Misión Cumplida

Al final de la semana, Sofía estaba exhausta pero más decidida que nunca. Mientras caminaban juntos por la calle, Martín rompió el silencio:

—Admito que eres valiente. Yo habría renunciado después de la primera cita.

—Pues gracias, pero esto no es valentía. Es trabajo… aunque nunca imaginé que terminaría sudando en un gimnasio o escuchando poemas sobre flores muertas.

—A mí me parece que la verdadera investigación empieza ahora. —La forma en que Martín la miró, con una mezcla de desafío y algo más profundo, hizo que Sofía se detuviera un momento.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo sugieres que siga?

Él sonrió, inclinándose ligeramente hacia ella.

—Tal vez deberías probar con alguien menos… teórico.

El calor que subió por las mejillas de Sofía no tenía nada que ver con el clima. Y Martín, como siempre, lo notó.

Martín y Sofía decidieron tomarse un descanso en un café de San Telmo. Era un rincón acogedor, con paredes de ladrillo y una luz cálida que envolvía el lugar como una caricia.

Sofía estaba repasando sus notas mientras Martín la observaba en silencio. De vez en cuando, ella levantaba la vista y lo encontraba mirándola, pero él desviaba la mirada, como si fuera casualidad.

—¿Qué? —preguntó finalmente, con una mezcla de cansancio y curiosidad.

—Nada. Es solo que tienes... algo aquí. —Martín señaló su mejilla.

Sofía frunció el ceño y llevó una mano al rostro.

—¿Dónde?

—Aquí. —Él se inclinó, pasando un dedo con delicadeza por el borde de su mandíbula. La piel de Sofía se erizó al instante, y el aire entre ambos pareció espesarse.

—Gracias... —murmuró, su voz más baja de lo normal.

Martín no dijo nada. Solo la miró por un segundo más de lo necesario antes de volver a su taza de café. Y Sofía, por primera vez en días, se quedó sin palabras.

El aire en San Telmo tenía ese aroma inconfundible a antigüedad, mezcla de piedras mojadas, cafés tostándose y el leve perfume de jazmines que alguien había dejado olvidados en un balcón. Las calles adoquinadas parecían susurrar historias de tiempos pasados, pero en ese momento, todo lo que Sofía podía escuchar era el suave clic-clac de sus botas y el eco de sus pensamientos.

Martín caminaba junto a ella, su silueta bañada por la cálida luz dorada del atardecer que lo hacía parecer casi irreal. Su cercanía era constante pero contenida, como si hubiera un cálculo deliberado detrás de cada paso, cada roce de su brazo contra el de ella. Sofía intentó ignorarlo, pero no pudo evitar notar cómo su presencia parecía llenar el espacio a su alrededor, haciéndolo imposible de ignorar.

Finalmente, fue ella quien rompió el silencio.

—¿Sabes? —dijo, con una media sonrisa—. No estoy segura de qué hemos aprendido esta semana, pero al menos ahora sé qué tipo de hombres evitar.

Martín soltó una breve carcajada, ese sonido bajo y vibrante que siempre parecía resonar más en su pecho que en su garganta.

—¿Y qué pasa con los hombres que no encajan en ninguna categoría? —preguntó, su voz cargada con ese tono casual que siempre lograba enmascarar una intención más profunda.

Sofía giró la cabeza hacia él, arqueando una ceja mientras intentaba leer la expresión en su rostro.

—¿Eso es una pregunta o una confesión?

Martín mantuvo su mirada, pero en lugar de responder, dejó que una sonrisa misteriosa curvara sus labios. No era una sonrisa amplia ni evidente, sino una de esas que apenas asoman, suficiente para encender la curiosidad pero nunca para apagarla del todo. Era, pensó Sofía, la sonrisa de alguien que sabía exactamente lo que estaba haciendo.

Él siguió caminando, con las manos en los bolsillos, pero mientras lo hacía, su mano rozó la de ella nuevamente. Esta vez, no fue casualidad. Sofía lo supo porque el roce fue más lento, deliberado, como si estuviera probando los límites de lo que podía permitirse. Y aunque todo en ella quería apartarse, marcar una distancia segura, su mano permaneció allí, quieta, como si hubiera encontrado algo en ese momento que no estaba lista para soltar.

El silencio que se instaló entre ellos no era incómodo, pero tampoco sencillo. Era un silencio lleno de palabras no dichas, de preguntas que ninguno de los dos parecía estar listo para formular. Sofía miró hacia el cielo, donde los tonos naranjas y rosados del atardecer comenzaban a difuminarse, y se permitió un pensamiento que la tomó por sorpresa: Tal vez los hombres fuera de categoría no son tan malos después de todo.

Martín, como si pudiera leerle la mente, giró la cabeza hacia ella con esa mirada que siempre parecía estar un paso adelante.

—¿En qué piensas?

—En que... —Sofía hizo una pausa, sopesando sus palabras con cuidado—. Quizás las categorías son sobrevaloradas.

Él sonrió de nuevo, esta vez dejando que el gesto alcanzara sus ojos.

—Tal vez. O tal vez algunos hombres simplemente prefieren crear sus propias reglas.

Sofía no respondió. En cambio, dejó que sus pasos los llevaran más lejos por las calles de San Telmo, donde la luz se desvanecía y las primeras estrellas comenzaban a asomarse. No sabía hacia dónde los conduciría ese camino, pero por primera vez en mucho tiempo, no sentía la necesidad de saberlo.

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