Ana caminaba por los pasillos del hospital con su hija en brazos, aún sintiendo la mirada intensa del joven que por un momento sostuvo a la bebé como si fuera suya. Su corazón palpitaba con fuerza, sin comprender por qué la imagen de él sin cubrebocas le parecía tan familiar. ¿Lo había visto antes? No en esta vida… quizás en la novela.
Iba distraída, tan absorta en sus pensamientos que no notó el cruce de caminos en la bifurcación de las salas. Cuando giró a la derecha por error, se encontró frente a una puerta entreabierta con un letrero que decía: SALA DE CIRUGÍA – RESTRINGIDO.
Un grito ahogado salió de la sala. Fue suave, pero suficiente para que Ana se alarmara. La puerta se abrió más, dejando ver a una mujer mayor tendida en la camilla, pálida, sudorosa, y con los labios azulados. Los médicos dentro parecían desconcertados.
—¡El ritmo cardíaco no se estabiliza! —gritó uno.
Ana, sin pensarlo, entregó a su hija a una enfermera que salía de otra sala cercana y entró como un rayo.
—¡¿Quién es usted?! —preguntó un doctor al verla irrumpir sin bata ni autorización.
—¡Están tratando un caso de insuficiencia mitral aguda como si fuera una isquemia simple! —exclamó Ana, tomando los papeles y observando el monitor—. ¡Esa mujer necesita un vasodilatador y una estabilización del ritmo inmediato!
El equipo médico quedó en silencio. Uno de los residentes revisó la hoja que Ana señalaba y frunció el ceño.
—¡Está en lo cierto!
—¡Denle nitroprusiato y prepárense para una posible intubación si la oxigenación no mejora!
El jefe de cirugía dudó un momento… pero la expresión decidida de Ana y la precisión con la que actuaba no dejaban lugar para discusión.
—¡Procedan!
En minutos, la saturación comenzó a estabilizarse. La mujer mayor respiró mejor, su pulso se hizo más fuerte, y el color regresó a sus mejillas. El quirófano se llenó de alivio.
Ana retrocedió lentamente, su mente recordando su vida pasada: la de una joven promesa de la medicina, con varios títulos en cirugía cardiovascular y neurología avanzada. En su mundo original, ella había sido considerada un prodigio… aunque a un precio alto: la soledad.
Unas manos se posaron en su hombro. Era el jefe de cirugía.
—Joven… ¿dónde aprendió a diagnosticar así?
—Instinto —dijo ella, forzando una sonrisa mientras salía de la sala—. Y mucha lectura.
Afuera, Kael esperaba desesperado. Al verla salir, se dirigió hacia ella.
—¡¿Mi madre?! ¡¿Cómo está?!
Ana lo reconoció al instante: era el mismo joven que sostuvo a su hija, el mismo que ella confundió como familiar por alguna razón que no entendía.
—Estará bien. Necesitaba un diagnóstico correcto y algo de rapidez —respondió con serenidad, sin darle importancia a su hazaña.
Kael se quedó mirándola con los ojos muy abiertos. El recuerdo de su madre, jadeando, al borde del colapso, le golpeó el pecho.
—Tú… tú la salvaste —dijo, su voz rota por la emoción.
Antes de que Ana pudiera responder, un murmullo proveniente de una esquina del pasillo llamó su atención. Un hombre vestido de negro, con gafas oscuras y un maletín, se alejaba rápido.
Ana no lo reconoció, pero Kael sí.
—…Ese tipo.
—¿Qué ocurre?
—Nada —mintió Kael, desviando la mirada. Sabía perfectamente quién era. El hombre de negro no era un enemigo, sino un espía enviado por su hermano mayor, obsesionado con controlar cada paso de su vida. Desde la prometida que él no quería, hasta sus decisiones en el hospital… todo estaba bajo vigilancia.
Kael observó a Ana con nuevos ojos. No solo era hermosa y misteriosa… sino que tenía manos que salvaban vidas. Su madre siempre decía que los verdaderos ángeles no llevaban alas, sino batas blancas.
—Gracias —dijo él al fin, su voz ahora cargada de algo más que gratitud—. ¿Cómo puedo devolverte este favor?
Ana negó con la cabeza, deseando no tener que verse más involucrada con nadie en este mundo extraño… pero la presencia de él, y el latido de su hija que ahora dormía profundamente en brazos de una enfermera cercana, le recordaron que ya estaba enredada.
—No hace falta. Solo prométeme algo…
Kael la miró, curioso.
—Haz lo necesario por proteger a tu madre. Aunque parezca tarde para cambiar el destino… a veces, una pequeña decisión lo cambia todo.
Él asintió, sin saber por qué, pero esas palabras se le quedaron grabadas.
Ana tomó a su hija con delicadeza, y justo cuando estaba a punto de marcharse, Kael la detuvo por impulso.
—No sé tu nombre…
Ana dudó por un segundo. Quizás sería más seguro no decirlo. Pero algo dentro de ella la impulsó a responder con franqueza.
—Ana.
—Ana… Gracias.
Y mientras ella se alejaba con su hija, Kael la observaba, con el corazón latiéndole rápido, sin saber que aquella mujer que había irrumpido por error en la sala de cirugía… ya estaba empezando a cambiar su vida.
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