Cerré la puerta con un golpe que hizo temblar las ventanas. Mamá bajó las escaleras que daban a la azotea, su santuario diario para regar sus queridas plantas.
—¡Pero bueno, Helen! ¿Ahora también vas a romper la puerta? ¿Qué mosca te picó? ¿Y Javi? ¿Se esfumó?
—Se tuvo que ir, mamá. Y no pasó nada, ¿okey? Fin del interrogatorio—sabía que solo quería estar al tanto del chisme para deleitarse o preocuparse. No es que le interese mi bienestar, sino más bien que la billetera de Javier no se aleje de su radar.
—Como quieras, no te obligo a contarme tus dramas. Ya me enteraré por mis fuentes. Pero luego no vengas lloriqueando por mi hombro pidiendo consejos—le regalé una sonrisa sarcástica.
—Voy a salir.
—¿A dónde vas? ¿Con quién planeas estar?
—Sola, mamá. Solita como la una—repetí—. Voy a casa de Lilly. Y ahórrate tus sermones, por favor—aclaré antes de que pudiera soltar su veneno habitual.
Para decirlo finamente, Lilly vivía en una zona "popular". O, en cristiano, en un maldito barrio de mala muerte donde los maleantes te quitaban hasta las ganas de vivir con una gomita de pelo.
Llegar allí era una odisea, pero cuando le agarrabas el truco y aprendías a socializar con los lugareños, descubrías que no todo era tan apocalíptico como lo pintaban. Incluso, algunos "amigos" de Lilly con tatuajes intimidantes me escoltaban desde la entrada hasta su casa para evitar "incidentes". Ahora ya no era necesario, era la "extranjera conocida".
La pasé de largo, directo a mi habitación.
—No me esperes para cenar. Hoy duermo allá. Pide delivery si te apetece. O dile a papá que te lleve a uno de esos restaurantes absurdamente caros que tanto te fascinan. Perdón si estoy un poco grosera, no es tu culpa que Javier sea... Javier—admití al final. Después de todo, ella no tenía la culpa de sus acciones. En su cabeza, él seguía siendo el príncipe azul perfecto. O quizás lo era, pero ahora mismo mis celos me tenían más ciega que un topo en una discoteca.
Reuní lo esencial en mi bolso de escape, ese que me ha acompañado desde que tengo memoria para cualquier eventualidad. Además, metí mi mochila de la universidad con los apuntes de las clases del día siguiente, no fuera a ser que la responsabilidad llamara a mi puerta.
Antes de salir, agarré las tartaletas prometidas a Lilly, su debilidad dulce. Justo cuando iba a abrir la puerta, papá apareció como por arte de magia.
—Hija, qué sorpresa. ¿A dónde vas con esa pinta de fugitiva?
—Voy a pasar la noche con Lilly.
—¿Se lo has dicho a...?
—Sí, mamá está al tanto. Te quiero mucho. Mañana hablamos.
—Cuídate mucho. Y ojo avizor, ¿eh?—Advirtió antes de cerrar la puerta con llave. Él era así, me daba mi espacio. Preguntaba lo justo y necesario. No era desinterés, era su personalidad.
Eran casi las seis de la tarde. Si la suerte estaba de mi lado, quizás la parada de autobús no estaría tan concurrida como de costumbre. Así la tortura de la espera sería más breve.
Durante el trayecto, mi mente no podía dejar de darle vueltas al asunto de Javier. Si algo se me daba bien, era sobre pensar hasta el más mínimo detalle. La vida sería mucho más sencilla si fuera un juego otome. Definitivamente, buscaría online las respuestas "correctas" para cada situación. Así no tendría que preocuparme por el "continuará".
Revisé mi teléfono un par de veces, sin encontrar ni rastro de Javier. Ni mensajes, ni llamadas perdidas. No entendía por qué era tan obediente en las cosas que no quería... eso solo alimentaba la idea de que le daba igual o, peor aún, que estaba tan bien acompañado que mi existencia se había desvanecido de su memoria.
Cuando finalmente llegué a la parada, fue una grata sorpresa encontrar menos gente de lo habitual esperando el transporte público.
Los asientos estaban ocupados por una pareja de ancianos y un niño con su perro.
Al otro lado de la calle, una tienda de ropa famosa por sus ofertas me guiñaba un ojo. Pero a través de sus vitrinas, veía el reflejo de una cancha recién pintadita a mi espalda. Un regalazo del gobierno para los chicos del barrio. Eso sí, aún le faltaban unos toques, como rejas y un techito para que la tribuna no fuera una piscina o un horno, según el clima.
Se oían los gritos de un par de chicos y el "ñiqui-ñiqui" de sus zapatillas. Estaban jugando baloncesto
Desde pequeña me encantaba ese deporte, pero mi madre, con su sabiduría maternal, dictaminó que era demasiado rudo para esta delicada flor. Así que, tuve que conformarme con bailar.
Aguanté hasta los quince, pero mi expediente académico empezó a pedir ayuda, así que tuve que despedirme de las piruetas.
Por millonésima vez, saqué mi móvil del bolsillo. Ya sabía la respuesta, pero la esperanza es lo último que se pierde. Javier seguía en modo fantasma.
Solté un suspiro que casi levanta una hoja seca. Estaba tan metida en mi mundo que no vi venir el misil de cuero. ¡PUM! Un balón de baloncesto, lanzado por jugador estrella, decidió que mi cabeza era un buen objetivo. Perdí el equilibrio al instante y mi móvil voló a la carretera, mientras que mi caja de tartaletas hizo una excursión por el suelo.
Una voz masculina me sacó del shock. Giré la cabeza, algo aturdida, y vi a un chico corriendo hacia mí. Sudaba como si acabara de correr un maratón y su pelo largo estaba domado por una cintilla.
—¡Eh, disculpa! ¡Qué puntería la mía! ¿Te golpeó muy fuerte?—preguntó una voz masculina.
—Mmm... un poco... ¿Mi teléfono?... ¡Oh, no!—exclamé, lanzándome en plancha a la calle para rescatar mi preciado móvil. Justo entonces, una moto apareció rugiendo como un león con dolor de muelas. Un miedo frío me recorrió la espalda, ¡no podía moverme!
—¡Quítate de ahí!—oí gritar. Pero mi cuerpo estaba en modo "pausa".
De repente, una mano grande y fuerte me agarró del brazo y me arrastró de vuelta a la acera. Por la sorpresa, caí de espaldas, llevándome conmigo a mi salvador. Mi vista se clavó en un pie enorme, talla "aquí cabe medio vecindario", ¡justo encima de mi caja de tartaletas! La moto pasó a toda velocidad, levantando una ola de agua sucia que decoró mis pantalones y mi camiseta con manchas barrocas. La gente que pasaba se quedó mirando el espectáculo como si fuera el estreno de una película.
—¿Qué te pasa? ¡Casi te atropellan! ¿Estás loca o qué?—me regañó el chico deportista, con cara de pocos amigos. Yo no contesté. Tenía una mezcla de vergüenza y rabia que me hacía hervir la sangre. Pensé que el día no podía empeorar... pero...las lágrimas empezaron a brotar sin permiso.
—¡Pues claro que no estoy bien! ¡Todo esto es culpa de tu balón asesino! ¿Sabes cuánto cuesta este condenado teléfono? ¡Mi madre me mata si lo pisa una moto! ¡Y quita tu pie de mis pobres tartaletas! ¡Tengo que hacer rescate de lo que quede!—le espeté, dándole unos golpecitos nada cariñosos en su pie gigante.
El chico se quedó mudo, con una expresión que mezclaba sorpresa y un ligero terror. Era comprensible. Si él hubiera sido yo, seguramente habría pensado que me faltaba un tornillo... con todo el cariño del mundo a quien le falte alguno, ¡pero este era un espectáculo de más alto nivel en toda mi vida!
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