La Reina Juana La Loca

— ¡Qué ha pasado? – Pregunta alarmado el Marques Pascual Holguín al bajar de su caballo.

— Malditos indios señor, han querido matarme.

— Cuál el motivo.

— No quieren entrar al socavón cuatro, al que llaman el de las ánimas. Dicen que el diablo está allí, estos curas les meten demasiado sobre el diablo, que aprovechan y fingen miedo, escuchan ruido, y es que son las otras explosiones de las minas cercanas. Tiembla por dentro el cerro y alegan que son las voces de los demonios.

— ¿Y qué has hecho?

— Solamente les he dado de latigazos.

— Anselmo, he dicho que evitéis al máximo estos trances.

— Señor es usted muy condescendiente con la indiada.

— Cállate.

— Está bien, está bien...

El marqués arrea el caballo, que da una vuelta en torno al capataz.

— ¿Así que les has dado con el látigo y cuáles son los castigados?

— Fueron dos. Están metidos por ahí – apunta al grupo de indios que se ha amontonado más allá.

— No quiero azotes os he dicho, pese a las órdenes a favor del castigo de la oficialía y el corregimiento, que ve en los indios a propios animales. Pues en mi casa, los animales también son respetados.

— No ha sido más que unos azotes al aire, a ellos nada...

— ¿Y esa sangre es del aire?

— ¿Cuál sangre señor?

— En tu hombro derecho.

— Ah — le da asco y arroja con el dedo índice el bollo de sangre cuajada — ¡Ag! Disimula su asquerosidad y traga la saliva que pretendía escupir.

El marqués ve la sangre en el piso, más allá. Hace caminar el caballo y sigue el rastro en la tierra. Al borde el pequeño barranco, sobre las piedras. Los cuerpos han desaparecido por la rapidez del agua burbujeante. Vuelve el rostro y mira sentenciosamente al capataz.

— Ahora mismo alcancen esos cuerpos y entiérrenlos.

— Sí señor – responde otro mestizo.

— Y contigo quiero conversar Anselmo, luego de mi almuerzo. Basta de sangre. Te haré azotar, verás lo que es bueno.

Dionisia llega a las tres treinta de la tarde a la casona de Isabela.

— Mirad Dionisia – dice Isabela – Estos trajes pertenecieron a doña Juana de Aragón y Castilla, son una reliquia que llegó a Potosí conmigo, y puesto que España no los quiere los guardaré por el resto del tiempo.

— Son hermosos.

— Ella misma los diseñaba y mandaba coser a su gusto.

— Contadme.

Dionisia le cuenta:

PALACIO DE ARAGÓN — ESPAÑA

Una niña corre por el pasillo como corre el año de 1492.

El corredor refleja las luces y las alfombras rojas explotan su tono de sangre en las paredes. Juana de Aragón y Castilla tiene apenas trece años.

Viene un sacerdote.

— ¿Eres Juana?

— La misma.

— Su alteza, es muy bella

— ¿A quién debo este elogio?

— A Fray Bartolomé de las Casas, para servir a Dios y a vuestros amados padres, los reyes.

Juana sonríe. Es bonita. Tiene un aire de tristeza en sus ojos. Delgada y de cabellos castaños oscuros, casi negros. Es la segunda hija de los reyes de España. Cuando no está en sus clases, sale corriendo por los pasillos para ir donde están sus padres, que por supuesto, siempre andan ocupados. Infringe el protocolo escabulléndose de las atentas miradas de sus damas de compañía. Hace rápida amistad con el fraile joven que acompañará a Cristóbal Colón en el viaje programado para dos semanas después, cuando zarpen de Puerto de Palos, las carabelas Santa María, La Niña y La Pinta, hacia las Indias. El religioso visita junto a la comitiva de Colón, casi todos los días el palacio y allí encuentra a la Infanta Juana. En una segunda ocasión prometen escribirse y él le contará cómo son las Indias.

— ¡Juana! – grita una voz en la penumbra de los sueños.

Juana se ve a los seis años, en una inmensa torre, casi colgada de una ventana, intentando sostener una muñeca que al fin se le escapa de las manos y cae a un fondo abismal, donde se supone que están las terribles fieras de su imaginación. “Juana... Juanita... «La voz ahora la despierta. Transpira copiosamente. Es su dama. “No llores”, le pide. «Es sólo un sueño”.

Juana recibe un día una carta desde las Indias. Corre a contarle a su padre que Fray Bartolomé de las Casas, le ha escrito una misiva donde le dice lo siguiente:

“El mar era tan inmenso que parecía no acabar nunca. Fueron cuatro meses, este lugar es hermoso, viven muchos seres que llamamos Indios, pero lastimosamente, están siendo maltratados... « El rey Fernando le quita el pliego de la misiva. “No quiero que leáis cosas de esas... Eres una niña, una princesa y debes ser respetada... Prohíban que el Fraile Bartolomé de las Casas, escriba a la Infanta Juana – ordena el rey don Fernando de Aragón.

La reina Isabela observa sin decir nada, luego llama a su hija, la apoya sobre su pecho. “Hija mía, el mundo está lleno de cosas tristes que no debéis saber aún.”« Le dice con ternura dándole un beso.

La princesa crece entre jardines silenciosos de aquellos palacios y castillos. La fe católica le es inculcada con fervor. Catalina su hermana es la más apegada a ella. Ambas miran el celo con que son tratados sus hermanos mayores los infantes Fernando e Isabel, quienes llevan los nombres de sus padres y serán los primeros herederos de la corona. Nadie supone el destino de Catalina, de cuyo vientre saldrá María Tudor, y de Juana, quien dará un hijo poderoso, y que en ella se asentará el peso y las ambiciones del nuevo mundo recién descubierto. Las peinan con ternura, les dan los bienes y atenciones de la realeza, pero les privan de un mayor contacto con sus padres, mientras que Fernando e Isabel hijos, pasan mayor tiempo cerca de Fernando e Isabel padres. Saliendo al campo, caminando y leyendo, mientras Juana y Catalina se divierten en los juegos que manda el protocolo, más allá, donde no se escucha lo que la reina y el rey aconsejan a sus hijos mayores. Juana es sumisa y dulce como las frutas de clima frío. Va madurando antes de tiempo. En esa primaveral vida, casi solitaria como las flores del campo, nota que ya es mujer

Un día le anuncian que conocerá a su prometido. Es un joven por demás apuesto. Se llama Felipe y por lo mismo le apodan El Hermoso.

Juana no pone objeción alguna como sucede normalmente. Se enamora de Felipe, que tiene cuerpo de dios mitológico y facciones griegas. Ojos azules y cabellos rubios. Lujoso como la corte que le rodea. Felipe de Austria desposará a Juana.

Don Fernando se desvive en las atenciones a don Maximiliano de Austria su consuegro, en los momentos de fiestas de recepción y previo al casamiento de la hermosa pareja. “¿Juana, Juanita, ven aquí, hija mía” – llama Isabel la Católica. “Ahora y todos los días, por las mañanas, después de tus estudios, estarás con las costureras, que deberán hacerte muchos trajes. Tienes que lucir elegante y poner más color a tus trajes”. Juana tiene mucho gusto, es delicada e imaginativa. “No me gustan esos colores – son demasiado encendidos – reclama, ante un gran número de telas y velos. El séquito de la princesa se agita. De pronto están ante sus ojos, nuevos colores, bajos, pero de gran belleza. “Esto sí: ponedles las modas de todo el mundo.”

— ¿Señora, cómo es eso? – Interroga la jefa de costureras.

— Un poco de la gracia de Turquía, otro de la sensualidad italiana, el brillo de la moda inglesa, la sobriedad de nuestra moda ibérica, un toque de la magia hindú, sencillez de la moda alpina, el encanto de la belleza árabe, delicadeza de las ropas asiáticas, la comodidad del diseño africano, un tanto muy pequeño del lujo francés, la majestuosidad del estilo ruso. Y también por favor, un aire de misterio y exotismo de las indias recién conquistadas.

— ¿Pero princesa, qué habláis tanto y tan graciosamente?

— Es mi gusto. Así quiero mi ropa, interpretadla. ¡Soñad! ¡Soñad, y encontrareis los modelos que quiero.

La costurera siente como si un gran baúl de bronce se le hubiera asentado en la espalda. Sus ayudantes hombres y mujeres se miran rápidamente. Juana sonríe. Se aleja hacia una gran ventana. Mira la calidad de la mañana primaveral. Límpido el cielo que techa la región. Al fondo los castillos de la corte.

El numeroso grupo de gente se pone en acción. Unos trajes se le presentaron a los dos días. Juana se había puesto caprichosa. Un aire de prepotencia parecía marcarle sus actitudes. Pero en realidad era una farsa. Sonrió al ver el atuendo nacarado que le pusieron al frente, una muchacha los lucía. “Eso es demasiado insípido y al mismo tiempo estúpidamente extravagante – anticipó – Parece que no habéis entendido. La esencia de las cosas no está a la vista en las ropas, sino en el alma con que han sido confeccionadas. Este vuelo del velo es demasiado amplio, no parece austriaco, ni italiano, ni hindú, y estos corbatines no son ni ingleses, ni alpinos, ni asiáticos. Quiten aderezos. Agreguen una cuantas perlas en las puntas, para que caiga con mayor peso y su soltura sea definitiva y clara.

No hubo más qué decir. El vestido quedo suelto, recto, pero delicado. Juana pidió un velo color plata y encima se puso un sombrero negro. El nácar del vestido le proporcionó un aire único. Una moda refinada y propia, que lució el mismo día en un almuerzo.

— Hermosa prenda, amor mío – Le dijo el príncipe de Austria.

Juana llevó entonces a sus costureras y ayudantes a palacio. Allí en un gran salón se armó la sala de costura.

— Lucís cada día más bella – Expresó Felipe.

Austria y España se han unido en la Santa Iglesia Católica. Es 1499.

Pero Juana no es feliz desde el comienzo. Don Felipe de Austria en plena juventud, aprovecha la vida y la fortuna que tiene a su disposición. Galantea a las más hermosas damas de su propia corte, y a las acompañantes españolas y húngaras de su propia esposa. Ella, que cree ser tímida en la cama, pierde campo en la atracción sexual de su esposo. Pero ciertos despegues de sensualidad hacen que Juana se convierta pronto en una mujer ardiente, como aquel lance de su adolescencia en el que se lanzó al cuerpo de su prometido de piernas abiertas para montarse como a un caballo parado, pero delante de gente. Así, cada vez, se calienta más ante el hechizo del flamante esposo ardiente y apasionado, mientras que Don Felipe viaja y viaja y en esos viajes dicen que tiene muchas amantes. La real pareja tiene pronto varios niños, uno de ellos es Carlos, será criado en los países bajos, en Flandes. Carlos ha nacido en 1500.

— Quiero que me acompañéis a todas las presentaciones protocolares y fiestas de la corte.

— Me cansa.

—Tenéis que acostumbrares. Mi vida siempre ha sido y será así. Cuando confeccionabas tantos trajes, pensé que armaríamos una pareja de gran vida social en todas las cortes de Europa.

— Es mucho para mí. Ve tú, tenéis muchas amigas para luciros con ellas.

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