonreía mientras él no lo hacía.

Del otro lado del vidrio, algo se movía.

Un hombre, idéntico a él, lo observaba desde una sala oscura.

Tenía los ojos completamente negros.

Y en la frente, el símbolo del ojo tallado en carne viva.

Elías retrocedió.

Y entonces lo supo.

No estaba dentro del hospital.

Era el hospital.

Y aún no había despertado.

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