NUEVAMENTE EL CASTILLO DE TORDESILLAS
1555
La reina fue bañada y cambiada, perfumada por rosas y demás flores de la tierra, mejor decir, de su reino, embotellados para el efecto.
Peinada y acostada tiernamente por doña Virginia Lerán de Hungría, ha tomado agua y sus labios se mueven lentamente para preguntar:
— Qué historia me contáis mi querida amiga.
— Las niñas están por salir del puerto.
— ¿La Niña, la Pinta y la Santa María?
— Mis hijas, mi señora, van ellas al nuevo mundo.
— Si, al nuevo mundo de mí amado hijo Carlos.
— Van a la América del Sur.
— Decidles, que no dejen tomar el tesoro mayor.
— Sí señora, mi reina.
La reina se ha dormido.
— Doña Juana, descansad mi reina querida, si os pudiera llevar a mi casa os atendería como merecéis.
— Señora Virginia, es momento de dejar el castillo y volváis a Trujillo. Os he dado demasiado tiempo, más del que se me ha ordenado para visitar a la reina loca.
— Quién la visita pois.
El carcelero de la reina mueve negativamente la cabeza.
— Señor, os recomiendo que tratéis mellor a la reina.
POTOCSI
1560
Este texto me lleva a otro tiempo muy marcado y fuera de la secuencia lógica, no sé cómo vino a suceder tal movimiento escénico y del tiempo que viven los personajes, algo avanzado ya, son cinco años más adelante que el anterior:
— ¡Suban más ese andamio! – Grita el marqués Pascual Holguín, en lo que será el patio colonial de su casona, en pleno centro de la Villa Imperial de Potosí. El frío bajo la sombra es hiriente.
El marqués perfectamente vestido, lleva gruesas piezas de lana encima de su ropa, sigue de cerca el movimiento generado en el trabajo de construcción – No alcanzará. Tendrá que estar un metro más arriba para prender los detalles en mármol bajo la cornisa.
— ¡Señor, señor! — Viene una criada – La señora Isabelita está llegando, ha traído a la esclava que fue a buscar a Chuquiago.
El marqués sale a la calle. El carromato de madera y cuero ya se ha detenido y ayudan a descender a tres pasajeros. El primero que baja, es un hombre, se llama Melquiades Chapín, mayordomo de Isabela, doblado por una deformación en la columna vertebral. Una muchacha africana salta del carromato. Y luego Isabela. El marqués la besa.
— Es de una tribu de Malí – le dice Isabela por la africana – Es una princesa, imagínate, una princesa, no sabes cuánto me ha costado, pero observa, esa mirada limpia, si vieras los dientes, es una buena esclava.
— ¡Bajen todo y guarden todo! — grita a cocheros y ayudantes Melquiades Chapín.
El traje de Isabela arrastra tierra, viruta y aserrín.
Suben las escalinatas del pórtico ya casi concluido. Dos escultores tallan y agregan detalles. Una andamiaje, mantiene más de diez personas. Es un palacete alto, en una calle de angostura mediana vive Dionisia. La casona del Marqués se extiende por toda una cuadra. Los caballos corren y el carromato ingresa por el portón acabado.
— Han inventado montón de impuestos en Nuestra señora de La Paz. Quieren que paguéis hasta las herraduras de los caballos.
— No sé porque Charcas está permitiendo que en Chuquiago o la bien llamada ya, Nuestra Señora de La Paz, se inventen dichos impuestos – renegó Pascual Holguín.
Lo cierto es que no iré nuevamente por La Paz, sino es contigo, vuestra merced mi marido.
— Je, je, je – ríe el Marqués Pascual Holguín – Me agrada la forma en que me habláis. Entre el tuteo y la elegancia del señorío y la respetuosidad del abolengo.
— Gracioso. Cómo no debería llamarte sino con esa modernidad que me gusta. Sabéis que no soy anticuada.
La esclava ingresa al patio de servidumbre. Llevaba sus cosas en un atadijo colgado a las espaldas. Unos diecisiete años a lo más. Le dan una pieza muy pequeña. Los criados son indígenas andinos. La observan con incredulidad. El color moreno de ambos difiere como cada continente que les ha hecho. Llama la atención sus cabellos. Se le aproximan y se ríen. Ella se mantiene con reserva. Parada en la puerta de su cuarto, parece esperar alguna orden. Está acostumbrada ya a la fuerza opresiva de los vendedores de esclavos.
Potosí, es una ciudad que de pronto se ha situado entre las de mayor crecimiento. Las calles son un hervidero de gente y trabajo. Los españoles han dominado al indio y los utilizan como pongos. – La esclavitud andina. Se ven pocos negros, por lo que Zalia, es mirada como si fuera un animal raro. Isabela la lleva a la calle. «¿Qué harás con ella en la calle?— le había preguntado su esposo. “Será mi esclava personal, no permitiré que ingrese a trabajos forzados, esposo, será algo así como mi dama de compañía”– respondió Isabela muy segura de sí.
—Producirás una ola de comentarios entre la sociedad potosina.
—Esta sociedad recién se está haciendo. Todos somos nuevos acá.
Isabela tenía una sonrisa amplia, muy joven cruzó el Atlántico. Era de Trujillo, provincia de Extremadura.
—Quiero unas joyas de plata para que use mi esclava – dijo Isabela al joyero Mogollón.
— ¿Joyas para vuestra criada señora?
— ¿Por qué no? Ella es mi dama de compañía.
— Señora Isabela, es usted ocurrente.
— Mogollón, es usted un buen amigo, nunca olvidaré lo que vivimos en la travesía del Atlántico, cuando se hundió ese barco y casi perecimos en la desgracia, salve Espíritu Santo – se persigna.
— Sí, lo peor fueron las ratas. ¡Cuándo miré hacia arriba, una rata enorme pendía del palo donde yo me agarraba y cayó en mi cabeza, prendiéndose de mi frente, fue horrible! ¡Ah!...
— ¿Y qué hizo usted Mogollón?
— Grité tan fuerte que la rata se largó al mar.
— Ja, ja, ja, ja.
— Usted estaba en la barcaza con su esposo.
— Suerte que os agarrasteis del remo.
— Y la Virgen Santísima que bogaba más allá nos salvó.
— Bien Mogollón, otro momento volveremos a recordar aquello. No olvidéis, haced un buen collar para mi dama, que lleve por supuesto el emblema de mi familia.
A Isabela, le gusta salir por las calles en las mañanas potosinas. Visita la casa de modas y zapatería de unos vascongados famosos, que llegaron casi juntos. Su dueño es don Garcilaso Urioste Montes de Oca y su esposa Filipa Casancia Uribe de Urioste Montes de Oca. Tienen una costurera simpática de origen portugués, llamada Dionisia Dacosta e Lacerda, a la cual se le atribuye parentesco noble en Portugal. La modista es sencilla, muy bonita, de cabellos negros que le juegan a su piel blanca y ojos verdes. Allí también vivía una sobrina de la pareja, muchacha delgada, de nombre Leopoldina Uribe, quien hizo buena amistad con Isabela y le alegra con su elocuencia. « Yo costuré su vestido de novia”– dijo Dionisia a Isabela, quien se queda admirada por las coincidencias del destino.
— Mi traje y el ajuar completo fue encargado a Badajoz.
— Sí – Interviene doña Filipa Casancia Uribe de Urioste Montes de Oca – Fue a nuestra casa de modas en Badajoz, que su madre la Condesa Virginia de Trujillo, encargó su atuendo.
— ¡Qué increíble! – Expresa Isabela – ¿Es decir, que hemos venido inclusive en la misma caravana?
— Es así Marquesa de Alba – Dice don Garcilaso, reverentemente a Isabela, cuyo rostro se ha iluminado por la alegría y alcanzaron sus mejillas un tono rojizo de emoción.
— Vaya, ¿veníais en el buque que nos salvó?
— No señora, veníamos adelante. Supimos por los cañonazos de las naves que estaban próximas a ustedes. Cuando llegamos ya estaban a salvo. En el Caribe volvimos a verla, ya de allí para acá han pasado dos años, estuvimos en Méjico como era nuestro plan, pero ya veis llegamos a este gran Potosí.
— Esta ciudad será muy grande. Bien, les felicito y espero que siempre estemos juntos, ahora he venido a encargar unas botas para mi esposo y un traje para mí, pues llega el Virrey de Toledo el próximo mes desde Nuestra Señora de Lima.
— Seguid tranquila, Marquesa y tened por seguro que siempre estaremos a vuestro menester.
— Gracias don Garcilaso.
Algo ha dejado inquieta a Isabela. Pero disimula cambiando de dialogo y abocándose a la elección de unas botas largas. Luego se sienta y con Dionisia deciden el modelo para el traje.
— Dionisia, me da mucha alegría que tome usted mis medidas en mi casa. Os espero hoy por la tarde está bien, así tomamos té.
Una revuelta se ha suscitado en la principal mina del cerro. En su interior, un indio murió a golpes propinados por el capataz. Es la mina de Holguín.
Los indígenas revueltos, gritan en su lengua. Están rabiosos. El capataz va y viene, grita lo correspondiente en castellano. Saca el chicote y agita en el aire y golpea el suelo. Los indígenas se echan a un lado. Un grupo se lanza hacia las espaldas del capataz como energúmenos y lo empujan, cabecean y golpean sobre las piedras. El hombre, un mestizo fuerte, alto, se levanta más irado aún, azotando a varios indios delgados y harapientos. Pero ya está sangrando el rostro. Se limpia con fuerza. La sangre cae en la tierra altiplánica. Se pone rabioso y azota a dos muchachos lejos de allí. Saca el arcabuz de su cinto y da unos tiros en el pecho a los dos muchachos. La sangre explota entre las vísceras, el corazón y el hígado salen al aire. Da unos pasos para atrás, llevado por el estallido y un bollo de carne blanda le cae en el hombro. No se fija, y mientras sigue gritando para que los saquen de allí y los arrojen a un pozo junto al río que bordea el Sumack Orko, la sangre se cuaja.
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