capítulo 3

A la mañana siguiente, la casa se movía con una rutina casi mecánica. Criados y empleados recorrían los pasillos en silencio, como si el aire estuviese cargado de algo que nadie se atrevía a nombrar. Solo el sonido de los pasos y el roce de las puertas al cerrarse rompían la quietud.

Leonardo bajó por las escaleras de mármol, impecablemente vestido, el móvil pegado a su oreja. La conversación era en voz baja, pero su tono serio lo delataba. Francesco lo esperaba en el salón, revisando unos documentos con gesto concentrado.

—¿Estás seguro de que es buena idea viajar ahora? —preguntó Francesco, sin levantar la vista.

Leonardo colgó y dejó el teléfono sobre la mesa de cristal.

—No podemos postergar la reunión con los franceses. Si cerramos ese trato, los Moretti van a quedar completamente fuera del negocio de Marsella.

Francesco asintió, aunque su mirada era escéptica.

—¿Y Pia? ¿Vas a dejarla acá?

—No va a intentar nada —respondió Leonardo con firmeza—. Aún está asimilando su situación.

Francesco lo miró, arqueando una ceja.

—¿Después de lo de anoche? Vos y tu temperamento… sabés que no es una mujer fácil.

Leonardo suspiró. Por un momento, su expresión se relajó, casi como si sintiera culpa. Pero no dijo nada al respecto. En lugar de eso, se dirigió hacia la cocina, donde la ama de llaves, Elena, supervisaba que el desayuno estuviera listo.

—Elena —la llamó con voz firme—. Llevále ropa nueva a Pia. Quiero que se vista como corresponde.

La mujer, de unos cincuenta años, de cabello recogido en un moño apretado y rostro severo, lo miró con una mezcla de respeto y cansancio.

—¿Alguna preferencia en particular?

—Que sea cómoda —respondió—. Pero que no parezca una mendiga. Y que no le falte nada mientras yo esté fuera. Te queda a cargo de ella. También Vittorio y los otros estarán atentos.

Elena asintió sin decir más. Sabía que no era su lugar cuestionar nada.

Minutos después, Leonardo y Francesco subían al auto. El motor rugió con suavidad y el vehículo se perdió en la calle que serpenteaba hasta la salida de la propiedad. La gran casa quedó en silencio. Y Pia, por primera vez desde su llegada, supo que estaba sola.

 

Cuando Elena entró en la habitación de Pia, la encontró sentada en la cama, con los brazos cruzados y una expresión que alternaba entre el aburrimiento y la furia contenida.

—Buenos días —dijo Elena, sin esperar respuesta—. El señor De Santi pidió que te trajera ropa nueva.

Dejó varias bolsas sobre una silla. Camisetas de algodón, jeans, vestidos sencillos, ropa interior, un par de zapatillas nuevas. Todo elegante, pero sin exagerar. Pia ni siquiera se molestó en acercarse.

—¿También te paga para hacer de carcelera? —preguntó, sin mirarla.

Elena no se inmutó.

—Me paga para que todo esté en orden.

—¿Orden? —Pia rió, seca—. Claro. Porque esto es muy normal. Una chica vendida como ganado, golpeada por un tipo que se cree Dios… y ahora, vigilada las 24 horas.

—No soy tu enemiga —dijo Elena, sin levantar la voz—. Solo cumplo con mi trabajo.

Pia la miró con los ojos llenos de rabia.

—Eso es lo peor de todo. Que todos acá actúan como si esto fuera lo correcto.

Elena se fue sin decir más. Pero antes de cerrar la puerta, dejó un último comentario:

—Podés odiarlo todo lo que quieras, Pia. Pero odiar no te va a devolver tu libertad. Lo que hagas con el tiempo que estás acá… eso sí es tu decisión.

 

El día se arrastraba como si cada minuto pesara el doble. Pia pasó buena parte de la mañana encerrada en la habitación, mirando sin interés la pila de ropa nueva que habían dejado para ella. Terminó eligiendo lo más sencillo: un pantalón deportivo gris y una remera blanca de algodón. No tenía ganas de impresionar a nadie. Ni de verse en el espejo.

Cuando el hambre se volvió más fuerte que el orgullo, bajó a la cocina. No esperaba encontrar compañía, pero al entrar, vio a uno de los guardaespaldas junto a la heladera. Era un tipo enorme, de expresión pétrea, que apenas le dedicó un gesto con la cabeza antes de seguir concentrado en su celular. No dijo palabra.

Mientras buscaba algo en la alacena, escuchó pasos y, segundos después, una voz más amable, menos tensa.

—Buenos días.

Se dio vuelta. Era otro de ellos, aunque no se parecía en nada al primero. Este tenía el cabello castaño oscuro, prolijo, la barba recortada con cuidado y una postura mucho más relajada. Llevaba una campera negra abierta sobre una remera gris, jeans oscuros y una pistola asomando en la cintura, como un recordatorio sutil de su rol. Pero lo que más le llamó la atención a Pia fueron sus ojos: tranquilos, atentos, como si estuviera acostumbrado a observar antes de actuar.

—¿Te molesta si me sirvo un café? —preguntó ella, sin rodeos, aunque sin brusquedad. Su tono todavía tenía filo.

—Por supuesto que no, señorita —respondió él, con una leve sonrisa—. La cocina es suya.

Pia frunció levemente el ceño ante el formalismo. No estaba acostumbrada a que le hablasen así.

—¿Y si te tirara la cafetera por la cabeza?

La pregunta fue directa, provocadora, pero con una chispa de ironía.

Él sostuvo su mirada, sin perder la calma.

—Intentaría esquivarla —respondió con serenidad—. Y luego informaría al señor De Santi… aunque, siendo sincero, quizá lo dejaría pasar.

Pia no esperaba eso. Lo estudió con más atención. Su tono era respetuoso, pero no servil. No había sarcasmo en sus palabras, ni esa rigidez que notaba en los otros hombres de la casa. Había algo más… una especie de humanidad que no encontraba en casi nadie allí dentro.

—¿Cómo te llamás?

—Vittorio —dijo, inclinando apenas la cabeza, en un gesto casi automático—. Soy el más joven de este equipo, para mi suerte o desgracia.

Ella se permitió una mueca que casi fue una sonrisa. El primer gesto amable del día.

—¿Y vos también pensás que todo esto es normal?

La pregunta lo tomó por sorpresa. Bajó la mirada durante un segundo, como si midiera sus palabras con cuidado.

—No, señorita —dijo al fin—. No creo que lo sea. Pero no todos tenemos el privilegio de elegir dónde estar.

—Yo tampoco elegí esto —respondió Pia, bajando la vista hacia la taza que sostenía entre las manos. Su voz sonó más baja, cargada de algo que ya no era enojo, sino una tristeza contenida.

—Lo sé —dijo él, sin levantar el tono—. Y lamento que esté pasando por esto.

Ella volvió a mirarlo. Era la primera vez, desde que había llegado a esa casa, que alguien le hablaba con respeto, sin miedo, sin superioridad. No sabía qué pensar de Vittorio todavía, pero algo en su presencia le ofrecía un pequeño respiro. Y aunque no confiaba en nadie, ese gesto —por mínimo que fuera— significaba más de lo que podía admitir.

El silencio se instaló entre ellos, pero no era incómodo. Era uno de esos silencios en los que las palabras sobran, en los que dos personas se reconocen como extraños con algo en común: el no encajar del todo.

Pia se sentó en una de las banquetas de la cocina y se sirvió el café. Vittorio permaneció cerca, pero sin invadir. Solo la observaba de reojo, como quien cuida sin que se note.

—¿Siempre fuiste guardaespaldas? —preguntó ella, más por curiosidad que por interés real.

—Desde los veinte. Me entrenaron para esto. Aunque, sinceramente, preferiría estar haciendo otra cosa.

—¿Como qué?

Vittorio sonrió, de forma genuina.

—Mecánica. Me encantan los autos.

Pia parpadeó. Esa fue la primera conversación normal que tuvo desde que había llegado. Y por primera vez, algo dentro suyo no dolía tanto.

Quizás la casa no era una prisión total. Quizás —solo quizás—, entre esas paredes, había alguien que aún conservaba un poco de alma.

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Comments

Nancy Parraga

Nancy Parraga

Tienes que adaptarse a la vida que le tocó aunque no le guste por qué si no las cosas con Leonardo serán muy mala y su padre es un maldito hdp

2025-04-18

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