La puerta se cerró suavemente tras la enfermera, dejando un silencio espeso en la habitación. Ana se quedó inmóvil por unos segundos, mirando la figura diminuta de la bebé que dormía a su lado. Su respiración pausada, apenas un suspiro, contrastaba con el torbellino de pensamientos que golpeaban sin tregua en su mente.
—Así que… eres mía —susurró, apenas creyéndolo—. Mi hija.
El vértigo regresó, más suave esta vez, como una brisa que sopla desde lo desconocido. Ella, una simple lectora que nunca pudo terminar esa novela cursi porque detestaba a la protagonista. ¿Cómo había terminado aquí, en el papel de esa misma mujer, en un punto crítico de la historia?
"Ana", se recordó. El nombre de este cuerpo. Pero también el suyo. ¿Coincidencia? Imposible. No en una historia donde ya todo parecía orquestado por un autor invisible.
Se inclinó despacio, con temor de romper algo tan frágil, y acarició la mejilla de la niña. Tenía la piel cálida, suave como el pétalo de una flor apenas abierta. La pequeña se movió un poco, soltando un ruidito gutural que hizo reír a Ana por reflejo.
—¿Sabes? No tengo idea de cómo criarte. Nunca he cambiado un pañal. Apenas sabía hervir agua sin quemarla —confesó, con un nudo en la garganta—. Pero te juro… te juro que haré todo para protegerte. Aunque el mundo esté en mi contra. Aunque el guion de esta historia diga otra cosa.
Levantó la vista al techo, como si pudiera ver más allá de las lámparas blancas y las placas de yeso. Recordaba vagamente los primeros capítulos de la novela. Ana —la anterior Ana— había sido abandonada en el hospital tras dar a luz. Nadie la visitó. Nadie se preocupó por ella. Ni siquiera el padre de la bebé, cuya identidad era un secreto, envuelto en chismes de aristócratas, poder y escándalos.
Pero ahora… ahora ella tenía la oportunidad de cambiarlo todo.
Un golpe suave en la puerta interrumpió sus pensamientos. No esperó respuesta. Era otra enfermera, más joven, con una tablet en la mano y una sonrisa algo forzada.
—Señora Ana, buenos días. Vengo a registrar el nombre de la bebé. ¿Ya lo ha decidido?
Ana parpadeó. ¿Nombre?
La enfermera esperó con amabilidad, sin notar la lucha interna que se desataba en la mirada de Ana. ¿Y si escogía mal? ¿Y si el nombre era clave en la historia? ¿Y si cambiaba demasiado?
Miró a la niña.
—¿Puedo… puedo verla bien? —preguntó, señalando el moisés.
La enfermerA asintió, acercándole a la pequeña, que abría los ojos lentamente, revelando un par de iris azules que parecían observarlo todo con una sabiduría ancestral.
—Eres fuerte. Lo siento en tus manitas cuando me agarras el dedo —susurró Ana—. Y también dulce, como la voz que me calma.
Recordó un nombre que una vez le gustó, aunque nunca tuvo oportunidad de usarlo. No estaba en la novela, eso lo sabía bien.
—Se llamará Lía —dijo, con seguridad que brotó de lo más profundo de su nuevo ser.
La enfermera sonrió y anotó el nombre. Luego salió sin más, dejándolas nuevamente solas.
—Lía… —repitió Ana en voz baja, saboreando el sonido—. Ahora sí, todo empieza contigo.
Se sentó, con la bebé ya en brazos, y por primera vez desde que abrió los ojos en este extraño nuevo mundo, sintió algo parecido a la paz. Su historia podía haber comenzado como una comedia trágica, pero eso no significaba que debía terminar igual. Tenía conocimiento del futuro. De los errores de la otra Ana. De los enemigos que vendrían.
Y también… también había algo más que flotaba en su memoria: el guardaespaldas y el prometido infiel.
El prometido ,el típico caballero frío y poderoso que todos amaban y que ocultaba un pasado oscuro. La anterior Ana lo perseguía con desesperación, cayendo en humillaciones constantes. Pero esa no era su historia. No ahora.
—No te necesito, galán de novela —murmuró con una sonrisa torcida—. Si apareces, será bajo mis reglas.
Lía estornudó, y Ana rio suavemente. Era extraño sentirse tan completa con un ser tan pequeño entre sus brazos. Pero también era reconfortante. En esta vida, en este mundo ajeno, al menos tenía algo que proteger. Alguien por quien luchar.
Y eso lo cambiaba todo.
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Pasaron dos días en el hospital antes de que les dieran el alta. La habitación se volvió más familiar con el tiempo, aunque Ana aún se sentía como una impostora cada vez que firmaba un documento. Nadie parecía notar nada raro, como si realmente fuera Ana, la mujer que había dado a luz a Lía.
Al salir, una señora de rostro severo la esperaba. La reconoció de inmediato por las descripciones del libro: la madre de Ana. Fría, manipuladora, interesada solo en la reputación familiar. En el pasado, había forzado a Ana a mantener el embarazo en secreto.
—Ana —dijo la mujer, sin emoción—. ¿Estás lista?
—Sí —respondió, pero su tono era distinto. Firme. Seguro.
La mujer alzó una ceja, como notando algo diferente, pero no dijo nada más. Se limitó a girar y avanzar, como si esperara que Ana la siguiera sin chistar.
Pero Ana no lo hizo. Se quedó parada con Lía en brazos.
—No vamos contigo —dijo de pronto.
La madre se giró, sorprendida.
—¿Qué estás diciendo?
Ana la miró con una frialdad que nunca había sentido antes.
—Esta es mi hija. No voy a permitir que alguien como tú la críe entre gritos, reproches y apariencias. Ya no soy esa Ana sumisa. Si quieres arruinar tu reputación por desheredarme, adelante. Pero no te llevarás a Lía.
El silencio cayó entre ambas como una losa. Finalmente, la mujer volvió a hablar, con una mueca de desprecio.
—Entonces, no esperes nada de nosotros. No tienes apellido, ni casa, ni apoyo.
Ana asintió.
—Lo sé. Pero tengo algo más importante. Tengo una hija. Tengo una nueva vida.
Y sin mirar atrás, caminó hacia la salida.
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