El tercer día sin Leonardo, la villa parecía menos hostil. La ausencia de su voz autoritaria, de sus pasos firmes recorriendo los pasillos, daba a la casa una calma extraña. A Pia no se le escapaba que esa tranquilidad era temporal, una pausa entre tormentas. Pero aun así, la estaba disfrutando.
Elena la dejaba más tiempo sola. Le llevaba comida a su habitación o la dejaba desayunar en la cocina sin vigilar cada movimiento. Los otros guardaespaldas —callados, duros— solo se limitaban a seguir órdenes. Pero Vittorio era distinto.
Durante esos días, Pia empezó a buscarlo con la mirada. Lo encontraba a veces en el jardín, revisando el auto de Leonardo, o en los pasillos, vigilando en silencio desde algún rincón. Siempre firme, siempre atento, pero con un gesto amable, como si no perteneciera del todo al mundo en el que trabajaba.
La primera vez que ella se acercó de forma deliberada fue en el patio trasero, una tarde en que el sol caía tibio sobre los árboles. Él estaba sentado en un banco de piedra, revisando algo en su teléfono. Pia llevaba una remera blanca y pantalones de lino claros, cabello suelto y el ceño levemente fruncido.
—¿Siempre estás solo? —preguntó, con tono neutro.
Vittorio alzó la vista, sorprendido por su presencia, pero no por su pregunta.
—No me quejo. Me gusta estar en paz.
—¿Y este lugar te da paz?
—Cuando él no está, sí —admitió, sin necesidad de decir el nombre.
Pia se sentó a su lado, dejando espacio entre ellos.
—¿No le tenés miedo?
—Le tengo respeto. Que es distinto —respondió él, sin mirarla.
Ella bajó la mirada hacia sus manos.
—Yo le tengo asco.
Vittorio no contestó. El silencio fue una forma de cuidado. A veces, no decir nada era mejor que intentar consolar lo inconsolable.
—Mi papá me entregó como si yo fuera un objeto —continuó ella, en voz baja—. Como si no valiera nada más que para salvarle el pellejo.
Vittorio giró lentamente el rostro hacia ella. No le ofreció palabras bonitas, ni frases hechas. Solo le dijo lo que realmente pensaba.
—Eso no estuvo bien.
Pia lo miró, sorprendida por la honestidad.
—¿Y trabajás para ellos igual?
—Trabajo para sobrevivir —dijo—. No todos venimos de familias con opciones. Yo tuve que elegir entre vivir con miedo en mi barrio… o aceptar esta vida.
Ella asintió. No era una excusa, pero al menos era una verdad.
—¿Te molesta que me acerque?
—No. Me extraña, pero no me molesta.
—Solo quiero hablar con alguien que no me mire como una amenaza. O una prisionera.
Vittorio se acomodó en el banco.
—Podés hablar conmigo, Pia. No voy a juzgarte.
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Los días siguientes se volvieron una rutina inesperadamente íntima. Pia se levantaba temprano y desayunaba en la cocina, a veces con Elena, pero más seguido sola. Después bajaba al jardín y, con disimulo, buscaba a Vittorio. Él estaba casi siempre cerca, cuidando desde lejos, pero cada vez más dispuesto a acercarse cuando ella lo llamaba.
Charlaban de todo. Al principio de cosas triviales: el clima, la comida, las noticias en la televisión. Luego pasaron a cosas más personales.
—¿Tenés familia? —le preguntó Pia una mañana.
—Una madre enferma y una hermana menor. Las mantengo yo.
—¿Saben a qué te dedicás?
—Mi hermana cree que soy chofer. Mi madre… sospecha, pero no pregunta.
Pia se quedó callada unos segundos.
—¿Y vos? —preguntó él—. ¿Alguna vez pensaste en escapar de este mundo?
Ella soltó una risa amarga.
—Siempre. De chica soñaba con irme a vivir a España. Estudiar arte. Hacer algo mío. Pero mi apellido es una cadena. Y ahora… ahora ni siquiera soy dueña de mis decisiones.
—Todavía sos vos —dijo él, con una firmeza suave—. Lo que hagan los demás no puede borrarte.
Esa frase la acompañó durante todo el día.
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El cuarto día, se desató una tormenta por la noche. Relámpagos cruzaban el cielo y los truenos hacían vibrar los ventanales. Elena se retiró temprano a su habitación, y los demás guardaespaldas patrullaban el perímetro de la casa.
Pia no podía dormir. Caminaba en silencio por el pasillo, descalza, con una manta sobre los hombros. Cuando giró hacia la sala principal, lo vio: Vittorio, en uno de los sillones, tomando café y mirando por la ventana. La luz tenue lo recortaba contra la oscuridad de afuera.
—¿No podés dormir? —preguntó él, notando su presencia.
—Odio las tormentas.
—Yo las encuentro tranquilas —dijo, con una media sonrisa—. Lo que viene después del caos… eso es lo que importa.
Ella se acercó sin dudarlo. Se sentó en el sillón frente al suyo, abrazando la manta.
—¿Y qué viene después del caos, Vittorio?
—Depende. A veces, más caos. Otras veces, paz. Todo depende de lo que uno elija hacer cuando el ruido se detiene.
Ella lo miró, como si viera algo por primera vez.
—Sos distinto —susurró.
—¿Distinto a qué?
—A los hombres que me rodearon toda mi vida. A mi padre. A Leonardo.
Vittorio bajó la vista.
—No soy mejor, Pia. Solo intento no olvidar quién soy.
Ella se estiró hacia la mesita y le robó un sorbo de café. Hacía frío, pero su cuerpo empezaba a calentarse con cada palabra compartida.
—¿Te puedo hacer una pregunta? —dijo ella, más seria.
—Claro.
—Si Leonardo volviera hoy y me golpeara otra vez… ¿vos harías algo?
Vittorio la miró largo rato. La tormenta seguía rugiendo, como una bestia lejana.
—Sí —dijo al fin—. Haría algo.
Pia sintió un nudo en la garganta. No por la promesa, sino por el hecho de que alguien finalmente dijera lo que nadie había dicho antes.
—Gracias —susurró.
Y en ese momento, en medio de la tormenta, Pia y Vittorio los dos compartieron algo que aún no sabían nombrar. No era amor, ni deseo. Era respeto. Era compañía. Era la primera grieta en el muro que los rodeaba.
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Nancy romero
Me encanta
2025-04-14
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