Narra mariana
La mañana empezó más gris que de costumbre.
Un cielo cubierto de nubes anunciaba lluvia, y el aire dentro de la oficina tenía un peso distinto.
Mariana llegó puntual, como siempre. Sin embargo, apenas se sentó frente a su computadora, notó que algo andaba mal.
El sistema interno no cargaba los archivos de la reunión más importante del día: una presentación con inversionistas extranjeros, en la que Keynel debía exponer los avances del nuevo proyecto.
Intentó mantener la calma.
Había revisado todo la noche anterior. Los informes estaban en orden, los gráficos actualizados.
Pero ahora, el documento principal aparecía vacío.
Cerró y abrió el archivo tres veces. Nada.
Un leve temblor le recorrió las manos.
—No puede ser —susurró, repasando cada paso mentalmente.
A las ocho y media, escuchó los pasos de él acercarse.
Firmes. Decididos.
—¿Listo el material de la reunión? —preguntó, entrando sin golpear.
—Sí, pero… —Ella vaciló, sabiendo que lo que venía no le gustaría—. Hay un problema con el archivo. No sé por qué, pero desapareció la información principal. Estoy tratando de recuperarla.
El silencio que siguió fue cortante.
Keynel se detuvo frente a ella, con esa mirada que podía hacer que cualquiera se sintiera desnudo ante su juicio.
—¿Desapareció? —repitió, despacio.
—Sí. Pero tengo una copia de respaldo en el servidor. Solo necesito unos minutos.
Él revisó el reloj.
—Tenemos veinte minutos antes de que empiece la reunión. —Su voz sonaba controlada, pero bajo esa calma había fuego.
Mariana tecleó con rapidez, buscando el respaldo.
Él se inclinó sobre su hombro, observando la pantalla. El calor de su cuerpo detrás de ella era casi tangible, y su respiración rozó su cuello sin querer.
A pesar de la tensión, su piel se erizó.
—No te pongas nerviosa —dijo él, sin apartar la vista de la pantalla.
—No lo estoy. —Mentía. Lo estaba, y no solo por el error.
La cercanía era abrumadora.
Podía sentir su perfume, el roce leve de su brazo contra el suyo, la energía que desprendía.
Y aun así, sus dedos no dejaban de moverse sobre el teclado, decididos a no fallar.
—Listo —dijo finalmente, respirando aliviada—. Recuperé el archivo.
Él observó la pantalla y asintió.
—Bien. Pero quiero que verifiques todo antes de enviarlo. No tolero errores, Mariana.
—Lo sé. Y no volverá a pasar.
—Más te vale.
Su tono fue seco, pero al girarse para irse, se detuvo un segundo.
—Aunque debo admitir que me gusta ver cómo reaccionas bajo presión. —Esa frase, dicha en un susurro apenas audible, la dejó sin aliento.
Cuando él salió, Mariana apoyó las manos sobre el escritorio.
Su cuerpo temblaba. No solo por el susto, sino por la mezcla explosiva de miedo y deseo que ese hombre le provocaba.
Había algo en su manera de corregirla que no era solo autoridad: era provocación.
Una forma de empujarla al límite, de comprobar si resistía.
Horas después, la reunión terminó sin contratiempos.
El informe fue un éxito, y los inversionistas quedaron satisfechos.
Mariana lo supo porque lo escuchó reír al otro lado del vidrio, algo poco común en él.
Pero cuando la jornada parecía calmarse, recibió un mensaje en el chat interno:
“Mi oficina. Ahora.”
Sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
Tomó su libreta y entró.
Él estaba de pie, sin saco, las mangas arremangadas. Sobre el escritorio, los informes del día.
—Cierra la puerta.
Lo hizo.
El clic del cerrojo sonó demasiado fuerte en el silencio que siguió.
—¿Sabes qué me molesta más que un error? —preguntó, mirándola fijamente.
—¿Qué?
—La falta de comunicación. Si algo falla, quiero saberlo antes de que sea tarde. No después.
—Lo sé. Y lo haré. —Su voz era suave, sincera.
Él se acercó lentamente, bordeando el escritorio.
—¿Sabes por qué te contraté, Mariana? —preguntó, con un tono distinto. No de jefe. De hombre.
—Porque necesitaba una secretaria.
—No. Porque, de todas las candidatas, fuiste la única que no bajó la mirada cuando te la sostuve.
Ella contuvo el aire.
Él siguió avanzando, despacio, hasta quedar frente a ella.
—No me gusta la gente que se asusta de mí. Pero tampoco me gusta la gente que me desafía sin saber hasta dónde puedo llegar.
Mariana no retrocedió.
—Entonces tendrá que acostumbrarse, Keynel. Porque no pienso mirar al piso cada vez que me hable.
Esa frase cambió el ambiente.
La tensión se volvió más densa, casi tangible.
Él la observó durante un largo instante. Luego sonrió.
—Tienes agallas. Eso puede ser un problema… o una ventaja.
—Depende de usted —susurró.
Hubo un silencio. Largo. Peligroso.
Si alguien los hubiera visto en ese momento, habría creído que estaban a un paso de cruzar una línea invisible.
Pero él fue quien se apartó primero.
—Vuelve a tu puesto —ordenó, con la voz más baja de lo normal—. Y no olvides que aquí, el control siempre lo tengo yo.
Ella asintió, sin apartar la mirada.
—Por ahora —respondió, antes de girarse y salir.
Cuando la puerta se cerró detrás de ella, Keynel apoyó las manos en el escritorio.
No entendía cómo esa mujer lograba ponerlo tan al límite sin siquiera tocarlo.
Tenía el control de todo en su vida. De todos.
Pero con ella… el control empezaba a resquebrajarse.
Y aunque no lo admitiría en voz alta, una parte de él disfrutaba peligrosamente de esa sensación.
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Comments
Mireia Mestre Escoda
muy bien y si no le gusta que le dé vuelta a la hoja 🌿😤😠😡😈👿
2025-03-16
0
Nomi Ukara
ella es de las mías 💕
2025-02-11
1
Carmen A.L
Mariana despertando !!👏👏
2025-02-12
0