Capítulo 6

Alberto.

Desperté. La luz del sol aún permanecía ahogada por el peso de las nubes obscuras. Hacía frío, noté que mi ropa era la misma que ayer y que la lámpara que reposaba sobre la mesa de noche todavía permanecía encendida.

¿Qué hora era?

El reloj despertador me hizo una mueca burlona, eran las diez en punto. Mi cita aguardaba impaciente y aún no estaba preparado. De la manera más rápida que pude, saqué un poco de ropa de la maleta y me encerré en el baño.

El agua de los hoteles siempre es tibia, ideal para el ambiente invernal. Mientras las gotas de agua escurrían por mi cuerpo desnudo, las cicatrices de mi magullado muslo revivían como una grabación cada uno de los eventos de mi pasado. Llegó un momento en que no pude distinguir las gotas abrasadoras que caían de la regadera, con las gotas salinas que escurrían de mis ojos. Permanecí indefenso, debajo del potente gotear de la ducha, deseaba morir, no moverme nunca más de aquel lugar. Nuevamente escuché su maullido.

Al salir del hotel, percibí que de manera similar a la terminal, los dálmatas de cuadros negros y carrocería amarilla se apilaban sobre la entrada principal del lugar. Hice una seña con mi mano, cuatro segundos después, un hombre corpulento y de cabello cano me indicó que subiera al automóvil.

—Buenos días, joven, ¿a dónde lo llevo? —me preguntó el sujeto mientras me colocaba el cinturón de seguridad.

El taxi lucía más limpio que el anterior. Una cruz zigzagueante colgaba del retrovisor. En el centro de todo, y casi debajo de las ventilas, había una caja con una radio. La pantalla del dispositivo mostraba una serie de canales y un controlador de volumen.

—Lléveme a Álamos.

El taxista hizo una mueca mordaz.

—¿Ya a chambear, joven?

El olor a vainilla comenzaba a volverse insoportable. El tablero del coche estaba forrado con un mantel bordado de manchas negras y blancas. No había un reproductor de música ni tampoco aire acondicionado.

El señor de cabellos grises sonrió. Acto seguido y con cierta destreza, el sujeto cogió el radio de la caja negra del centro y con un dedo presionó firmemente el botón del mando. Se oyó un sonido estático.

—Erre cuarenta y cuatro base cero —habló el taxista.

De inmediato una voz femenina atendió.

—Cuarenta y cuatro base cero.

El sujeto me miró de reojo.

—Once de la treinta y cuatro a Álamos.

Hubo un minuto de silencio. Finalmente la operadora de voz chillona respondió.

—Cero cincuenta y cinco. Cinco y cinco.

—Cero ocho —respondió el taxista.

Durante el camino lo único que se escuchaba era el palpitar hirviente del motor. Afuera, la avenida principal parecía reventar, miles de coches se aglutinaban nauseabundos.

—Otro día en este pinche tráfico —exclamó el taxista—. Tiene suerte de haberme encontrado, a estas horas ningún taxista se arriesga a atravesar la avenida principal. El tráfico enferma, ¿sabe?, es un mal terrible. A veces preferimos perder unos cuantos pesos que morir en ese infierno. Con decirle que apenas y nos queda pa' la gasolina. Aquí no se hace negocio, joven. Por eso nunca hay que dejar de estudiar.

El taxista me miró con el rabillo del ojo. Permanecí callado pretendiendo ignorar la presencia de aquel sujeto seboso y torpe. Afuera, los árboles de Álamos empezaban a alinearse magníficos al centro del circuito. Todo parecía el mismo lugar, pero ya nada era igual.

Algunos comercios nuevos se erguían alrededor del parque principal, aquel parque en dónde alguna vez disfruté del deleite de un viejo amor. Los coches, la gente andando en las banquetas, los camiones asquerosos y los escaparates de las tiendas. Todo se veía igual, incluso el restaurante «Cosi Fan Tutte» a donde solía ir con mis amigos del colegio. Los recuerdos surgían como un mosaico repleto de alusiones y momentos perdidos. Todo era tan irónico y contradictorio como mi presencia en aquel lugar

—¿Baja aquí? —me preguntó el taxista.

Hice un movimiento brusco con la cabeza.

Las tiendas de ropa no habían cambiado, tampoco la famosa panadería de la esquina en donde mi madre solía comprar todo los fines de semana. Quizás había algunas cafeterías nuevas, no lo sabía con exactitud, todo era tan diferente y sin embargo tan parecido al pasado. El pavimento olía a reminiscencias, a perfume de mujer, a café mezclado con tabaco y chocolate de mesa. A lo lejos, el parque del primer amor se regocijaba de orgullo. Allá en donde dos amantes alguna vez se besaron fulgentes, pero dentro de mí lo sabía, no era el mismo lugar, sólo era un parque, un vil parque igual al de cualquier otra ciudad.

En mi cabeza resonaban los golpes, su maullido estrepitoso, su llanto doloroso. Miles de imágenes que me provocaban asco e ira. El olor a veneno en su hocico, sus patas manchadas de sangre y sus ojos morados e hinchados.

Absorto en los recuerdos, finalmente llegué a mi destino. Había edificios de diferentes formas y tamaños, casas viejas y remodeladas que operaban como oficinas. Podía olerlo. En algún lugar estaría el cabrón, sentado en alguna cafetería, analizando una pregunta, pensando sobre lo más absurdo, formulando cientos de hipótesis y buscando miles de formas para poder expresar la verdad, el hecho, la trágica realidad del ser. Allí estaría Salvador con su cabeza afeitada y sus ojos grises.

En alguna casa remodelada, probablemente habría algunas secretarias con sonrisas estúpidas preparando café. Hombres con corbatas rojas jugueteando con el culo de alguna oficinista sin escrúpulos. Cuatro empresas compartiendo un mismo edificio en un lugar de jauría, de animales en celo desempeñando un papel en una obra de teatro llamada vida laboral. En el piso de abajo, habría una cafetería sin lugar de estacionamiento y un valet parking que no servía absolutamente de nada.

El recibimiento pintó como lo esperaba, emocionante y nostálgico. La calva de Goretti lucía brillante y pulcra debajo de las luces incandescentes de la cafetería.

—Alberto Legaspi —dijo Salvador con una sonrisa en el rostro—. La última vez que te vi fue en la Ciudad de México, hace cinco años. ¿Cómo está tu gato? ¿Has cuidado bien de tu guardián?

Debajo de la mesa una bola de pelos se estremeció.

—¿Lo llevas con pechera? —comenté mientras me sentaba en la silla que estaba enfrente de la de Goretti.

Salvador me miró con sus ojos penetrantes.

—¡Pues claro que lo llevo con pechera!, su nombre es Guantes, y no es que no pueda andar solo; por supuesto que puede, pero los humanos sospecharían, o verían muy raro a un gato muy bien portado y que me sigue a todos lados como si fuera un lazarillo.

El gato negro que estaba debajo de la mesa se acercó a mí y me miró fijamente.

—Tu guardián ha muerto. —dijo el gato con una voz masculina, pero sin abrir el hocico.

Goretti abrió mucho los ojos y puso las manos en la mesa.

—Muee... mueee... ¿Muerto? —dijo Goretti muy confundido—. ¡Por los Doce, Kiu! ¡Quiero una explicación ahora!

No quería hablar de ello en ese momento. No quería hablar de eso nunca, mucho menos tener que decírselo a Goretti, quien también era un inmortal.

—¿Te has vuelto tan anciano que has olvidado las reglas? No puedes decir ese nombre en la tierra. Por suerte no hay nadie cerca, hubieras causado una verdadera catástrofe.

—No tan grave como matar a un guardián exiliado, supongo. —dijo Goretti muy enfadado.

—Yo no lo maté. Fui estúpido y descuidado.

Goretti negaba rotundamente con la cabeza.

—Bueno, creo que no es necesario que te recuerde lo que pasa cuando un guardián exiliado muere.

—Para ser el Señor del Conocimiento, creo que has olvidado completamente con quien estás hablando.

Goretti me miró fijamente. Por un momento sus ojos emitieron un brillo fugaz, y por un segundo, sus pupilas se asemejaron a las de un gato.

—Por supuesto que no lo olvido. —dijo Goretti frotándose la cabeza—. Pero debo admitir que incluso para ti, eso es bastante irresponsable. Fuimos exiliados, Alberto, creo que sabes muy bien lo que eso significa.

—Yo no fui exiliado. Lancé los dados del destino y gané la apuesta. Por eso estoy aquí. No todos somos tan imprudentes como tú, Sal, ¿enseñándole a los humanos sobre tecnología nuclear? ¿Creíste que los Doce no te exiliarían?

Goretti hizo una mueca muy extraña.

—Como sea. —dijo—. No fue un exilio permamente. Este es mi último ciclo, ¿sabes? pronto volveré al Hejmo con los doce. Aunque debo admitir, Alberto, que me he encariñado mucho con los humanos.

—Lo sé. A los Doce les encanta deshacerse de todo lo que les ocasiona problemas en casa, ¿no?, ¿magos?, ¿dragones?

—Los dragones se extinguieron hace mucho tiempo. Aunque es verdad que todavía hay uno que otro mago por ahí —Goretti hizo una pausa—. Hablando de magia, creo que sabes por qué te he citado aquí, ¿verdad?

Miré a Salvador con confusión.

—Supongo que para hablar de mi nuevo trabajo como profesor en tu universidad.

Sal agitó la cabeza bruscamente.

—No, nada de eso. Escucha, Legaspi, sé que hiciste un apuesta con los dados del destino y sé que los dados del destino dieron una respuesta a tu favor, pero hay algo muy extraño en todo esto. Cosas inusuales están sucediendo en la ciudad, cosas que tal vez tú entiendas por qué están pasando.

Sabía a donde quería llegar, pero era imposible que fuera verdad. Los dados del destino habían mostrado el futuro y no había manera en la que pudieran equivocarse.

—Los dados del destino nunca se equivocan. —dije tajantemente.

Salvador arqueó las cejas.

—¿De verdad? —dijo con un tono suspicaz en su voz—. Entonces, ¿cómo explicas esto? —Goretti metió las manos en su bolsillo y sacó su celular. Buscaba algo con mucha rapidez. Pasaron unos cuantos segundos y después me mostró una fotografía de su teléfono móvil.

Era una imagen que no quería ver. No quería saber nada al respecto, esa había sido la razón principal por la que había hecho una apuesta con los Doce. Estaba tan absorto en mis pensamientos que ni siquiera me di cuenta de que el gato de Goretti se restregaba entre mis piernas.

—Mírala, mírala. —dijo el gato, de nuevo, sin abrir la boca. Como si se comunicara telepáticamente.

Resignado y de mala gana, miré la fotografía.

La fotografía estaba algo movida, pero podía distinguirse perfectamente que era una calle pobremente iluminada con farolas de luz naranja. Parecía que era de noche y la calle estaba rodeada por una hilera de casas blancas, todas iguales y con las mismas ventanas; sin embargo, en la fotografía había alguien. Cuando lo reconocí, el corazón me dio un vuelco. Era yo, quiero decir, era yo en mi antiguo cuerpo.

Nunca en mi vida me había visto a mí mismo con esa forma. Era una criatura horripilante y siniestra. Tenía ocho largos brazos de humano alrededor del cuerpo. Algunos brazos eran de un color negruzco y otros completamente blancos. Las manos, que tenían cinco dedos prolongados y podridos, se posaban sobre el suelo como las patas de un insecto. El ser estaba inmerso en una especie de humo negro y no se distinguía con claridad su torso. Su rostro sobresalía de entre su aura oscura. Tenía una cara pálida, como la piel de un muerto y carecía de pelo. Su cabeza mostraba manchas putrefactas y sus ojos eran blancos como la nieve, fríos e insensibles. Su nariz y mandíbula estaban despellejadas y descubrían grotescamente su carne viva. La comisura de sus labios abarcaban de oreja a oreja y su boca tenía siete afilados clavos que sobrepasaban su cuello. Sus mandíbulas eran muy grandes. La criatura tenía una mirada inexpresiva, y dada la posición de su boca, parecía que estaba sonriendo, aunque su sonrisa no transmitía ningún tipo de alegría.

Me quedé petrificado por un momento. Sabía quién era, pero ¿cómo era posible?

Salvador tomó el celular y lo guardó en su bolsillo.

—Y bien, ¿qué opinas? —preguntó Salvador mientras le tomaba un gran trago a su taza de café.

Me costó mucho trabajo hablar. Cuando las palabras salieron de mi boca, sentía como si alguien más las estuviera diciendo por mí.

—Un inmortal no puede ser visto por humanos, mucho menos ser fotografiado —le espeté finalmente.

Salvador sonrió y me miró con sus ojos penetrantes.

—Un inmortal no puede ser visto, salvo que el inmortal en cuestión decida mostrarse. Esta fotografía fue tomada por uno de los estudiantes de la universidad. La presentó en una exhibición de fotografía y arte digital. Él dice que la imagen fue obra de su invención, pero tú y yo sabemos que ningún humano podría imaginar a un inmortal con tanta precisión.

Intenté fingir una sonrisa inocente.

—Tal vez tu estudiante tiene una gran afición por los estupefacientes. Nadie que haya visto a un inmortal decidiría hacerlo público. Si realmente lo hubiera visto, el chico estaría aterrorizado y no alardearía sobre ello —dije.

Salvador me miró severamente.

—Tal vez, pero la cosa no se quedó ahí. —Goretti se aclaró la garganta—. Días después, el chico tuvo un comportamiento muy extraño. No hablaba, no comía, se la pasaba con la mirada perdida y murmuraba algo entre dientes todo el tiempo.

—Como te dije, estupefacientes... no sería la...

Goretti me interrumpió con una voz grave y severa. Por un momento, sus ojos se parecieron a los de un gato.

—Al día siguiente, el estudiante fue hallado muerto en su cuarto. Se suicidó y dejó una nota.

Salvador metió la mano en su portafolio y me extendió un pedazo de papel.

La caligrafía era bastante mala, tuve que realizar un gran esfuerzo para poder entender algunas de las letras. Estaba escrita con tinta roja y parecía que la persona que la hizo se hubiera apresurado en terminarla.

Ya está aquí. El rey oscuro, el señor de la sombras. Ha llegado al mundo para restablecer el orden de las cosas, para unificarnos a todos con su infinita bondad. Él, que ve por los marginados, él, que acabará con los males putrefactos que acechan a nuestra sociedad. El señor oscuro se levantará y construirá su reino en la tierra. Nos librará de los falsos líderes religiosos, de los políticos corruptos y de los criminales. El señor oscuro está aquí, y su nuevo orden mundial será eterno, verdadero y justo.

Al final de la carta había un símbolo muy extraño, un símbolo que reconocí de inmediato. Era un triángulo isósceles con una media curva en el ángulo superior. El símbolo estaba perfectamente trazado en la superficie del papel, como si hubiera sido calcado o impreso.

—Bueno —dije incrédulo—. Definitivamente ese chico tenía severos problemas mentales. Debo admitir que el color de la tinta es un gran detalle. Casi logra convencerme.

Goretti me miró de nuevo con sus ojos penetrantes. Su gato estaba sobre el suelo, rascándose la parte trasera de la oreja con actitud despreocupada. Salvador hizo un gesto con la boca, listo para hablar, pero una voz masculina volvió a sonar dentro de mi cabeza.

—No es tinta. Es sangre de gato. —dijo Guantes.

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