Carmelo atravesaba una etapa dorada en su vida: era un estudiante destacado, había ganado la presidencia del consejo estudiantil, tenía una novia encantadora y una amante apasionada. Incluso sus impulsos más oscuros parecían estar bajo control. Su camino hacia el éxito parecía despejado, o al menos eso creía él. Sin embargo, Claudia, su madrastra, observaba con inquietud cómo su hijastro ganaba popularidad y escalaba posiciones. Decidida a sabotear su ascenso, Claudia no contaba con un detalle crucial: Carmelo ya no era un niño indefenso, sino un adulto que la odiaba profundamente.
Conforme crecía la popularidad de Carmelo, también lo hacía su círculo de seguidores. Entre ellos se encontraban individuos de dudosa reputación y pocos escrúpulos, quienes vieron en él una oportunidad para obtener poder. Carmelo, astuto y calculador, los utilizaba para realizar sus trabajos más sucios, evitando ensuciarse las manos. Mientras tanto, mantenía una vigilancia constante sobre su madrastra, Claudia, y fue así como descubrió sus planes para desprestigiarlo a través de la prensa.
—Carmelo, mira lo que está haciendo tu madrastra —le dijo uno de sus secuaces, entregándole un sobre lleno de fotografías.
Las imágenes mostraban a Claudia reuniéndose con periodistas corruptos, conocidos por manipular información al mejor postor. Carmelo observó las fotos con una mezcla de furia y determinación.
—Esta víbora no se cansa. Es hora de que pague por todo lo que me hizo en el pasado —dijo con un tono helado.
—Dame la orden, Carmelo, y yo me encargo de ella —ofreció su secuaz con convicción.
—No. Me ocuparé de ella personalmente —respondió Carmelo, con una mirada que helaba la sangre.
Claudia, ajena a lo que se avecinaba, regresaba a casa tras una tarde de compras con sus amigas. A pesar de la seguridad de la residencia de los Carmona, desapareció sin dejar rastro durante tres días.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó Claudia, con el temor reflejado en sus ojos.
—Te voy a enseñar a mantenerte callada —respondió Carmelo, su voz cargada de amenaza.
—No te atrevas a tocarme, yo soy tu madre —gritó Claudia, horrorizada al comprender las intenciones de su hijastro.
—No vuelvas a mencionar a mi madre con tu sucia boca —espetó Carmelo, con un odio que parecía consumirlo.
—¡¡¡CARMELO!!! —fue el último grito que escapó de Claudia antes de que el silencio se apoderara de la escena.
Cuando Claudia fue encontrada, su cuerpo mostraba signos evidentes de tortura y agresión. Aunque sabía perfectamente quién era el responsable, el miedo la paralizaba. Carmelo le había dejado claro lo que ocurriría si lo acusaba. Desde ese momento, Claudia entendió que había creado un monstruo y que enfrentarse a él solo traería consecuencias devastadoras.
Rómulo, desesperado por su esposa, la buscó durante tres días. Cuando finalmente apareció, Claudia insistió en que no recordaba nada.
—No recuerdo nada de lo que ocurrió —dijo, evitando la mirada de su esposo.
—Claudia, cualquier cosa que recuerdes puede ayudar a atraparlos —insistió Rómulo.
—Señor Rómulo, en estos casos la víctima puede sufrir de amnesia —intervino el doctor.
—Debe tratarse de eso, Rómulo —respondió Claudia, con un miedo que no podía ocultar.
Claudia jamás reveló lo que sucedió durante esos tres días. Sabía que hablar implicaría admitir el maltrato al que había sometido a Carmelo en su infancia. Él se lo había advertido: si ella hablaba, él también lo haría. Y Claudia no podía exponer a su familia a un escándalo que destruiría a Juan.
Con su madrastra neutralizada, Carmelo continuó su ascenso, decidido a superar a su hermano Juan. Para ello, necesitaba más aliados. Junto a sus seguidores, comenzó a reclutar a los hijos de las personas más influyentes del país, convenciendo a sus compañeros de clase de unirse a su partido. Sin embargo, su mayor enemigo no era Juan, sino su propio padre, un hombre poderoso y decidido a apoyar la carrera política de su hijo mayor, sin importar los sentimientos de Carmelo.
Carmelo, aún era un estudiante universitario, y enfrentaba un dilema: neutralizar la influencia de su padre sin fracturar el partido. Sabía que un conflicto interno sería perjudicial para sus ambiciones. Necesitaba un respaldo sólido para convertirse en presidente, pero tampoco le convenía que su padre perdiera poder. Comprendió que debía ser paciente, esperar el momento oportuno y preparar el terreno. El país no estaba listo para sus planes, y él necesitaba más tiempo, seguidores y financiamiento. Su estrategia incluía ganarse la confianza de los sectores más poderosos de la sociedad y construir una imagen de hombre confiable y cercano al pueblo.
Con la ayuda de Margarita, Carmelo logró atraer a numerosos militantes. La atención que recibía le agradaba, aunque era cuidadoso de no mostrarlo abiertamente. Margarita, astuta y manipuladora, era su aliada perfecta. Sin embargo, a diferencia de Carmelo, ella no era capaz de dañar a las personas, salvo a una: su prima Mireya. Los celos que sentía hacia Mireya, quien obstaculizaba su relación con Carmelo, la consumían. Margarita vigilaba cada movimiento de su prima, y cualquier error que cometiera se lo informaba de inmediato a Carmelo, sembrando dudas en él.
Con el tiempo, la relación entre Mireya y Carmelo comenzó a deteriorarse. Margarita, viendo su oportunidad, decidió confesarle a Mireya que Carmelo le era infiel con ella. La traición devastó a Mireya, quien confiaba ciegamente en Carmelo. Cuando lo confrontó con pruebas, él no negó nada. Bajo presión, Carmelo dejó salir su verdadera naturaleza.
—¿Carmelo, tienes una relación con Margarita? —preguntó Mireya, con lágrimas en los ojos.
—Sí —respondió él, con un cinismo que la dejó helada.
—¿Cómo puedes ser tan descarado, Carmelo? —insistió Mireya, incrédula.
El hombre que ella creía conocer había desaparecido.
—¿Qué esperabas que hiciera, Mireya? Tengo mis necesidades, y tú nunca estás dispuesta a satisfacerlas —dijo él, con una frialdad brutal.
—¡Me dijiste que debíamos esperar hasta casarnos, Carmelo! —protestó Mireya, con la voz quebrada.
—Sí, pero falta mucho para eso. Además, cada vez que te toco parece que te estoy forzando, y eso me aburre. Pero no te preocupes, Mireya, igual nos vamos a casar.
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