Capítulo 4

Alejandro.

En Querétaro el invierno es contradictorio. Hay veces en las que el calor se vuelve realmente insoportable, especialmente después del mediodía cuando las manecillas del reloj se mofan de los ciudadanos hambrientos y enervados por la aplastante canícula del sol. Cuando esto sucede, los vendedores salen a las calles con su repertorio impreso en un material plastificado.

«Tenemos enchiladas, agua de jamaica y agua de horchata. ¡Pásenle! ¡Pásenle!»

En Epigmenio González los estudiantes caminan en un éxodo durante su descanso. Los ejecutivos, los que usan corbatas rojas y las oficinistas de los centros comerciales, corren apresurados para no llegar tarde al trabajo.

En medio de todo ese caos, los trabajadores de las cafeterías no dejan de hacer sus labores, irónica y estúpida realidad en la que el descanso de unos se convierte en la jornada laboral de otros.

Inmersos en el tumulto del cruce de peatones y los pitidos agudos, estaban Lucía y Alejandro, ambos callados dentro de esas pintorescas casas que se visten como fondas por las tardes.

La mujer de dedos finos y ojos color miel observó a su exesposo con suspicacia, mientras que Alejandro se limitaba a mirar en dirección opuesta. Del otro lado, un sonido: un conjunto amorfo de individuos dentro de una masa espesa y gelatinosa, preocupaciones y deberes, tal vez un viejo amigo a quien pagarle el préstamo, y un brillante destello de esperanza. Del otro lado, nada, un país podrido y muerto.

—¿En qué carajos piensas, Alejandro? —le preguntó Lucía.

¿En qué pensaba?

Pensaba en aquel departamento de los años ochenta, en su vecina Sofía y en las salidas exprés al Liverpool de Satélite. Pensaba en Miranda y en su rostro rojizo, sus mejillas rojas y su calvicie prematura. En las primitivas computadoras y en los gritos de las secretarias que se escuchaban cuando entraba al edificio. Pensaba en ellos como un retrato imperfecto, como una película que narraba la historia de un amorío de oposición de clases, un romance de contradicciones semánticas y culturales. Pensaba en su vida meciéndose en un bolígrafo sobre el escritorio de Lucía.

¿Y ahora en qué pensaba?

Las noches en los moteles, los golpes dados contra el muro, el olor a tequila y orines en la ropa. Las reuniones en casa de Montes de Oca hasta las cuatro de la mañana, y el sonido constante de los hielos cayendo sobre los vasos. Pensaba en esa continua vocecilla que le anunciaba el fracaso de su matrimonio, esa voz que le recordaba que el destino no le sonreía al amor entre un vagabundo y una dama. Todos esos pensamientos eran la mezcla perfecta, el sabor adecuado, el condimento necesario para sazonar su tortura en un pasado latente. Pensaba en él, sonriendo fiero como el hierro ardiente en las fundidoras, riendo con aquel par de anteojos de fondo de botella, brillante, imponente y extraordinario.

Lucía alzó la voz.

—¿No me vas a decir nada?

Alejandro volteó la cara de mala gana. Qué rostro tan diferente el de su ex esposa. Hace 30 años era la luz, la inocencia detrás de sus ojos, los besos a escondidas dentro del Volkswagen y la voz de Helena desde la ventana. Tantas cosas que ahora parecían tan lejanas, tan desafortunadas.

—¿Qué quieres que te diga, Lucía?

Los comensales inquietos, miraban el espectáculo pretendiendo no prestar atención. Los dueños del lugar se comunicaban entre ellos con miradas cautelosas.

Lucía colocó el vaso sobre la mesa con desdén.

—¡Carajo!, entiende que esto no se trata de nosotros.

Alejandro soltó una risa fingida.

—¿Mis hijos?, ¿qué quieren?, ¿dinero?

Los ojos de Lucía se iluminaron con rabia, pero no con el tipo de rabia que le da a uno cuando pierde su billetera en el camión. No, sus ojos de rabia reflejaban memorias: los golpes en la cara, el aliento alcohólico antes de una pelea, la ropa rota, la corbata desaliñada después del trato de puta. Aún podía ver a aquel adolescente que le alzaba la mano a su madre para soltarle una bofetada. Aún podía ver a los niños llorando; y a su madre, Helena, abrazando con cariño a sus nietos mientras Alejandro preparaba su arma preferida, el cinturón de cuero de sus trajes finos.

—¡Eres un pendejo! —gritó Lucía.

Los espectadores los miraban.

Alejandro hizo una mueca de asco.

—¿Qué quieres ahora?

Nuevamente las lágrimas, recuerdo de los viejos tiempos, el silencio, cinco minutos o más. Finalmente se rompe el hielo.

—Al, está en la ciudad —dijo su ex esposa mientras se secaba las lágrimas con una servilleta.

El señor Alejandro Legaspi parecía repentinamente nervioso.

—¿Él está en la ciudad?

Esa sonrisa irónica... las cosas después de todo no eran tan diferentes al pasado.

Tal y como solía acontecer en aquellos días, de nuevo aquel sujeto pasaba a convertirse en uno más del montón. Un pobre hombre que terminaba comiendo solo en el restaurante. Claro, ante los ojos del público, Alejandro sólo era una víctima más de una esposa neurótica que no comprendía el importantísimo rol que cumple el hombre dentro de la familia moderna.

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