Elías ya no confiaba en sus sentidos.
Después de lo sucedido en el hospital, cada cosa que tocaba, cada sombra que se movía en el rabillo de su ojo, le parecía parte de algo que apenas estaba comprendiendo.
Algo antiguo.
Algo que no dormía.
Intentó comenzar el día como siempre: se lavó el rostro, se puso su ropa de trabajo y bajó a preparar café. La cafetera chilló como si no quisiera funcionar y el grifo solo soltaba agua amarillenta por unos segundos antes de detenerse por completo. Nada era igual desde que había entrado al hospital. Pero Elías ya no estaba seguro de si el cambio venía del edificio… o de él mismo.
Al regresar al cuarto, se obligó a mirar la carpeta con su nombre. Seguía ahí.
No se había desvanecido con el sueño.
Era real.
Se sentó en el borde de la cama y hojeó los documentos. Estaban amarillentos, manchados por la humedad y, en algunos casos, escritos con una letra muy parecida a la suya.
Observaciones clínicas.
Registros de comportamiento.
Notas firmadas por un supuesto psiquiatra de Velmont que nunca había oído nombrar.
En cada página se leía una frase repetida al margen con tinta roja:
“Reincidente. Recuerda más de lo permitido.”
Sintió un vértigo repentino. Cerró la carpeta y la dejó sobre la mesa. Tenía que encontrar a Sebastián. Ese niño tenía respuestas, lo sabía. Su mirada no era de miedo ni de inocencia: era de alguien que había visto lo que otros no podían soportar.
El columpio del árbol estaba vacío.
Elías caminó varias veces por la calle de tierra donde lo había visto por primera vez, buscó en los árboles, detrás de las casas, entre los caminos sin nombre. Nada. El silencio del pueblo era más denso que nunca. Ni siquiera se escuchaban los perros callejeros que solían ladrar a la distancia.
De pronto, al girar una esquina, lo vio.
Sebastián estaba de pie, justo al otro lado de la verja del cementerio.
Lo miraba, quieto como una estatua, sin pestañear.
Elías corrió hacia él, pero el chico ya se había internado entre las tumbas. El médico dudó un segundo —no por miedo a la muerte, sino por lo que sabía que podía encontrar en ese lugar— y luego entró.
El cementerio de Velmont era un desastre: lápidas rotas, nichos sin nombres, cruces de madera podridas por el tiempo. Las flores marchitas parecían haber sido colocadas hace décadas. Elías siguió a Sebastián entre pasillos que no tenían lógica. Era como un laberinto orgánico que cambiaba con cada giro.
Finalmente, el chico se detuvo frente a una lápida completamente lisa.
Ni fechas.
Ni nombre.
Nada.
Sebastián sacó de su bolsillo una hoja doblada muchas veces. La extendió con cuidado y se la entregó.
Luego, sin decir una sola palabra, se alejó.
Elías desplegó el papel.
Era una página de un diario personal, escrita a mano. La tinta estaba corrida, pero se podía leer:
"Día 42. Hoy volví a despertarme sin recordar quién era. Afuera llueve, pero nadie parece notarlo. La doctora Soledad me dio otra de sus pastillas. Dice que es para dormir, pero en mis sueños, el hospital habla. Dice mi nombre. Lo susurra como si me conociera desde antes de nacer. No quiero volver ahí, pero siempre termino en su sala, incluso cuando juro que no he salido de la cama. ¿Cómo se sale de un lugar que está dentro de uno?"
La hoja estaba firmada con una letra casi idéntica a la suya.
Elías.
Esa noche, no quiso dormir. Colocó la carpeta bajo la almohada y se sentó en la esquina del cuarto con una linterna en mano. El reloj marcaba las 3:07 cuando la linterna parpadeó y se apagó.
Sintió un crujido en el techo.
Luego, pasos.
No en la calle, sino dentro de la casa.
Cada paso era húmedo, como si alguien caminara descalzo y mojado.
Entonces, una voz.
No la suya. No la de nadie que conociera. Pero tampoco ajena. Una voz que parecía construida con pedazos de todas las voces que había escuchado alguna vez.
—Elías... ya casi estás listo.
El cuerpo se le congeló. No podía moverse. El miedo era físico, tangible. Intentó hablar, pero la mandíbula le temblaba.
—¿Quién eres? —logró preguntar.
La voz no respondió.
Solo escuchó el sonido de algo arrastrándose. Como si un cuerpo se moviera lentamente por el pasillo.
Y luego, el sonido más simple.
El más devastador.
El clic de la cerradura de su cuarto, girando. Desde afuera.
La puerta se abrió unos centímetros.
Elías no pudo gritar.
Una figura estaba del otro lado. Alta, delgada, sin rostro visible, pero con los brazos demasiado largos y los dedos tan finos como cables. En la mano derecha sostenía una hoja más del mismo diario. La dejó caer al suelo y desapareció sin hacer ruido.
Elías tardó casi diez minutos en poder moverse.
Cuando por fin se atrevió a levantar la hoja, leyó:
"Día 43. Hoy me visitó. Dice que el hospital me construyó. Que todo esto es para que yo recuerde. Que la muerte no es el final si uno vive en los recuerdos de un edificio. Creo que empiezo a entenderlo. No soy Elías. Elías fue antes. Yo soy... lo que quedó de él."
Al día siguiente, fue directamente al puesto de salud.
—Necesito respuestas, Soledad.
—No estoy aquí para darte respuestas —respondió ella sin levantar la vista—. Estoy aquí para cuidar que no te rompas demasiado pronto.
—¿Qué soy? ¿Por qué hay registros míos de hace casi treinta años? ¿Qué significa que soy "reincidente"? ¿Qué es este ciclo?
—No deberías haber entrado al hospital. Eso acelera el proceso.
Elías se acercó.
—¿Qué proceso?
Soledad lo miró, por fin.
—¿Nunca te has preguntado por qué tú y solo tú llegaste a Velmont con una asignación médica sin haberla pedido? ¿Por qué no hay pacientes? ¿Por qué no puedes recordar con claridad tu infancia? ¿Por qué las cosas cambian de lugar? ¿Por qué ves cosas que no están, pero dejan huellas?
Elías se quedó mudo.
Soledad se acercó más.
—Estás recordando. Y eso te está matando.
Esa noche, volvió al hospital.
No por curiosidad.
No por valentía.
Por necesidad.
Llevaba consigo todas las páginas del diario, la carpeta y una linterna vieja. La puerta trasera seguía entreabierta, como si lo esperara.
Avanzó por los pasillos sin encontrar resistencia. Las luces parpadeaban a su ritmo. Algunas salas estaban vacías, otras llenas de papeles, camillas volteadas, muñecos anatómicos decapitados. En una habitación con una sola silla de ruedas, encontró lo que parecía ser un espejo, pero no reflejaba nada.
Era una superficie de vidrio negra, sin fondo.
Al acercarse, la superficie comenzó a vibrar ligeramente. Y, por primera vez, Elías escuchó algo más claro que nunca.
Su propia voz.
Desde el otro lado.
Diciéndole:
—Tienes que recordarlo todo. Solo así podrás salir.
Elías extendió la mano.
Y el espejo la aceptó como agua.
Lo último que sintió fue la sensación de caer hacia atrás…
aunque sus pies no se habían movido.
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