Cerré la puerta de golpe por el enojo que tenía acumulado desde hacía días. Mi madre bajó las escaleras que conducían a la platabanda de la casa, donde ella iba a diario a regar y cuidar sus plantas.
—Pero bueno, muchachita, ¿planeas dañar la puerta también? ¿Cuál es el alboroto? ¿Dónde está Javi?
—Ha tenido que irse, mamá. Y no ha pasado nada. Así que, no más preguntas—sabía que solo buscaba saber el chisme de toda esta situación. No es que ella esté preocupada por mi, si no más bien, por que el dinero que Javier pueda ofrecerme no se escape de sus manos.
—Bien, no necesitas contarme si no quieres. Ya me enteraré. Pero luego no vengas a mi pidiendo ayuda o consejo—sonreí con indignación.
—Voy a salir.
—¿A dónde? ¿Con quién?
—Sola, mamá. Sola—repetí—Iré a la casa de Lilly. Y no quiero opiniones al respecto—aclaré antes de que pudiera decir alguna palabra.
Para que suene bonito, Lilly residía en una zona popular. O dicho de otra forma, más "coloquial", vivía en un maldito barrio de mala muerte en donde los delincuentes mataban hasta con ligas para el cabello. Es toda una aventura llegar hasta allá, pero cuando aprendes a manejar la situación y a convivir con las personas que habitan en lugares así, descubres que no todo es tan malo como lo pintan. Incluso, algunos delincuentes amigos de Lilly, me escoltaban desde la entrada del barrio hasta su casa para que nadie intentara hacerme daño. Ahora no es necesario. Todos me conocen.
Le pasé por un lado, para dirigirme hacia mi habitación.
—No me esperes para la cena. Esta noche dormiré allá. Puedes pedir comida a domicilio si gustas. O si no, dile a papá que te lleve a alguno de esos restaurantes absurdamente caros que tanto te gustan. Lamento si estoy siendo un poco grosera contigo, es solo que no estoy de ánimos—admití finalmente. Después de todo, ella no tenía la culpa de que Javier hiciera lo que hiciera. En su mente, él sigue siendo el hombre ejemplar y perfecto. O quizás así lo sea, pero ahora mismo soy yo quien está cegada por los celos.
Recogí lo necesario y lo guardé en un bolso, que desde que tengo uso de razón ha estado destinado para viajar a cualquier parte. Adicional, llevé conmigo el bolso de la universidad con las libretas de las materias que tocarían al día siguiente.
Antes de salir, tomé las tartaletas que le prometí a mi amiga y justo cuando iba a abrir la puerta, mi padre llegó.
—Hija, que sorpresa. ¿A dónde irás?
—Voy a pasar la noche con Lilly.
—Le has dicho a...
—Sí, mamá lo sabe. Te quiero mucho. Hablamos mañana.
—Cuídate. No te confíes de quien sea—Advirtió para luego cerrar y pasar seguro. Él me daba mi espacio. Solo preguntaba lo justo y necesario. No es que sea frío y desinteresado, es su personalidad.
Eran cerca de las seis de la tarde. Si tenía suerte, quizás al llegar a la parada de bus no habría tanta gente como de costumbre. Así no esperaría tanto.
Durante el camino, no pude evitar pensar en Javier. Si algo me caracterizaba, es el hecho de sobrepensar cada pequeña cosa. La vida sería más fácil si fuera una especie de juego Otome. Definitivamente buscaría en Internet las respuestas más correctas para cada tipo de situación. De ese modo, no tendría que preocuparme por lo que pasará después.
Revisé mi teléfono un par de veces, y no encontré mensajes ni llamadas perdidas de su parte. No entiendo por qué él es obediente en las cosas que no quiero...eso me hace pensar que no le importo o peor, que está en tan buena compañía que ni se acuerda de mí.
Cuando finalmente llegue a la parada de bus, fue una gran sorpresa no haber encontrado a tantas personas esperando el transporte.
Los asientos estaban siendo ocupados por una pareja de ancianos y un niño con su perro. No tuve otro remedio que aguardar de pie.
Al otro lado de la calle, había una tienda de ropa muy reconocía en la ciudad por sus buenas ofertas. A través de la vitrina, lograba ver el reflejo de lo que sucedía a mi espaldas: había una cancha muy bonita y recién pintada. Fue un regalo que le hizo el Estado a los chicos de esa comunidad. Aunque aun faltaban algunos detalles, como por ejemplo, las rejas y el techo que protegiera a la tribuna de la lluvia y el intenso sol.
Podía escuchar los gritos de un par de muchachos y el rechinar de sus zapatos. Estaban jugando basquetbol.
Desde la primaria siempre sentí interés por ese deporte, pero mi madre dijo que era una actividad violenta para una chica como yo. A cambio, me inscribió en una academia de baile. Decidí abandonarlo a los quince años ya que comprometía mucho mis estudios.
Por enésima vez, saqué mi móvil del bolsillo del jean para corroborar lo que ya sabía: Javier no daba señales.
Suspiré pesadamente. Estaba tan inmersa en mis pensamientos que no me di cuenta en qué momento un veloz y sicario balón de baloncesto golpeó con todas sus fuerzas mi cabeza. El impacto provocó que perdiera el equilibrio, haciendo que mi celular cayera a la vía por donde circulaban los carros y la caja de tartaletas a un lado mio.
La voz de un chico llamó mi atención. Giré mi rostro y lo encontré corriendo hacia mi. Tenía el rostro empapado de sudor y su cabello estaba recogido con un cintillo. Estaba un tanto largo.
—Eh, mala mia. Lo siento mucho. ¿Te ha golpeado muy duro?—preguntó
—Hmm, un poco...¿en dónde está?...¡Ay, no!—exclamé y me tiré hacia la calle para recoger mi teléfono. Una moto venía a toda velocidad y un extraño miedo recorrió toda mi espina dorsal, impidiendo moverme a tiempo.
—¡Apártate!—escuché decirle. Pero mi cuerpo no reaccionaba.
Una gran y pesada mano me tomó por el antebrazo y me jaló hasta la acera. Por inercia me dejé caer hacia atrás, obligando a la persona a retroceder. Mi cara estaba agachada, podía ver ese pie, probablemente de talla 44, sobre la caja de tartaletas. La moto pronto pasó, levantando un montón de agua sucia qué había en el suelo y manchando parte de mis pantalones y mi camisa. La gente que pasaba por allí se detenía por un breve momento a ver lo que me ocurría.
—¿Qué te pasa? ¿Estas loca? ¡Ese tipo pudo haberte atropellado!—me regañó aquel chico que vestía ropa deportiva. No respondí. Tenía tanta vergüenza, tanto enojo. Sentía que ese día no podía ser peor. Sin darme cuenta las lágrimas comenzaron a brotar.
—Esto es tu culpa por tirarme ese asqueroso balón desinflado hacia mi jodida cabeza. Y todo porque ese horrible teléfono costó carísimo y mi madre me va a matar si dejo que lo pisé una anticuada moto. ¡Y quita tu pie de las tartaletas! Tengo que rescatar lo que pueda—reclamé golpeando su pie repetidas veces. Él no sabía que decir ni como reaccionar. Era normal. Si fuera yo habría pensado que estoy tratando con una disminuida mental. Con todo el respeto que se merecen, claro, porque ni ellas hacen semejante show.
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