Citas Modernas

La respuesta arrancó una suave risa desde la mesa al fondo. Martín Alcázar, sentado estratégicamente con su tablet como fachada, levantó la vista justo a tiempo para captar el momento. Sus ojos brillaban de pura diversión mientras escondía la sonrisa tras su taza de café.

Sofía cruzó miradas con él. Su expresión de desesperación hablaba por sí sola: ¡Sácame de aquí! Martín, en respuesta, alzó su taza en un gesto de brindis burlón, como si celebrara su sufrimiento.

—Lo mejor es que, después de días solo comiendo luz solar, sientes cómo tu cuerpo se purifica completamente —continuó Julio, ajeno a todo.

—Luz solar... —repitió Sofía, pestañeando. El concepto era tan absurdo que por un momento pensó que había escuchado mal.

—Así es. La energía del sol es todo lo que el cuerpo necesita. He renunciado a los alimentos procesados. Es parte de mi filosofía.

Ella intentó mantener la compostura, pero la idea de un hombre alimentándose de fotosíntesis era demasiado.

—Discúlpame un momento —dijo, levantándose de la mesa antes de estallar en carcajadas.

Se dirigió hacia la barra, donde Martín la esperaba con una sonrisa que ya no intentaba ocultar.

—¿Vas a sobrevivir o debo llamar a una ambulancia? —preguntó, con una voz tan grave y burlona que Sofía sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

—Espero que estés disfrutando esto. Porque yo no —espetó, apoyándose en el borde del mostrador.

Martín se inclinó hacia ella, reduciendo la distancia entre ambos. Su tono bajó lo suficiente para que la conversación se volviera privada, íntima.

—Oh, créeme, lo estoy disfrutando mucho. —Sus ojos la recorrieron, llenos de una mezcla de diversión y algo más oscuro, casi seductor—. Aunque si quieres mi consejo, la próxima vez evita a los tipos que se alimentan de fotosíntesis.

Sofía no pudo evitar reír.

—Anotado, gran gurú de las citas. Aunque, para ser honesta, creo que estoy más preocupada por no morir de aburrimiento.

Martín dejó su taza sobre el mostrador y se inclinó aún más cerca, tanto que Sofía pudo captar el leve aroma a café y a su colonia especiada.

—Si alguna vez necesitas… entretenerte, puedes pedírmelo directamente. —El doble sentido en sus palabras hizo que Sofía se quedara sin aliento por un segundo.

Ella lo miró, intentando disimular el rubor que subía por sus mejillas.

—¿Eso fue una oferta?

—Eso fue un consejo —respondió, con esa sonrisa suya que siempre parecía esconder un millón de secretos.

Sofía tragó saliva y decidió que era hora de regresar a la mesa antes de que esta conversación se saliera aún más de control. Mientras caminaba de vuelta hacia Julio y su discurso interminable, no pudo evitar lanzar una última mirada a Martín. Él ya estaba de vuelta en su mesa, observándola con la misma intensidad. Y aunque el café bohemio seguía siendo pretencioso, de pronto el ambiente le pareció peligrosamente… excitante.

La librería-café en Recoleta tenía todo el encanto que Sofía había imaginado: estanterías de madera que alcanzaban el techo, el aroma a café recién molido mezclado con el inconfundible olor a papel viejo, y una luz tenue que caía desde lámparas colgantes como si invitara a secretos y confesiones. Todo era perfecto… hasta que Ramiro apareció.

Llegó con quince minutos de retraso, envuelto en una bufanda que parecía más apropiada para un invierno ruso que para la cálida tarde porteña. Su sombrero de ala ancha inclinada añadía un aire de bohemio exagerado, como si se hubiese escapado de una película de bajo presupuesto sobre poetas malditos.

—Lamento la demora, pero el tráfico es tan vulgar, ¿no crees? —dijo mientras se dejaba caer en la silla frente a Sofía con un dramatismo digno de un escenario. Depositó sobre la mesa un libro de aspecto raído, titulado Susurros del Alma Agónica.

Sofía parpadeó.

—Bueno, el tráfico porteño es un arte por sí mismo. Difícil de entender, imposible de evitar —respondió, esforzándose por no arquear una ceja.

Ramiro la miró entonces como si acabara de recitarle una verdad universal.

—Eres una mujer de metáforas. Me gusta.

Ella forzó una sonrisa, sintiendo cómo su paciencia comenzaba a deshilacharse. En una mesa cercana, Martín, impecablemente vestido y con su tablet estratégicamente colocada frente a él, fingía trabajar. Pero Sofía no necesitaba mirarlo para saber que estaba atento, disfrutando de cada segundo de su sufrimiento.

La conversación pronto se convirtió en un monólogo interminable sobre las desventuras poéticas de Ramiro. Con un ademán teatral, abrió su libro y comenzó a recitar:

—"El pétalo que cae no muere, simplemente se rinde al vacío existencial de la flor marchita…"

Varios clientes giraron la cabeza con fastidio, incluido Martín, aunque este último solo para ocultar su sonrisa tras la taza de café. Sofía sintió cómo el rubor le subía a las mejillas.

—Es… profundo —murmuró, tragándose las ganas de echarse a reír cuando captó a Martín ahogando una carcajada.

Ramiro no se detuvo.

—Este poema me define —dijo, inclinándose hacia ella con una intensidad que bordeaba lo incómodo—. Es la historia de cómo me liberé de los deseos terrenales.

Sofía se aclaró la garganta, deseando poder desaparecer bajo la mesa.

—¿Deseos terrenales? —preguntó, dudando si quería saber más.

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